Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
de tabaco; la bulliciosa conversación de unos hombres jugando a cartas me saca de quicio. Me vuelvo hacia la ventana. La ráfaga de aire perfumado, henchida con la generosa fragancia del heno recién segado, resulta balsámica y reparadora. Bosques verdes y campos amarillos trazan un círculo a lo lejos, se ensortijan, cada vez más cerca y, entonces, pasan volando y ceden su lugar a nuevos círculos de campos y bosques. El país parece joven y atractivo bajo los primeros rayos de sol. Pero mis pensamientos giran alrededor de Homestead.
La gran batalla ya se libró. Nunca antes, en toda su historia, los obreros americanos habían logrado una victoria tan señalada. Con la fuerza de sus brazos, los trabajadores de Homestead han conseguido que unos trescientos Pinkertons se rindan, la rendición más deshonrosa e ignominiosa. ¡Qué humillante derrota para los poderes establecidos! ¿O es que los jenízaros de Pinkerton no representan la autoridad organizada, siempre dispuestos a aplastar a los jornaleros en beneficio de los explotadores? El imprevisto despertar caerá con todo su terror sobre los enemigos del pueblo. Pero el pueblo, los trabajadores de América, ha saludado con alborozo a los hombres rebeldes de Homestead. Los trabajadores del acero no fueron los agresores. Con resignación trabajaron sin descanso y sufrieron. De su carne y de sus huesos prosperó la gran industria del acero; con su sangre engordó la poderosa Carnegie Company. Y aun así esperaron pacientemente un mejor reparto de la riqueza que estaban creando. Como un trueno en un día soleado cayó el golpe: ¡se proponían bajar los salarios! Los magnates del acero rechazaron terminantemente continuar con la escala móvil de salarios que se había acordado como una garantía de paz. La firma Carnegie desafió a la Asociación con la propuesta de unas condiciones que sabía que los trabajadores no podrían aceptar. Previendo el rechazo, se exhibió con unos preparativos más propios de una guerra para aplastar al sindicato con su talón de hierro. El pérfido Carnegie se amilanó. Acababa de proclamar a los cuatro vientos la santa palabra de la buena voluntad y la armonía. «Sentaría como una máxima», había declarado, «que nada puede excusar una huelga o un cierre patronal hasta que el arbitrio de las desavenencias haya sido propuesto por una de las partes y rechazado por la otra. El derecho de los trabajadores a asociarse y formar sindicatos no es menos sagrado que el derecho del fabricante de crear asociaciones y conferencias con sus semejantes, y tarde o temprano deberá concederse. Los fabricantes deberían llegar a algo más que un compromiso con sus hombres.»
Con su labia el gran filántropo convenció a los trabajadores de que refrendasen el aumento de los aranceles. Toda vez que había conseguido la protección de sus fundiciones, Andrew Carnegie obtuvo una reducción de los impuestos sobre los lingotes de acero como recompensa por su generosa contribución a la campaña de los republicanos. Con un control total sobre el mercado de los lingotes de acero, la Carnegie maquinó la depresión de los precios como aparente consecuencia de la rebaja de los impuestos. Pero el precio de mercado de los lingotes era el único criterio para los salarios de las fundiciones de Homestead. ¡Los sueldos de los trabajadores tienen que reducirse! La propuesta por parte de la Asociación de arbitrar la nueva escala salarial fue despreciada y rechazada: nada había que arbitrar; los hombres deben someterse incondicionalmente; había que aniquilar el sindicato. Y Carnegie designó a Henry C. Frick, el sanguinario Frick de las regiones del coque, para ejecutar el programa.
¿Acaso los oprimidos tendrán que doblegarse siempre? Los hombres de Homestead se rebelaron; los trabajadores de las fundiciones rechazaron el despótico ultimátum. Entonces cayó sobre ellos la mano de Frick. ¡La guerra había empezado! La cólera barrió el país. A lo largo y ancho de estas tierras, se censuró con toda el alma la actitud de la Carnegie Company, y la despiadada brutalidad de Frick fue execrada por todo el mundo.
No podía quedarme al margen. La hora era urgente. Los jornaleros de Homestead habían desafiado al opresor. Se estaban despertando. Pero los trabajadores del acero mostraban una rebeldía ciega. Sólo la visión del anarquismo podía imbuir su descontento de un objetivo revolucionario consciente; sólo el anarquismo podía dar alas a las aspiraciones de los obreros. La propagación de nuestras ideas entre el proletariado de Homestead iluminaría la gran lucha, contribuiría a clarificar las cuestiones sobre la mesa y a señalar el camino hacia una emancipación final completa.
