Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
según escribió, tras atravesar su cerebro la bala podía estropear la pared. ¡Hermoso! Así ocurrió realmente. Vi la bala incrustada en la pared, cerca del sofá. E Iván yacía tan tranquilo y lleno de paz que pensé que estaba dormido. Le había visto dormido muchas veces en el estudio de mi hermano, después de nuestras lecciones. ¡Era un tutor magnífico! Me gustó desde el primer momento, cuando madre me lo presentó: «Sasha, Ivan Nikolaievitch será tu profesor de latín durante las vacaciones.» Me dolió la mano todo el día. La había estrechado con tanta fuerza, como una tenaza. Pero estaba contento por no haber gritado. Le admiraba por ello, creía que con un apretón de manos como ése por fuerza se tenía que ser muy fuerte y viril. Madre se rió cuando se lo conté. También le dolía la mano, dijo. Hermana se puso un poco colorada. «Muy enérgico», comentó. Y Maxim estaba tan contento porque su compinche y colega hubiese causado una impresión favorable. «¿Qué te dije?», exclamó, jubiloso. «Iván Nikolaievitch molodetz.15 Piénsalo, sólo tiene veinte años. Se licencia el año que viene. El alumno más joven desde la creación de la universidad. Molodetz.» Maxim tenía los ojos tan rojos cuando regresó a casa con la bala. Dijo que la conservaría durante toda su vida: la había extraído con sus propias manos de la pared de la habitación de Ivan Nikolaievitch. Durante el almuerzo abrió la cajita, desenvolvió el algodón, y me mostró la bala. Hermana se puso histérica y madre le llamó bestia. «Por una mujer, una mujer que no lo merecía», gimió hermana. Pensé que era estúpido quitarse la vida por una mujer. Me sentía un poco defraudado. Ivan Nikolaievitch tendría que haber sido más valiente. Todos decían que era muy guapa, la beldad indiscutida de Kovno. Era alta y majestuosa, pero me parecía que caminaba un poco envarada. Parecía afectada y artificiosa. Madre me dijo que era demasiado joven para hablar de estas cosas. Qué sorpresa se hubiese llevado de haber sabido que estaba enamorado de Nadya, la amiga de mi hermana. Y también había besado a la criada. Querida Rosita... recuerdo que me amenazó con decírselo a madre. Estaba tan asustado, que no quise cenar con ellos. Mamá envió a la criada a llamarme, pero decliné ir hasta que Rosa me prometió que no se lo diría a nadie... La dulce muchacha, con aquellas mejillas rojas como una manzana. ¡Qué agradable era! Pero la diablilla no supo guardar el secreto. Habló con Tatanya, la cocinera de nuestro vecino, el profesor de latín del Gymnasium. A la mañana siguiente me tomó el pelo a propósito de la muchacha del servicio. Ante toda la clase, además. Deseé que la tierra se abriese y me engullera. Estaba tan avergonzado.
Qué lejos queda todo. A siglos de distancia. Me pregunto qué habrá sido de ella. ¿Dónde estará Rosa ahora? Pero si tiene que estar aquí, en América. Casi me había olvidado, me topé con ella en Nueva York. Fue toda una sorpresa. Estaba en la entrada de la pensión donde me alojaba. Sólo llevaba unos meses en el país. Pasó una joven señorita. Me miró, dio media vuelta y empezó a subir los peldaños. «¿No me conoce, señor Berkman? ¿De verdad que no me reconoce?» Debe ser un error, pensé. Nunca antes había visto a aquella joven elegante y preciosa. Me invitó a pasar al vestíbulo. «No se lo digas a nadie de por aquí. Soy Rosa. ¿No te acuerdas? Pero si era la criada de tu madre.» Se sonrojó muchísimo. Aquellas mejillas rojas... ¡vaya si era Rosa! Recordé el beso robado. «¿Me atrevería ahora?», me pregunté, al reparar de repente en mi ropa raída. Parecía que la fortuna le había sonreído. ¡Cómo habían cambiado nuestras posiciones! Parecía toda una barishnya,16 como mi hermana. «¿Está tu madre aquí?», preguntó. «¿Madre?, madre murió justo antes de que me viniera.» La miré con aprensión. Se acordaba de aquella escena terrible cuando madre la pegó. «No lo sabía», tenía la voz ronca, las lágrimas brillaron en sus ojos. Querida muchacha, su corazón siempre se mostraba generoso. Debería haberle pedido disculpas por los insultos de Madre. Nos miramos avergonzados. Entonces me tendió una mano enguantada. Muy grande, pensé. Roja también, es más que probable. «Adiós, Gospodin17 Berkman», dijo. «Pronto nos veremos. Por favor no le diga a este gente quién soy.» Experimentaba un sentimiento de culpa y pena. Gospodin Berkman, de algún modo recordaba el servil barinya18 con el que los empleados domésticos solían dirigirse a mi madre. Pese a todas sus galas, Rosa no lo había superado. Demasiado incorporado, pobrecita. No ha conseguido emanciparse. Nunca la vi en nuestros mítines; no cabe duda de que es