Invasión. David Monteagudo

Invasión - David Monteagudo


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das cuenta de que la vida no era tal, sino un sueño. Y entonces descubres lo agradable, el placer tan sencillo e infalible que es despertar a la verdadera vida; esa vida mediocre, de pequeños placeres y pequeñas miserias, que entonces, en el momento de escapar de la pesadilla, parece tan gratificante y maravillosa.

      Mientras se aproximaba a su casa, García iba pensando que, por desgracia, esta vez no se trataba de un sueño, sino de una realidad terrible, de una enfermedad –mental, en este caso–: una de esas cosas que todo el mundo teme, pero que nadie, en su fuero interno, cree que vaya a padecer. Y su pensamiento le llevó a la reflexión, al razonamiento teórico de que tantos tópicos mil veces repetidos, como levantar los ojos al cielo, pedir ayuda a Dios o desear que todo sea un sueño, son un producto instintivo de la desesperación, proceden de la realidad, y no de la imaginación de escritores y guionistas.

      Por fin llegó a su casa. El piso estaba vacío y silencioso, y García se encontró con buena parte de la compra –que había hecho Mara, por la mañana–, todavía dentro de las bolsas de plástico, encima de la mesa de la cocina. Sin ni siquiera pensarlo, impulsado por la costumbre, empezó a vaciar el contenido de las bolsas y a guardar cada cosa en el lugar correspondiente. Pensó en la irritación que le producía siempre esta actividad trivial, en el rencor sordo y mezquino que le inspiraba la dejadez de Mara, en la sensación de triunfo y de exagerada indignación con que descubría, en alguna de las bolsas, un producto que tendría que haber sido guardado en la nevera. Después, ella se defendería diciendo que tenía mucha prisa, que de todas formas, si lo guardase todo, él tampoco estaría satisfecho con el sitio en que había puesto las cosas. Ahora, desde la magnitud del drama que estaba viviendo, esas pequeñas rencillas le parecieron sórdidas y pueriles, ridículas en su diaria repetición.

      García se duchó, se cambió completamente de ropa y sintió durante unos segundos la vaga satisfacción, la disposición renovadora que este sencillo acto siempre produce. Y sin embargo, no tardaron en asaltarle las incertidumbres oscuras que le venían atormentando desde hacía una hora, unidas a otras nuevas e inquietantes que suscitaba la inminencia de su encuentro con Mara. Por más que lo intentaba, no era capaz de imaginar cómo se desarrollaría su conversación ¡Hacía tanto tiempo que no hablaban de verdad de ellos mismos, de sus verdaderas preocupaciones! Todo se daba por sabido, por sobreentendido. Llegaron a conocerse tanto que ahora ya no había nada que hablar; conocían demasiado bien todos sus defectos, y sus virtudes; y sabían perfectamente lo que les estaba ocurriendo como pareja ¿qué necesidad había de hablar de ello, si los dos lo sabían? Eran demasiado inteligentes, demasiado lúcidos y analíticos como para ignorarlo. Pero ahora sí, ahora tendrían que hablar, ahora había algo realmente importante de lo que hablar, un problema serio, muy serio, que padecía él pero que también, como no podía ser menos, le afectaba a ella. Y al final García acabó pensando que la charla con Mara, la explicación de lo que le estaba ocurriendo, no sólo era inevitable, sino que además le resultaría beneficiosa –como beneficiosa había sido su conversación con Marqués–, porque le obligaría una vez más a poner orden en sus pensamientos, y además Mara era una mujer serena y receptiva, y no se dejaría impresionar por lo que García pudiera contarle, por muy terrible que fuese.

      Con este ánimo, vestido ya y atildado, se decidió a salir de casa. Entonces se dio cuenta de que se le había hecho un poco tarde, porque el reloj marcaba precisamente la hora a la que había quedado con Mara. Pero el restaurante no estaba lejos. García se internó a buen paso en el intrincado laberinto de calles del casco antiguo, y en unos pocos minutos llegó al lugar de la cita. Acabó el recorrido casi a la carrera, en parte para no llegar tarde, y también por el temor a encontrarse con otra de sus visiones. El restaurante, en realidad una vinatería, era caro y con una carta reducida, a base de ensaladas y fiambres de calidad, pero García lo había escogido porque era tranquilo y acogedor, con una luz cálida que resultaba muy agradable y una serie de mesas colocadas en rincones estratégicos.