Un resquemor febril consumía mis días. La conmovedora llamada, «¡Despertad obreros!», incendiaría los corazones de los desheredados y les inspiraría los actos más nobles. Llevaría a los oprimidos el mensaje del Nuevo Día y les prepararía para la Revolución Social en ciernes. Homestead sería el resplandor rosado del Amanecer glorioso. ¡Cómo me enojaban los obstáculos que mi proyecto encontraba! Dificultades imprevistas entorpecían cada uno de mis pasos. Los esfuerzos por conseguir traducir mi octavilla a un inglés popular resultaron infructuosos. Distribuir un llamamiento tan exaltado me pondría en peligro, protestaba mi amigo. Con impaciencia desestimé sus objeciones. ¡Como si las consideraciones de orden personal pudieran pesarse, siquiera por un instante, en la balanza de la gran causa! Pero en vano discutí y defendí mi postura. Y entre tanto se perdía un tiempo precioso, y nuevos obstáculos me cerraban el paso. Corría como un poseso del impresor al cajista, suplicando, implorando. Nadie osaba imprimir el llamamiento. Y el tiempo volaba. De pronto centellearon las noticias de la matanza cometida por los Pinkerton. El mundo se quedó horrorizado.
El tiempo de los discursos había pasado. A lo largo y ancho de estas tierras los jornaleros se hicieron eco del desafío de los hombres de Homestead. Los trabajadores del acero se habían reunido valientemente para acometer la defensa; de la ciudad llegaban los asesinos de la Pinkerton. Pero desde las riberas de Monongahela clamaba con toda su aliento la sangre de las víctimas del Dios Dinero. Clama con toda su fuerza. Es la llamada del pueblo. ¡Ah, el pueblo! El pueblo grande, misterioso, y aun así tan próximo y real...
Mi mente me lleva de vuelta a la pequeña ciudad universitaria rusa, inmerso en el círculos de estudiantes de Petersburgo, de vuelta a casa por vacaciones, nimbados con el halo de aquella cosa vaga y preciosa que llamábamos ser «nihilista». El tren acelerado, Homestead, los cinco años en América, todo cae bajo la niebla, brumoso en los confines de la irrealidad, de los siglos; y de nuevo tomo asiento entre seres superiores, y escucho respetuosamente la discusión apasionada de elevadas cuestiones apenas comprendidas, con el incesante y recurrente estribillo de «Bazarov, Hegel, Libertad, Chernishevsky, v naród.» ¡Por el pueblo! ¡Por el simple y hermoso pueblo, tan noble pese a los siglos de sufrimiento envilecedor! Como un toque a rebato suena en mis oídos la nota, entre el estruendo de las posiciones encontradas y la fraseología oscura. ¡El pueblo! Cuando me dejo llevar por la mitología griega, él se me figura como el poderoso Atlas, que sostenía en sus hombros el peso del mundo, la espalda doblada, en su rostro el espejo de un sufrimiento inenarrable, en su ojo la mirada de una angustia desesperada, la muda y lastimosa súplica de ayuda. ¡Ah, poder ayudar a este desesperado gigante doliente! ¡Poder aliviar su pesada carga! El camino es oscuro, los medios inciertos, pero en el caldeado debate estudiantil la nota suena nítida: por el pueblo, sé uno de ellos, comparte sus alegrías y sus penas, y así podrás enseñarles. ¡Sí, ésta es la solución! ¿Pero qué está diciendo este pelirrojo, Misha, de Odessa? «No veo ningún inconveniente en ir con el Pueblo, pero los hombres enérgicos de la acción directa, los Rajmetovs, iluminan el camino de la revolución popular mediante actos individuales de revuelta...»
«El billete, por favor». Una pesada mano cae sobre mi hombro. Con dificultad comprendo la situación. Los jugadores de cartas intercambian improperios. El revisor arranca el cartón con un gesto experto, y se lo lleva bajo el brazo caminado tranquilamente. Un estruendo de carcajadas saluda a los jugadores. Los demás pasajeros les toman el pelo y éstos pronto se relajan. Ahora, la tranquilidad se adueña del vagón.
Me cuesta trabajo no caer de nuevo en mis ensoñaciones. Debo crearme un plan de acción definido. Tengo muy claro mi objetivo. Una batalla terrible tiene lugar en Homestead: el pueblo está haciendo gala de un gran temple en su resistencia contra la tiranía y la invasión. Mi corazón se regocija. He aquí, por fin, lo que siempre había esperado del trabajador americano: una vez en pie, no tolerará ninguna injerencia, luchará contra todos los obstáculos, y sus conquistas le llevarán más allá de sus primeras exigencias. Es el espíritu del pasado heroico reencarnado en los trabajadores del acero de Homestead, en Pensilvania. ¡Qué alegría suprema contribuir a esta tarea! Esta es mi misión natural. Siento en mí la fuerza de