Alamas muertas. Nikolai Gogol

Alamas muertas - Nikolai Gogol


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por decirlo mejor, el proceso mismo de la lectura, el que de las letras salga siempre alguna palabra que a veces el diablo sabrá lo que quiere decir. Esta lectura tenía lugar sobre todo en postura yacente, en el recibidor, sobre la cama y sobre el jergón que, por esta razón, se había quedado apisonado y delgado como una galleta. Al margen de la afición a la lectura, tenía dos aficiones más que conformaban otros tantos rasgos de su carácter: dormir sin quitarse la ropa, así exactamente, con la misma levita, y llevar siempre consigo cierta atmósfera peculiar, su propio olor, que sugería un tanto la sensación de un cuarto habitado, de tal suerte que le bastaba con colocar en cualquier lugar su cama, incluso en una habitación que hubiera estado vacía hasta entonces, y llevar allí su capote y sus bártulos y ya parecía que en esa habitación vivía gente desde hacía diez años. A Chichikov, que era un hombre muy escrupuloso e incluso en determinados casos estaba lleno de manías, como le diera aquella atmósfera en la nariz fresca, por la mañana, fruncía el ceño y sacudía la cabeza, sentenciando: «Tú, hermano, el diablo te lleve, ¿Estás sudando, o qué? Ya podías ir al baño». A lo que Pietruska no contestaba nada y se ponía allí mismo a ocuparse aplicadamente con cualquier cosa; o se acercaba con el cepillo al frac del señor que estaba colgado o sencillamente ponía algo en orden. ¿Qué pensaba cuando callaba? Quizá dijese para sí: «Y tú, sin embargo, eres muy bueno, ¿no te fastidia repetir cuarenta veces lo mismo?» –Dios sabe lo difícil que es saber lo que piensa un siervo doméstico cuando el señor le echa un sermón. Así que esto es lo que se puede decir en principio sobre Pietruska.

      El cochero Sielifan era un hombre completamente distinto... ahora bien, el autor se avergüenza mucho de entretener tanto a los lectores con la gente de clase baja, sabiendo por experiencia de qué mala gana suelen trabar ellos relaciones con las capas bajas. Así es el ruso: siente una fuerte pasión por conocer a cualquiera que fuera de otra categoría más alta, superior a la suya, y la amistad superficial con un conde o con un príncipe para él es mejor que cualquier relación estrecha de amistad. El autor teme incluso por su héroe, que sólo es un consejero colegiado. Los funcionarios palatinos, quizá lo conozcan, pero los que se han formado ya para la categoría de general, ésos, sabrá Dios, puede que hasta exhiban una de esas miradas despectivas que un hombre lanza con soberbia a todos los que no se humillan a sus pies o, lo que es aún peor, quizá muestren una mortal indiferencia hacia el autor. Pero por tristes que sean tanto una cosa como la otra, habremos de volver, no obstante, a nuestro héroe.

      De este modo, habiendo dado las órdenes necesarias la noche anterior; habiéndose despertado muy temprano por la mañana; habiéndose lavado, enjugándose de los pies a la cabeza con una esponja mojada, lo que hacía sólo los domingos –y aquel día resultaba ser domingo–; habiéndose afeitado de tal forma que las mejillas se le habían vuelto un auténtico raso en lo que se refiere a lisura y tersura; habiéndose puesto el frac de color vaccinieo con chispas y, después, el capote con grandes pieles de oso, bajó por la escalera, agarrado de la mano, ya por un lado ya por el otro, por el criado de la posada, y se sentó en la brichka. La brichka partió con gran estruendo cruzando el portón de la posada hacia la calle. Un pope que pasaba se quitó el sombrero; algunos muchachos con camisas sucias estiraron las manos, diciendo: «¡Señor, déle algo a un huérfano!» El cochero, dándose cuenta de que uno de ellos era muy aficionado a ponerse en la parte trasera del carruaje, le pegó con el látigo y la brichka siguió dando saltos por el empedrado. No sin alegría, percibió a lo lejos un mojón a rayas que indicaba que el pavimento, como cualquier otro suplicio, pronto se terminaría; y después de golpearse aún varias veces y, con bastante fuerza, en la cabeza con la carrocería, Chichikov avanzó finalmente por tierra blanda.

