Falsa proposición - Acercamiento peligroso. Heidi Rice

Falsa proposición - Acercamiento peligroso - Heidi Rice


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bolsillos del pantalón. Su expresión corporal denotaba enfado, pero a Louisa le daba igual porque, al hacerlo, había levantado la chaqueta, dejando claro que no estaba equivocada: tenía un trasero de escándalo. Si se diera la vuelta…

      Louisa se llevó el bolígrafo a los labios, esperando. Aquello era mucho mejor que los implantes de silicona.

      El ruido de la oficina y las conversaciones empezaron a disminuir a medida que las mujeres se fijaban en el recién llegado. Louisa casi pudo escuchar un suspiro colectivo.

      –A lo mejor es el nuevo ayudante de redacción –dijo Tracy, esperanzada.

      –Lo dudo. Lleva un traje de Armani y Piers prácticamente está haciendo genuflexiones. Y eso significa que, o Adonis es del consejo de administración, o es un jugador del Arsenal.

      Aunque con ese cuerpo tan atlético no le sorprendería que fuese deportista, Louisa estaba segura de que un futbolista no tendría ese aire tan sofisticado.

      Casi tenía que contener el aliento. Había pasado tanto tiempo desde que sintió el deseo de flirtear con un hombre que casi no reconocía la sensación. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se emocionó al ver a un hombre guapo? En su mente se formó una imagen que descartó de inmediato.

      «No vayas por ahí».

      Pero ella sabía que había sido tres meses antes. Doce semanas, cuatro días y… dieciséis horas para ser exactos.

      Luke Devereaux, el guapísimo, encantador lord Berwick, que en realidad era una cobra venenosa, ya no le afectaba en absoluto.

      Piers se volvió para señalarla a ella. Qué raro, pensó. Adonis se volvió también y cuando un par de penetrantes ojos grises se clavaron en su rostro, Louisa se quedó sin respiración.

      El corazón le latía como una apisonadora, la sangre se le subió a la cara y el vello de la nuca se le erizó. Y entonces, el recuerdo que había intentado suprimir los últimos tres meses la golpeó como una bofetada: unos dedos acariciándola, unos labios insistentes sobre el pulso que le latía en el cuello, ola tras ola de un orgasmo eterno sacudiéndola hasta lo más profundo…

      Louisa experimentó una mezcla de nervios, furia y náuseas.

      ¿Qué estaba haciendo allí?

      No era Adonis. El hombre que se acercaba a ella era el demonio reencarnado.

      –Viene hacia aquí –anunció Tracy–. Ay, Dios mío, ¿no es el aristócrata ese… como se llame? Ya sabes, el que salió en la lista de los británicos más deseados. Tal vez haya venido a darte las gracias.

      Para nada, pensó Louisa amargamente. Ya se había vengado de eso tres meses antes.

      Nerviosa, irguió los hombros y cruzó las piernas, el tacón de su bota golpeó la silla como la ráfaga de una ametralladora.

      Si había ido para volver a intentar algo con ella lo tenía claro.

      Se había aprovechado de su confiada naturaleza, de su innato deseo de flirtear y de la incendiaria atracción que había entre ellos, pero no volvería a pillarla desprevenida.

      * * *

      Luke Devereaux recorrió en un par de zancadas el espacio que lo separaba de ella. Apenas se fijó en el editor que le pisaba los talones o en el mar de ojos femeninos clavados en él. Toda su atención, toda su irritación, concentrada en una mujer en particular. Que estuviese tan guapa como la recordaba, el brillante pelo rubio enmarcando un rostro angelical, el fabuloso escote acentuado por un vestido ajustado de estampado llamativo y unas piernas interminables, lo obligó a hacer un esfuerzo para mantener la calma.

      Las apariencias podían ser engañosas.

      Aquella mujer no era ningún ángel y lo que planeaba hacerle era lo peor que una mujer podía hacerle a un hombre.

