Invasión. David Monteagudo
mensaje decía –con muchas elipsis y sobreentendidos– que no la esperase para cenar, que había olvidado comentarle que esa noche tenían un ensayo especial en la obra de teatro que estaban preparando, que cenaría algo por ahí y lo más probable era que volviese a casa muy tarde.
Por algún extraño motivo, aquel aplazamiento inesperado de la conversación que inevitablemente iba a tener –la primera en la que tendría que hablar de su reciente visión–, tuvo un efecto tranquilizador en su mente atormentada. Fuera por el sólo hecho de aquella tregua temporal, fuera por el simple cansancio de darle vueltas en la cabeza a las mismas ideas, una y otra vez, lo cierto es que al final García, mal que bien, consiguió abstraerse de sus pensamientos y prepararse algo de cena, comió frente al televisor con más apetito del que esperaba, se acostó a la hora acostumbrada y en pocos minutos se quedó profundamente dormido.
Los habituales pitidos del despertador hicieron emerger a García de un sueño denso y oscuro. La consciencia, la memoria, se incorporaron perezosamente, ajustándose con un cierto retraso a la elemental evidencia física de la existencia, del sopor, del cuerpo que se despereza y pide actividad. Pocos segundos tardó ese cuerpo recién nacido en recibir el peso, la carga de una identidad, de unos deberes, de unas imperfecciones, de unos problemas acuciantes que había que resolver sin demora aquel mismo día. García recordó con minuciosa precisión su vívida experiencia del día anterior: los dos gigantes, el perro, el pánico paralizador, con que vivió el episodio. También recordó que tenía que ir a trabajar, que dentro de una hora tenía que estar en la oficina, y que tendría que encontrar algún momento, durante el día, para empezar a buscar algún especialista, un psicólogo o un psiquiatra, aunque fuera por internet, y que tenía que encontrar la manera de contactar con Mara y concertar una buena charla con ella, para que no volviera a ocurrir lo de la noche anterior. “Ya está: cenaremos fuera –pensó García–, sin platos, ni cocina, ni televisión.”
La posibilidad de despertarla en aquel mismo momento estaba descartada de antemano. Se había acostado en la habitación de invitados, como hacía a menudo cuando volvía tarde, para no molestar a García con su llegada, para no ser molestada ella misma, y él sabía muy bien que Mara necesitaba un silencio y una oscuridad totales a aquella hora de la mañana, para aprovechar al máximo las horas de sueño que le permitía su peculiar horario laboral, y que cualquier violación de aquella regla que no fuese por una cuestión de vida o muerte contaría desde el principio con una franca animadversión. “Caramba –pensó–, al fin y al cabo la cosa tampoco es tan grave. No me he vuelto loco, al menos de momento. Despertarla ahora sería admitir que he perdido el control.” Y, en verdad, no lo había perdido; en aquellos momentos se encontraba bien, como siempre que se levantaba y tomaba el primer café. La sombra ominosa de una posible enfermedad no era más que una amenaza muy vaga, y García se sentía con fuerzas para enfrentarse a ese problema como hacía con todos, metódicamente, paso a paso, pero con determinación. Decidió dejarle a Mara una nota en algún lugar visible, un escrito que al final resultó bastante extenso, en el que le avisaba de la necesidad de hablar de un tema importante, le proponía la cena en un restaurante, y además le marcaba una hora concreta para un contacto telefónico, sabedor de lo azaroso, de lo incierto que era a veces conseguir que su mujer contestara al teléfono. No tenía ninguna duda de que el aviso sería atendido. En el contexto de sus peculiares hábitos de convivencia, basados en la no intromisión, en el más absoluto respeto a las actividades particulares del otro, aquella nota adquiría una dimensión de alarma y excepcionalidad que no sería desoída.