      —¿No será tal vez «la de Manilov» y no «la de Samanilov»?

      —Pues sí, «la de Manilov».

      —¡«La de Manilov»! Pues si vas para allá una versta más, allí la tienes, o sea, allí recto hacia la derecha.

      —¿A la derecha? –respondió el cochero.

      —A la derecha –dijo el campesino–. Ése es el camino que tendrás que coger para «la de Manilov»; pero de «la de Samanilov», nada. Ésa se llama así, es decir, su nombre es «la de Manilov», pero aquí no hay ninguna «de Samanilov». Allí de frente, sobre la montaña ves una casa, de piedra, de dos pisos, es la casa del señor, en la que está él, es decir, en la que vive propiamente el señor. Ahí es donde tienes «la de Manilov», pero «de Samanilov» aquí no hay ninguna ni la ha habido.

      Marcharon a buscar «la de Manilov». Pasaron dos verstas, encontraron una curva a un camino vecinal, pero habían hecho ya dos, tres, cuatro verstas y la casa de piedra de dos pisos aún no aparecía a la vista. Entonces a Chichikov le vino a la memoria que si un amigo te invita a una aldea a quince verstas, eso quiere decir que a ella habrá treinta seguro.

      La aldea de Manilov podía atraer a algunos por su emplazamiento. La casa señorial estaba sola en un lugar despejado y elevado, es decir, en un promontorio abierto a todos los vientos que quisieran ponerse a soplar; la falda de la montaña en la que se encontraba estaba cubierta de césped recortado. En ella, había dispersos dos o tres parterres de flores de gusto inglés, con arbustos de lilas y acacias amarillas; con pequeños bosquecillos de cinco o seis abedules en algunos sitios que elevaban sus copas ralas de hojas minúsculas. Debajo de dos de ellos, había una pérgola con una cúpula verde lisa, con columnas azules de madera y con un letrero: «Templo de la meditación en soledad»; más abajo, había un estanque, cubierto de verdín que, por cierto, no resulta insólito en los jardines ingleses de los terratenientes rusos. A los pies del promontorio, y en parte en la propia pendiente, negreaban a lo largo y a lo ancho unas isbas grises de madera cuyo número, no se sabe por qué razones, en ese preciso instante se puso a calcu-lar nuestro héroe, contando más de doscientas. En ningún lugar de entre ellas, había crecido un árbol ni nada verde. Por doquier se veían sólo troncos. Vivificaban la vista dos mujeres que se habían recogido los vestidos de un modo pintoresco, metiéndose todo alrededor la parte inferior del faldón entre el cinto y la ropa, y que andaban por un estanque con el agua hasta las rodillas llevando, tras dos rígidos palos, una red rastrera totalmente desgarrada, en la que se veían dos cangrejos enredados y brillaba un gobio que había caído en ella. Según parecía, las mujeres estaban en mitad de una disputa y había algo por lo que se enzarzaban. A cierta distancia, a un lado, se oscurecía el bosque de pinos con un color azul monótono. Hasta el propio tiempo se adecuaba al paisaje: el día no era ni claro ni oscuro sino de cierto color gris pálido que aparece sólo en las raídas guerreras de los viejos soldados de guarnición de este ejército, pacífico aunque un poco borracho los domingos. Para completar el cuadro no faltaba un gallo precursor del cambio de tiempo que, a pesar de tener la cabeza hundida hasta el propio tuétano por los picos de los otros gallos, por culpa de ciertos trabajos de galanteo, gritaba muy fuerte e incluso batía las alas raídas como linos viejos.

      Al acercarse al patio, Chichikov observó en el porche al propio amo que estaba de pie con una levita verde de lana, con la mano


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