Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
sin voluntad en una máquina que oscila al dictado de los gritos de los espigados guardias que, con rostro vigilante y severo, flanquean la columna.
El latido acompasado pierde intensidad hasta desaparecer, con el golpe sordo de la última pisada, tras la puerta doble cerrada que conduce al patio del penal. Una mortaja de silencio cae sobre el bloque de celdas. Me siento completamente solo, abandonado y olvidado en el interior de esta altísima mole de piedra y acero. La quietud me oprime con un peso casi tangible. Estoy enterrado entre unas estrechas paredes, la piedra gigantesca me aprieta la cabeza y en los costados. No puedo respirar. El aire hediondo resulta sofocante. ¡No puedo vivir aquí, no puedo! No puedo sufrir esta agonía. ¡Veintidós años! Es toda una vida. No, es imposible. Tengo que morir. ¡Lo haré! ¡Ahora!
Recojo la cuchara y me echo en la cama. Mis ojos vagan por el techo que la luz del corredor ilumina tenuemente: las paredes enjalbegadas, amarillentas por la humedad... los racimos de bichos alrededor de los agujeros de la pared, la mesita y la silla desvencijada, el suelo mugriento, lleno de manchas negras y grises... ¡Pero si es de piedra! Podré afilar la cuchara. Me agacho en un rincón con cautela. El estaño resbala en la superficie grasienta sin hacer ruido, fácilmente, hasta que la gruesa capa de mugre se desprende. Ahora raspo y raspo. Trato de amortiguar el ruido con la almohada. El metal se calienta en mi mano. Me corto el dedo con el extremo afilado. Unas gotas de sangre caen al suelo. La herida no es regular, pero la hoja está afilada. Me busco el corazón palpando con la mano. Rozo el lugar con el filo. Entre las costillas... aquí. Para cuando me encuentren ya estaré muerto... Si Frick hubiese muerto. Se podría haber hecho tanta propaganda... Maldito Most, ¡si no se hubiera vuelto contra mí! Echará por tierra todo el efecto del acto. No es más que cobardía. Pero ¿por qué estaría asustado? No pueden implicarle. Llevamos años distanciados. Podría acusarme pero le costaría demasiado demostrarlo. ¡El traidor! Lleva toda su vida preconizando la propaganda por el hecho y ahora repudia el primer Attentat en este país. ¡Podía haber generado una agitación enorme! Ahora reniega de mí, dice que no me conoce. ¡El infeliz! Me conocía de sobras y, además, confiaba en mí cuando preparamos la circular secreta en la redacción de Freiheit.14 Fue en William Street. Esperamos a que los demás cajistas terminasen; luego trabajamos hasta el amanecer. Tenía que servirme como recomendación; entonces proyectaba ir a Rusia. Sí, a Rusia. Quizá hubiese hecho algo importante allá. ¿Por qué no fui? ¿Qué pasó? Por extraño que parezca, ahora no puedo recordarlo. Pero América era más importante. Había revolucionarios de sobras en Rusia. Y ahora... ¡Oh! Ya no podré hacer nada más. Pronto estaré muerto. Me encontrarán frío —un charco de sangre bajo mi cuerpo—, el colchón estará rojo... no, será rojo oscuro, y la sangre empapará el jergón hasta atravesarlo... Me pregunto cuánta sangre tengo. Manará a borbotones de mi corazón... Tengo que golpear justo aquí, fuerte y rápido, no me dolerá mucho. Pero el filo es irregular, puede engancharse en la carne, o rasgarla. Dicen que la piel es dura. Tengo que apretar fuerte. ¿Tal vez resulte mejor dejarse caer contra la hoja? No, el estaño podría doblarse. Lo pondré cerca, así, y entonces un movimiento rápido, derecho al corazón. Es la manera más segura. Tengo que evitar herirme, sangraría despacio y tal vez me encontrasen vivo. No, no. Tengo que morir en el acto. Me encontrarán muerto... mi corazón... lo notarán, ya no latirá, la hoja todavía en su interior, llamarán al doctor: «Está muerto.» Y la noticia llegará a oídos de la Muchacha, Fedya, y los demás. Ella se pondrá triste, pero lo entenderá. Sí, estará contenta... ya no podrán torturarme aquí, ella sabrá que los he burlado, sí, ella... ¿Dónde estará ella ahora? ¿Qué piensa de todo esto? ¿También cree que he fracasado? ¿Y Fedya también lo piensa? Ojalá pudiera saber de ella, aunque sólo fuese una vez. Sería más fácil morir. Pero ella lo entenderá, ella...