García salió de casa con decisión, cargado de energía y con las fuerzas intactas para enfrentar un día que nada tenía de rutinario. Y aun así, no pudo evitar una cierta sensación de inquietud, de desvalimiento, cuando se vio en la calle; porque la calle se había convertido para él en un lugar inseguro, en el que podía ocurrir, precisamente, aquello que más temía. Tal vez por eso arrancó con decisión, con paso firme, en actitud retadora. Pensó en la posibilidad de que apareciera de nuevo, en la siguiente bocacalle, uno de aquellos gigantes; intentó imaginar qué actitud adoptaría, y hasta llegó a creer que lo enfrentaría con curiosidad, con espíritu científico, intentando encontrar los límites de una alucinación que, en realidad, no comportaba ningún riesgo físico para él, y que hasta el momento sólo le había producido miedo, un mero trastorno emocional. Pero cuando imaginó en su mente algunos detalles concretos, como la posibilidad de un contacto físico, un tocar con su mano la mano del gigante, o el brazo, sintió un vértigo repentino y un amago de terror en el estómago que le hizo abandonar de inmediato aquellas elucubraciones.
Se centró en aspectos de índole práctica, en la organización mental de todas las cosas que tenía que hacer aquel día, y llegó a la oficina sin que le ocurriera nada excepcional. Durante la primera hora de trabajo, y aprovechando un momento en que Marqués pasó junto a su mesa, García le pidió que desayunará con él, a solas, en un bar diferente al que frecuentaba el resto de los compañeros. Marqués accedió con prontitud, sin hacer ninguna pregunta, y una hora más tarde estaban ambos sentados en las espaciosas butacas de un local un tanto pretencioso, sin duda menos atractivo para el desayuno de las nueve y media que el otro, ruidoso y popular, con su apetitoso surtido de tapas y de bocadillos, y su plancha activa y humeante. “Nos va a salir cara la broma –le dijo Marqués en un expresivo aparte, cuando ya habían pedido sendos bocadillos de jamón de bellota–. Y el tamaño no es para indigestarse, que digamos.”
Cinco minutos más tarde, García ya le había contado, sin omitir ningún detalle, su encuentro con los gigantes de la noche anterior. Marqués le escuchó con mucha atención, mientras masticaba a toda prisa su bocadillo. Después se limpió la boca con la servilleta concienzudamente, con la morosidad del que tiene la mente ocupada en otra cosa, mientras García le daba algún mordisco desganado a su propio bocadillo.
–¡Buf! –dijo Marqués, con un gesto un tanto cómico, mientras echaba mano a su copa de vino tinto–. Déjame que eche un trago primero.
García, muy sereno, con una suerte de seria cordialidad, esperó a que su compañero echase el trago. Después de pasarse la servilleta por los labios, Marqués tomó de nuevo la palabra:
–Bueno, parece que esta vez estamos ante algo… un poco más serio.
–Eso parece.
–Sí, es evidente. Es evidente, porque… en este caso la “visión”, o como lo quieras llamar, es mucho más elaborada.
–Y no sólo era visión: te digo que hasta noté el olor del perro, y su aliento: un aliento húmedo, y caliente.
–Sí, ya me he dado cuenta, lo has… lo has explicado muy bien. Ya veo que esta vez participaban todos los sentidos en la alucinación.
–No, afortunadamente, no todos.
–¿Por qué dices “afortunadamente”?
–Porque el tacto no. No hubo contacto. Me da pánico pensar que uno de esos… que me pueda tocar.
–Pero… está claro que es algo que ha creado tu mente. Por sus propias características, tiene que ser una experiencia alucinatoria. Lo único… lo único que faltaría saber es si te la inventaste, es decir, si la creaste tú por completo, o si simplemente deformaste, o amplificaste una presencia real; vamos, que realmente pasó una pareja, con un perro, pero no eran tan grandes.
–No sé…
–¿Y no lo vio nadie más? ¿No pasaba más gente por la calle?
–Luego apareció una mujer. Yo… yo le quise preguntar si los había visto, pero se escapó –García esbozó una sonrisa–. Debía de parecer un loco, me di cuenta en el mismo momento. No estaba en condiciones de hablar con nadie. Pero no sé ni siquiera si coincidieron en la calle, la mujer y los gigantes; yo me quedé petrificado, estaba… estaba completamente bloqueado por el pánico; era incapaz de hacer nada, nada más que mirar cómo aquellos gigantones seguían adelante, calle abajo, hasta que desaparecieron por la primera bocacalle.
–Y la mujer apareció después.
–Sí, después.