Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander


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rodillas le suplicó que no la echase de su casa. Su pobre marido había muerto, imploraba, no podía pagar la hipoteca, los niños eran demasiado pequeños para trabajar, ella misma apenas si podía andar. Pensó que Frick había sido muy amable, le prometió que vería qué se podía hacer. De modo que no quiso oír a los vecinos que le insistían en que demandase a la Compañía por daños. «La grúa estaba oxidada», le explicaron los compañeros de su marido, «el inspector del gobernador declaró que no era apta para su uso». Pero el señor Frick fue amable y seguro que sabía mejor que nadie cómo estaba la grúa. ¿Acaso no dijo que se trató de un descuido de su ma­rido?

      Está muy agradecida al buen señor Frick por aplazar el pago de la hipoteca. Había sido presa de un miedo mortal a que su pequeño hogar, donde su querido John había sido un marido tan cariñoso, le fuera arrebatado, y a que sus niños se vieran obligados a vivir en la calle. Nunca deberá olvidarse de rogar la bendición de Dios por el buen señor Frick. Todos los días repite a sus vecinos la historia de su visita al gran hombre, con cuánta amabilidad la recibió, con qué sencillez le habló. «Igual que nosotros, compadres», dice la viuda.

      Ahora le cuenta la maravillosa historia a su vecina Mary, la jorobada, quien escucha el cuento con interés siempre renovado por vigésima vez. Contagia tanta importancia conocer a alguien que tuvo una relación tan estrecha con el rey del hierro, es más, que estuvo en su presencia y hasta habló con el gran magnate.

      —«Estimado señor Frick» le digo yo —relata la viuda—. «Estimado señor Frick» le digo yo, «mire a mis pobres angelitos».

      Alguien que llama a su puerta la interrumpe. —Seguro que es la tuerta Kate —comenta la viuda—. ¡Adelante! ¡Adelante! —exclama llena de alegría—. ¡Pobre Kate! —observa con un suspiro—. Su marido tiene la tisis. Me temo que no durará mucho.

      Hay un hombre alto y tosco en la entrada. Tras él, vienen dos más. La viuda se levanta asustada de la silla. Uno de los niños rompe a llorar y corre a esconderse detrás de su madre.

      —Disculpe, señora —dice el hombre alto—. No tema. Somos ayudantes del Sheriff. Lea esto —saca un papel de aspecto oficial—. Orden de desahucio. Lo siento mucho, señora, pero prepárese. Deprisa, tengo pendientes doce...

      Se oye un grito desgarrador. El ayudante del Sheriff alcanza a coger entre sus brazos el cuerpo inerte de la viuda.

      III

      East End, el barrio residencial de moda en Pittsburgh, se solaza bajo el sol vespertino. La amplia avenida parece fresca y tentadora; los árboles majestuosos tienden sus sombras a través de la calzada y asienten con sus cabezas en señal de mutua aprobación. Una procesión incesante de carruajes colma la avenida, las ostentosas gualdrapas de los caballos y los lacayos de uniforme prestan vida y color a la escena. Una desfile pasa frente a mí. Las risas de las damas resuenan gozosas y despreocupadas. Su felicidad me irrita. Recuerdo Homes­tead. Pienso en la empalizada sombría, las fortificaciones y los cañones; la figura lastimera de la viuda se alza ante mí, también los niños entre sollozos, y oigo de nuevo el angustioso grito de un corazón roto, de un cerebro destrozado.

      Y aquí todo son risas y alegría. Los caballeros parecen contentos, las damas son felices. ¿Por qué deberían preocuparse del sufrimiento y la necesidad? Los hombres corrientes sólo les valen como esclavos, sólo sirven para alimentarlos y vestirlos, para construir estos palacios hermosos, y para darse por satisfechos con los mendrugos de la beneficencia. «Tomad lo que os doy», ordena Frick. ¡Vaya, pero si aquí está su casa! Un lugar lujoso, con un jardín enorme, con establos y cuadra. Aquella cuadra de allí es más alegre y habitable que el hogar de la viuda. ¡Ay! la vida podría ser llevadera, hermosa. ¿Por qué no debería serlo? ¿Por qué tanto sufrimiento y lucha? Un día radiante, flores, todo lo que me rodea es bello. ¡Esto es la vida! Alegría y paz... ¡No! No habrá paz con gente como Frick y estos parásitos en carruajes que viven sobre nuestras costillas y chupan la sangre de los trabajadores. Fricks, vampiros, todos sin excepción —casi grito en voz alta— forman una sola clase. Todos confabulados contra mi clase, los jornaleros, los productores. Acaso una conspiración anónima, pero una conspiración en cualquier caso. Y las damas refinadas a caballo sonríen y ríen. ¿Qué significa el sufrimiento del pueblo para ellas? Es probable que se estén riendo de mí. ¡Reíd! ¡Reíd! Me despreciáis. Yo soy del Pueblo, pero vosotras pertenecéis a los Fricks. Bien, quizá nos llegue pronto la hora de reír...