—¡Sal de la cama! No conoces las normas, ¿eh? ¡Sal de ahí!
Me pongo de pie de un salto, mudo, horrorizado. La cuchara se desprende de mi mano relajada. Golpea el suelo, su perceptible tintineo resuena como una condena. Mi corazón está tranquilo cuando me enfrento al guardia. Hay algo asquerosamente familiar en este hombre alto, su boca dibuja una sonrisa burlona. ¡Es el oficial de esta mañana!
—¡Vaya con el listillo! Dame la cuchara.
El incidente con el café me pasa fugazmente por la cabeza. Mi ser se llena de asco y odio hacia este guardia. Dudo por un instante. Tengo que esconder la cuchara. No puedo permitirme perderla, no a manos de este bruto.
—¡Aquí, capitán!
Me sacan de la celda. El espigado guardia examina la cuchara hasta el más mínimo detalle. Una sonrisa malévola se adueña de su rostro.
—Vea, capitán. Afilada como una hoja de afeitar. Debes estar bastante desesperado, ¿no?
—Llévelo al director, Fellings.
III
En la rotonda que comunica los bloques de celdas norte y sur encuentro al director frente a un pupitre para escribir de pie. Sus facciones son angulosas y huesudas, tiene los hombros ligeramente caídos, y su rostro es como un enjambre de arrugas minúsculas que se dirían cosidas en un pergamino amarillento. La nariz aguileña se destaca por encima de unos labios delgados y prietos. Me observa con una mirada acerada, fría y poco amistosa.
—¿Quién es?
La voz queda y casi femenina acentúa el rostro y la figura cadavéricos. El contraste es asombroso.
—A7.
—¿De qué se le acusa, oficial?
—Dos faltas, señor McPane. Estar acostado en la cama e intentar suicidarse.
Una sonrisa satisfecha y satánica se adueña lentamente del rostro arrugado del director. Los dedos largos y pesados de su mano derecha se mueven compulsivamente, como si estuvieran tamborileando rígidamente un tablero imaginario.
—Sí, mmm, mmm, sí... A7, dos faltas. Mmm, mmm. ¿Cómo intentó, mmm, suicidarse?
—Con esta cuchara, señor McPane. Está tan afilada como una cuchilla.
—Sí, mmm..., sí. Quiere morir. No tenemos en esta institución, mmm..., ninguna falta como intentar suicidarse. Una cuchara afilada, mmm..., una falta grave. Lo estudiaré después. Por infringir las reglas, mmm..., estar acostado fuera de horas, mmm..., tres días. Llévelo abajo, oficial. Seguro que allí, mmm..., templa los ánimos.
Estoy mareado y exhausto. Me invade una sensación de completa indiferencia. Apenas me doy cuenta de que unos guardias me bajan por corredores oscuros, empinados tramos de escaleras, me medio desnudan y finalmente me meten a empujones en un vacío negro. Me siento desfallecido, la cabeza me da vueltas. Me tambaleo y caigo sobre las losas del calabozo.
*
La luz invade la celda. Me duelen los ojos. Alguien se inclina sobre mí.
—Un poco de fiebre. Mejor llévenlo de vuelta a la celda.
—Mmm..., doctor, está sancionado.
—Es arriesgado, señor McPane.
—Bien, aplacemos el castigo, entonces. Mmm..., llévenlo a la celda, oficiales.
—Levántate.
Mis piernas están paralizadas. No quieren moverse. Me levantan y me cargan escaleras arriba, a través de galerías y corredores, y luego me tiran en la cama.
Me siento muy débil. Quizá me ha llegado la hora. Sería para bien. ¡Pero no tengo ningún arma! Se han llevado la cuchara. No hay nada en la celda que pueda utilizar. Podría golpearme la cabeza contra estos barrotes de hierro. Pero, ¡ay, es una muerte tan horrible! Se me partiría el cráneo, y el cerebro se desparramaría... Pero los barrotes son lisos. ¿Se me rompería el cráneo de un solo golpe? Me temo que sólo obtendría una fisura, y para entonces estaría demasiado débil como para intentarlo de nuevo. Ojalá tuviese un revólver. Es la manera más fácil y rápida. Siempre pensé que preferiría esta muerte, un disparo. El cañón cerca de la sien, imposible fallar. Algunos lo han hecho frente al espejo. Pero yo no tengo espejo. Tampoco tengo un revólver... En la boca también resulta mortal... Aquel