Invasión. David Monteagudo
preocupado de guardar todos los teléfonos y las direcciones, y podía acceder en unos pocos segundos, con mucha más facilidad que él, a cualquiera de esas personas supuestamente necesitadas de auxilio.
Al final acabó redactando un texto muy neutro, en el que suprimió incluso cualquier referencia a la salud, y que en esencia incidía en su imposibilidad de contactar con ella hasta el día siguiente, aplazando para ese momento todas las explicaciones. Concluía el mensaje tranquilizando a su destinataria, y asegurándole que su ausencia nada tenía que ver con la infidelidad ni con su vida de pareja.
Una vez hubo repasado el texto varias veces, y enviado el mensaje, empezó a pensar en el asunto del hotel. Rechazó de buen principio la idea de ir a alguno de los hoteles del extrarradio, establecimientos de medio pelo, aunque modernos y confortables, que habían nacido al amparo de la autopista y la carretera general. Lo rechazaba porque significaba tener que sacar el coche del garaje, que estaba en los bajos del edificio de su vivienda, y por lo tanto le exponía a un encuentro con Mara. Por el mismo motivo, y considerando que se acababa de duchar y cambiar de ropa, no se arriesgó a pasar por el piso a recoger un pijama, una muda de ropa o el cepillo de dientes, convencido de que –aun en el hipotético caso de que tuviera que pasar una segunda noche fuera de casa– podía hacerse con esos objetos al día siguiente, por la tarde, antes de entrar en la oficina.
Decidió ir al antiguo hotel de la plaza del mercado, el único –aparte de algunas fondas de dudosa categoría– que estaba en el núcleo urbano de la población. El hotel, con un nombre que hacía referencia al pasado romano de la comarca, había recuperado hacía poco su tercera estrella, con una reforma que había traído consigo el último cambio de propietario.
García sólo quería dormir: cenar algo y acostarse cuanto antes, dormir como un tronco hasta las ocho, y luego pasar la mañana en la oficina, hasta la hora de ir a ver al psiquiatra. Se levantó del banco, dispuesto a recorrer, caminando sin prisas, el kilómetro escaso que le separaba del hotel. Entonces sonó su teléfono. Cuando vio que era una llamada de Mara, dejó que siguiera sonando en su bolsillo mientras empezaba a andar en la dirección contraria a la que le había llevado hasta allí.
Cenó en el mismo hotel, en un comedor silencioso y no muy bien iluminado, en el que él era el único comensal. Un camarero, tan silente como el propio comedor, asistió desde una esquina de la barra a toda la cena de García, con la única tregua de los pocos momentos en que desaparecía en busca del siguiente plato.
La habitación, en la que se notaba el reciente cambio de decoración, resultó limpia y acogedora. García –que por no traer, ni siquiera se había traído un libro– miró la televisión desde la cama, hasta que la somnolencia le hizo apagarla. Como le había ocurrido la noche anterior, se durmió sin ninguna dificultad, como si el cuerpo, sabiamente, compensase con el olvido transitorio del sueño los sufrimientos que estaba padeciendo la mente.
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