      De regreso a Pittsburgh al anochecer, me llega la noticia de que las conversaciones entre la compañía Carnegie y el comité de los huelguistas se han abandonado con el rechazo de Frick a tomar en consideración las peticiones de los trabajadores de las fundiciones. ¡Se ha perdido la última esperanza! El amo ha resuelto aplastar a sus esclavos rebeldes.

      9. Pittsburgh y Allegheny, ciudades vecinas hasta 1906, año en que la primera anexionó a la segunda.

      4. El Attentat

      La puerta del despacho privado de Frick, a la izquierda de la recepción, se abre cuando aparece un encargado de color y puedo vislumbrar fugazmente, tras la mesa, una figura fornida de barba negra al fondo de la habitación.

      —El señor Frick está ocupado. No puede recibirle ahora, señor —dice el negro, antes de devolverme la tarjeta de visita.

      Cojo la cartulina, la devuelvo a mi maletín, y salgo despacio de la recepción. Pero enseguida vuelvo sobre mis pasos y paso por la puerta que separa los oficinistas de las visitas. Apartando al sorprendido guardia, entro en la oficina de la izquierda y me encuentro de bruces con Frick.

      Por un instante la luz del día, que entra a raudales por las ventanas, me deslumbra. Distingo dos hombres en el extremo opuesto de la larga mesa.

      «Fr...», empiezo. La mirada de terror en su rostro me deja sin palabras. Es el pavor ante la presencia consciente de la muerte. «Lo entiende», se me ocurre de repente. Con un gesto rápido, saco el revólver. Mientras alzo el arma, veo cómo Frick se agarra del brazo de la silla con ambas manos e intenta ponerse de pie. Apunto a su cabeza. «Tal vez lleva un chaleco antibalas», pienso. Con una mirada de terror, aparta la cabeza, mientras aprieto el gatillo. Hay un fogonazo y la estancia de altos techos retumba como si se hubiera disparado un cañón. Oigo un grito agudo y desgarrador y veo a Frick de rodillas, su cabeza apoyada en el brazo de la silla. Me siento tranquilo y en mis cabales, estoy concentrado en cada movimiento del hombre. Yace con la cabeza hundida bajo la enorme butaca, en silencio, inmóvil. «¿Muerto?», me pregunto. Debo cerciorarme. Nos separan unos ocho metros. Doy unos pasos en su dirección, cuando de repente el otro hombre, cuya presencia casi había olvidado, se abalanza sobre mí. Intento desembarazarme de él. Parece delgado y bajo. No querría herirlo; no tengo nada contra él. De repente oigo un grito: «¡Asesino! ¡Auxilio!». Mi corazón deja de latir cuando descubro que Frick está gritando. «¿Está vivo?», me pregunto. Me quito de encima al desconocido y disparo contra la silueta que se arrastra. El hombre me golpea la mano, ¡he fallado! Forcejeamos, peleamos por toda la habitación. Intento tirarlo al suelo, pero al descubrir un resquicio entre su brazo y su cuerpo, ajusto el revólver contra su costado y apunto a Frick, que está encogido detrás de la silla. Aprieto el gatillo. Se oye un clic, ¡pero no se produce ninguna explosión! Agarro al desconocido por el cuello, pero no logro liberarme, y de repente algo muy pesado me golpea la nuca. Unos dolorosos pinchazos me asaetan los ojos. Me desplomo, apenas soy consciente de que el arma se me cae de las manos.

      «¿Dónde está el martillo? ¡Dale, carpintero!». Una confusión de voces resuena en mis oídos. Pese al dolor lucho por levantarme. Siento encima de mí el peso de muchos cuerpos. Ahora... ¡la voz de Frick! ¿No está muerto? Me arrastro en dirección al origen del sonido, arrastrando conmigo el forcejeo de mis rivales. Tengo que sacar la daga de mi bolsillo... ¡Ya la tengo! Ataco las piernas del hombre que está cerca de la ventana con la daga, una y otra vez. Oigo que Frick grita de dolor —hay mucho ruido de pasos y gritos—, me tiran de los brazos, me los retuercen, antes de que me levanten a peso del suelo.

      Policías, oficinistas, empleados con el mono de trabajo, me rodean.


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