conservadora. Era tan ignorante, ni siquiera sabía leer. Tal vez haya aprendido en este país. Podrá leer sobre mí y saber cómo he muerto... ¡Ay! No tengo la cuchara. ¿Qué debo hacer? No puedo seguir viviendo. No podría soportar esta tortura. Quizá si me hubieran caído siete años, habría intentado cumplir la condena. Pero de todos modos no podría. Quizá podría vivir aquí un año o dos. Pero veintidós, ¡veintidós años! ¿Con qué fin? Nadie puede sobrevivir aquí tanto tiempo. Es terrible, ¡veintidós años! Maldita sea su justicia, no hacen más que hablar de la ley. Pero legalmente no tenían que haberme caído más de siete años. ¡Legalmente! Como si a ellos les preocupase la «legalidad». Querían darme un castigo ejemplar. Desde luego que lo sabía de antemano; pero si fueran siete años... tal vez podría haberlo aguantado, lo intentaría. Pero veintidós, es una vida entera. Diecisiete años no lo mejoraría. A aquel hombre, Jamestown, le cayeron diecisiete. Estaba en la celda de al lado. No parecía un salteador de caminos, era tan bajito y enclenque. Debe estar aquí ahora. Tiene que ser estúpido si piensa aguantar aquí diecisiete años. En este infierno, menudo imbécil. Debería haberse suicidado hace tiempo. Lo vinieron a buscar antes de mi juicio, de esto hará ya tres semanas. Tiempo suficiente, ¿por qué no ha hecho nada? De todos modos, pronto morirá aquí. Mejor será que se suicide. Un hombre fuerte tal vez aguante cinco años, aunque lo dudo. Acaso un hombre muy fuerte sí pueda. Yo no podría, no, sé que no podría, como mucho resistiría dos o tres años. Lo hemos hablado muchas veces, Fedya, la Muchacha y yo. Entonces me hacía una idea muy peculiar de la cárcel: me imaginaba sentado en el suelo, en un agujero negro horripilante, encadenado de pies y manos a la pared; y los gusanos se arrastrarían por mi piel, y lentamente me devorarían la cara y los ojos, y yo, tan indefenso, encadenado a la pared... La Muchacha y Fedya tenían ideas parecidas. Ella decía que podría soportar la vida de la prisión unas pocas semanas. Yo un año, pensaba, pero no estaba seguro. Me imaginaba intentando apartar los gusanos de mis pies. A los bichos les llevaría ese tiempo comerse toda mi carne, hasta llegar al corazón, eso sería mortal... Y los bichos de aquí, esos chinches marrones y gordos, seguro que son como aquellos gusanos, tan despiadados y voraces. Quizá también haya gusanos aquí. Seguro que los hay en los calabozos; tengo una herida en el pie. No recuerdo cómo me la he hecho. Estaba inconsciente en ese agujero oscuro... era justo como mi antigua idea de la prisión. No creo que pudiese vivir allí ni una semana: era pavoroso. Aquí se está un poco mejor, pero nunca hay luz en la celda, siempre está entre tinieblas. Y es tan pequeña y angosta, sin ventanas, húmeda, y el olor tan nauseabundo a todas horas. Las paredes están mojadas y limosas, además están manchadas de sangre. ¡Malditos chinches! Son asquerosos. No estoy mucho mejor que en el agujero negro, encadenado de pies y manos a la pared. Sólo una pizca mejor, no tengo las manos encadenadas. Quizá pudiera vivir aquí unos años, no más de tres, o incluso tal vez cinco. Pero la brutalidad de los oficiales. No, no lo podré soportar. ¡Quiero morir! De todos modos, moriré pronto aquí: me matarán. Pero no daré esa satisfacción al enemigo, no les permitiré que digan que me están torturando en la prisión o que me dieron muerte. No, prefiero matarme. Sí, matarme. Tendré que matarme... con la cabeza contra los barrotes, no, ahora no. De noche, cuando reine la oscuridad... a esa hora no podrán salvarme. Será una muerte terrible, pero tengo que hacerlo... Si por lo menos tuviera noticias de «ellos», de Nueva York, de la Muchacha y de Fedya, sería más fácil morir entonces... ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Están haciendo propaganda con el acto? Deben estar esperando noticias de mi suicidio. Saben que no puedo vivir aquí por mucho tiempo. Acaso se pregunten por qué no me suicidé inmediatamente después del juicio. Pero no pude. Pensé que me llevarían del tribunal a mi celda en la cárcel. Eso es lo que suelen hacer con los presos condenados. Lo había preparado todo para colgarme aquella misma noche, pero debieron sospechar algo. Me trajeron aquí directamente desde la sala de vistas. Tal vez ahora estuviese muerto...
«¡Cena! ¿Café? Levanta la taza», grita el machaca al otro lado de la puerta. De repente, susurra: «Agárralo, ¡rápido!». Me lanza un objeto largo y oscuro entre los barrotes de la celda, que cae a los pies de la cama. El tipo se ha ido. Recojo el paquete, que está bien envuelto en papel de estraza. ¿Qué puede ser? La envoltura exterior