      Debía reconocer que las cosas se les habían ido de las manos tres meses antes y la culpa, en parte, había sido suya. El plan había sido darle una lección sobre la obligación de respetar la privacidad de la gente, no aprovecharse de ella como había hecho.

      Pero ella también tenía parte de culpa. Nunca había conocido a nadie tan impulsivo en toda su vida. Y él no era un santo. Cuando una mujer tenía ese aspecto, sabía como ella y olía como ella, ¿qué podía hacer un hombre?

      No podía imaginar a ninguno pensando con claridad en esas circunstancias. ¿Cómo iba a saber que no tenía tanta experiencia como había pensado?

      Una cosa era segura: estaba harto de sentirse culpable.

      Después de hablar con un amigo mutuo, Jack Devlin, el día anterior, el sentimiento de culpa y los remordimientos habían dado paso a una tremenda furia.

      Ya no se trataba solo de los dos; una vida inocente estaba involucrada y él haría lo tuviese que hacer para protegerla. Y cuanto antes se diese cuenta ella, mejor.

      Louisa di Marco estaba a punto de descubrir que nadie podía reírse de Luke Devereaux.

      ¿Qué le había dicho el difunto lord Berwick en su primer y único encuentro años antes?

      «Lo que no te mata te hace más fuerte».

      Él había aprendido esa lección cuando tenía siete años. Asustado y solo, en un mundo que no conocía ni entendía, había tenido que volverse duro. Y era hora de que la señorita Di Marco aprendiese la misma lección.

      Cuando llegó frente al escritorio de Louisa vio un brillo de furia en sus preciosos ojos castaños, las mejillas ardiendo de rabia y la elegante barbilla levantada en gesto de desafío. Y, de repente, se imaginó a sí mismo enredando los dedos en ese pelo y besándola hasta que la tuviese rendida…

      Para contener el deseo de hacerlo tuvo que meter las manos en los bolsillos del pantalón, mirándola con la expresión que solía usar para asustar a sus rivales en los negocios.

      Louisa, sin embargo, ni parpadeó siquiera.

      Mirándola, experimentaba la misma descarga de adrenalina que solía asociar con algún reto profesional, pero enseñarle a aquella mujer a hacer frente a sus responsabilidades sería más placentero que problemático. Y ya estaba anticipando la primera lección: obligarla a contarle lo que debería haberle contado meses antes.

      –Señorita Di Marco, quiero hablar con usted.

      Louisa pasó por alto el suspiro de Tracy para mirar a aquel demonio a los ojos.

      –Perdone, ¿con quién estoy hablando? –le preguntó, como si no lo supiera.

      –Es Luke Devereaux, el nuevo lord Berwick –anunció Piers, como si estuviera presentando al rey del universo–. ¿No te acuerdas? Apareció en el artículo de los solteros más cotizados del país. Es el nuevo propietario de…

      Luke Devereaux lo interrumpió con un gesto.

      –Con Devereaux es suficiente. No uso el título –anunció, sin dejar de mirar a Louisa. Su voz era tan ronca y grave como ella la recordaba.

      Pensar que una vez esa mirada de acero le había parecido sexy…

      Esa noche, alguien debía haberle echado Viagra en la copa. Su voz no era atractiva sino helada; y los ojos azul grisáceo eran fríos, no enigmáticos.

      Y todo eso explicaba por qué tenía que contener un escalofrío a mediados del mes de agosto.

      –Seguro que su vida es fascinante, pero me temo que estoy muy ocupada ahora mismo. Y solo publicamos el artículo de los solteros más deseados una vez al año. Vuelva el año que viene y lo entrevistaré para ver si pasa el corte.

      Louisa se felicitó a sí misma por el insulto, totalmente deliberado.

      Ella sabía que Luke detestaba haber aparecido en esa lista, pero no obtuvo la satisfacción que había esperado porque, en lugar de parecer molesto, siguió mirándola sin decir nada. No reconoció el golpe ni con un parpadeo.


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