      Todavía en la calle, García miró al interior por un ventanal amplio que había al lado de la puerta, y lo que vio le dejó clavado frente al cristal, incapaz de moverse, incapaz de dar los dos pasos que le separaban de la puerta de entrada al local. Lo primero que vio fue a un gigante, una mujer gigante que se movía allí dentro, por entre las mesas. Después se dio cuenta, con un estremecimiento de pánico, de que aquella mujer era Mara. García reconocía cada movimiento, cada gesto, la forma de andar, el peinado, la ropa que llevaba puesta, la sonrisa. Todo era lo habitual, lo de siempre, sólo que con un tamaño, en una proporción con todo lo que la rodeaba, que la convertía en algo monstruoso, y de alguna manera grotesco. El local era irregular, con espacios a diferentes niveles y algunas rampas de suave pendiente. Mara, con el abrigo colgado del brazo, seguía al camarero con cierta torpeza, encorvándose exageradamente y mirando hacia arriba, para no tocar el techo con la cabeza. Al final de una breve rampa, el camarero se detuvo frente a una mesa solitaria, resguardada entre una columna y la pared. Mara despidió al camarero con una sonrisa, inclinó y plegó trabajosamente su cuerpo hasta hacerlo caber en el espacio que quedaba entre la silla y la mesa, y en cuanto estuvo sentada empezó a consultar su teléfono móvil. De pronto alzó la cabeza, y miró a su alrededor. García se apartó de un salto, porque en su barrido rápido pero totalizador, los ojos de Mara habían apuntado por un instante a la ventana tras la que él se encontraba. Pero la de la giganta era la mirada miope de quien acaba de levantar la vista de la lectura y no ha tenido tiempo de enfocar, y era evidente que no le había visto, porque –según pudo comprobar García, asomando con cautela un único ojo– al poco rato estaba de nuevo consultando el teléfono con la misma indiferencia de hacía unos segundos.

      De nuevo sintió cómo se derrumbaba, de un solo golpe brutal, toda la serenidad y la esperanza frágil que con tanta dificultad había conseguido edificar –después de su última alucinación– durante una interminable hora de dudas y reflexiones. Pero ahora, además, tenía que hacer algo, tenía que actuar, porque su mujer estaba allí, en el restaurante, esperando su llegada. Pero él no podía llegar. Por encima del miedo, de la sofocada angustia, de la necesidad que tenía en este caso de tomar alguna decisión y actuar cuanto antes, sintió García la certeza de que no podía entrar allí, que no sería capaz, que no tendría fuerzas para sentarse delante de Mara –de esa Mara absurda e inconcebible que ahora estaba viendo– y hablar con ella con una mínima coherencia, fuera para confesarle abiertamente lo que estaba viendo, o para disimular y explicarle tan sólo lo otro, las otras alucinaciones, las que nada tenían que ver con ella. No, no sería capaz, su mente retrocedía asustada en cuanto intentaba imaginar los detalles concretos de lo que sería aquella escena, el rostro de ella mirándole desde aquella altura, la posibilidad de que, sin previo aviso, alargara una mano para tocar la suya por encima de la mesa… Apartó de su mente aquellas imágenes estremecedoras. Una vez más sintió cómo la angustia se apoderaba de su mente, y una vez más hizo denodados esfuerzos por no dejarse arrastrar por ella. Se apartó de la ventana y empezó a desandar el camino que había hecho, como si quisiera volver a su casa; pero se alejó de ésta, la dejó atrás y siguió andando con un impulso centrífugo, que le llevaba hacia los barrios periféricos de la pequeña ciudad provinciana. Mientras tanto, iba pensando. Pensó en llamar a Mara por teléfono, después en enviar un mensaje, y después de nuevo en llamarla, aunque ello significaba preparar muy bien lo que pensaba decir, y tener capacidad de reacción, de improvisación, en caso de que ella le descolocara con alguna pregunta inesperada.

      Al final decidió que le enviaría un mensaje. No sería ni rápido ni fácil, por su escasa habilidad en el manejo del teléfono, y porque la redacción del texto tenía que ser muy precisa y bien meditada. Buscó un banco para sentarse, bajo una farola –caminaba por una avenida ancha y solitaria, que moría ya a campo abierto– y sacó el teléfono con la intención de empezar a teclear. Entonces se dio cuenta de que tampoco podía ir a dormir a su casa esa noche, que no podía exponerse a un encuentro con Mara hasta que no hubiera hablado con el psiquiatra, hasta que no hubiera empezado a tomar la medicación que sin duda alguna iba a recetarle. Se trataba, tan solo, de un inoportuno desfase, de unas pocas horas que tenía que cubrir como fuese –tendría que buscar un hotel para pasar la noche–, y que ahora, con unas pocas palabras, tenía que justificar de forma que se entendiera, pero que tampoco resultara demasiado alarmante. Por su mente pasó la idea de inventarse una mentira, una inaplazable llamada de auxilio de algún


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