Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
responde, soñoliento: —Nosotros rusos. Querer trabajo.
—¡Moved el culo! ¡Venga, fuera!
Rápido, en silencio, nos vamos, Fedya y yo por delante, Mijail renqueando detrás. Las calles tenuemente iluminadas estarían desiertas si no fuera por alguna figura presurosa aquí o allá, muy abrigada, revoloteando misteriosamente en alguna esquina. Se levantan columnas de polvo de las calzadas grises, el viento las captura y las arroja a cierta distancia, y luego las lleva hacia el cielo en espirales, antes de hacer lo propio con otra ola de ceniza. De alguna parte me llega a la nariz un olor tentador. «La panadería de Second Street», señala Fedya. Nuestros pasos se aceleran inconscientemente. Los hombros levantados, las cabezas inclinadas, los tres tiritando, logramos no alejarnos del sur del Bowery. Mijail sigue quedándose atrás. «¡Maldita sea! Me encuentro mal», dice al darnos alcance cuando ya entramos en un portal abierto. Una inspección concienzuda de nuestros bolsillos revela que nuestras posesiones alcanzan la suma
de doce centavos. Resolvemos que Mijail irá a la cama y le damos diez centavos. Nos repartimos equitativamente los cigarrillos que compramos con los dos centavos restantes, y damos unas caladas por turnos al «cuarto» de la cajetilla. Fedya y yo dormimos en la escalinata del ayuntamiento.
*
«¡Pittsburgh! ¡Pittsburgh!»
El berrido del revisor me sobresalta con la violencia de una descarga. Pese a la impaciencia acumulada durante el largo viaje, la noticia de que he alcanzado mi destino me llega sin que lo espere y me abruma con el terror a que me cojan desprevenido. Recojo atolondrado todas mis cosas pero al ver que los demás pasajeros permanecen en sus asientos regreso precipitadamente al mío, temiendo que alguien perciba mi inquietud. Para ocultar mi confusión, me vuelvo hacia la ventana abierta. Gruesas nubes de humo cubren el cielo, amortajando la mañana con un gris sombrío. El ambiente está cargado de hollín y cenizas; el olor del aire es nauseabundo. A lo lejos, los hornos gigantescos escupen columnas de fuego, los refulgentes destellos perfilan una línea de estructuras de armazón, ruinosas y miserables. Son las casas de los trabajadores que han creado la gloria industrial de Pittsburgh y encumbrado a sus millonarios, los Carnegies y Fricks.
La imagen me llena de odio hacia la perversa justicia social que convierte las necesidades de la humanidad en un averno de trabajo envilecedor. Priva al hombre de su alma, aparta la luz del día de su vida, lo degrada por debajo de las bestias, y entre las piedras de molino de la dicha divina y la tortura infernal muele la carne y la sangre y las convierte en hierro y acero, transmuta las vidas humanas en oro, oro, oro sin fin.
¡El gran y noble pueblo! ¿Pero es en verdad grande y noble ser esclavos y estar satisfechos? ¡No, no! ¡Están despertando, despertando!
1. Emma Goldman, principal interlocutora de estas memorias y figura señera del anarquismo norteamericano.
2. Pinkerton National Agency. Empresa de seguridad privada que a finales del siglo xix participó activamente en la represión de los movimientos obreros en Estados Unidos.
3. Acción política violenta destinada a despertar la conciencia de la clase obrera. Se enmarca en la noción más general de propaganda por el hecho, popularizada por el anarquista francés Paul Brousse en 1877, y asumida en 1881 por la internacional anarquista celebrada en Londres. Tiranicidios, regicidios y en general la muerte de los representantes visibles de la opresión del pueblo son los objetivos del Attentat, que debe desencadenar una espiral de terror y abrir las puertas de la revolución.
4. Verdugo en ruso.
5. Literalmente, niño de teta. Término despectivo dirigido a un joven inexperto.
6. Escuela religiosa para el aprendizaje de la ley y la religión mosaica.
7. Expresión rusa. Define la expulsión del colegio que acarrea la prohibición de matricularse en cualquier otro centro educativo.
8. Modest Stein, también referido en estas memorias como Gemelo.
2. El campo de batalla
Colmado de paz y de contento, el río Monongahela se extiende ante mí con sus aguas rizadas e indolentes que bajo la luz del sol canturrean entre susurros al bosque brumoso en la orilla. Pero
la otra orilla presenta una imagen de marcado contraste. Cerca de la margen del río se levanta una alta empalizada, rematada con alambre de púa, cuyo aspecto amenazador acentúan algunas bélicas torres de vigilancia y otras fortificaciones. La siniestra muralla me mira con desdén con su millar de ojos vacíos, cuya finalidad asesina justifica a todas luces el nombre de «Fuerte Frick». Grupos de gente alborotada abarrotan los espacios abiertos entre el río y el fuerte y colman el aire con la confusión de sus múltiples voces. Unos hombres armados con rifles Winchester se afanan, sus caras están mugrientas, la mirada es soberbia aunque algo inquieta. En el patio de la fundición bostezan las negras bocas de los cañones, unos parapetos desmontados cierran los accesos y el suelo está lleno de cenizas ardiendo, cartuchos vacíos, barriles de petróleo, chimeneas rotas y montañas de acero y de hierro. El lugar parece el paisaje después de una batalla sangrienta; el símbolo de nuestra vida industrial, de la lucha despiadada en la que el más fuerte, el robusto jornalero, es siempre la víctima, porque actúa con debilidad. Pero los restos carbonizados de las lanchas de los Pinkerton en el embarcadero, y el muelle salpicado de sangre, dan testimonio silencioso de que, por una vez, la batalla se inclinó del lado de los verdaderamente fuertes, de las víctimas que osaron plantearla.
Un grupo de trabajadores me aborda. Hombres grandes, fornidos, el poder de la fuerza consciente se manifiesta en su caminar y en su actitud. Todos ellos llevan su arma: algunos un Winchester, otros escopetas. En la mano de uno de ellos veo el brillante cañón de un revólver de la marina.
—¿Quién eres? —me pregunta con hosquedad el hombre del revólver.
—Un amigo, un visitante.
—¿Tienes referencias o un carné del sindicato?
Pronto, contentos en lo que hace a la honradez de mis intenciones, me permiten seguir adelante.
En uno de los patios de la fundición me topo con una compacta y variopinta muchedumbre de hombres y mujeres: los eslavos bajos y de caras anchas, que se abren paso a empellones entre sus altos compañeros de huelga americanos; los italianos de tez morena, con grandes bigotes, gesticulantes, que se atropellan cuando hablan a un grupo de inquietos compatriotas. La gente se congrega alrededor de una plataforma elevada, donde un hombre enorme y fornido espera.
Intento abrirme paso hasta el lugar.
—¡Caballeros!, escuchen, por favor —oigo decir al orador—. Sólo unas palabras, caballeros. Saben todos quién soy, ¿no es así?
—Sí, sí, sheriff —gritan algunos hombres—. ¡Adelante!
—Sí —prosigue el orador—, saben todos ustedes quién soy. Su Sheriff, el Sheriff del condado de Allegheny, del gran estado de Pensilvania.
—¡Continúe! —exclama alguien, con impaciencia.
—Si no me interrumpen, caballeros, proseguiré.
—¡Silencio! ¡Orden!
El orador avanza hasta el borde del estrado:
—¡Hombres de Homestead! Es mi deber declarado como Sheriff salvaguardar la paz. Su ciudad es una ciudad sin ley ni orden. He pedido al gobernador que envíe a la milicia y espero...
—¡No,