Falsa proposición - Acercamiento peligroso. Heidi Rice
–le dijo, en voz tan baja que tuvo que aguzar el oído–. Pero yo no soy quien trabaja aquí.
Louisa no sabía de qué quería hablar o por qué estaba allí, pero sospechaba que la discusión era de índole personal. Y aunque no quería verlo ni en pintura, tampoco quería que la humillase públicamente.
–Muy bien, señor Devereaux –murmuró, apagando el ordenador–, tengo diez minutos para entrevistarlo. Podría hablar con la jefa de redacción, tal vez ella esté dispuesta a incluirlo en el número del mes que viene. Evidentemente, está deseando que su rostro aparezca en la revista.
Él se apartó de la mesa, apretando los dientes. Ah, en aquella ocasión había dado en la diana.
–Muy amable por su parte, señorita Di Marco. Créame, no va a perder su tiempo.
Louisa se volvió hacia Tracy, que parecía estar imitando a un pez.
–Terminaré el artículo más tarde. Dile a Pam que lo tendré a las cinco.
–No volverá aquí por la tarde –anunció Devereaux entonces.
Louisa iba a corregirlo cuando Piers la interrumpió:
–El señor Devereaux ha pedido que te demos el resto del día libre y yo lo he aprobado.
–Pero tengo que terminar el artículo –protestó ella, atónita.
Piers, que solía ser un nazi con las fechas de entrega, se encogió de hombros.
–Pam va a incluir un par de páginas más de publicidad, así que tu artículo puede esperar hasta el mes que viene. Si el señor Devereaux te necesita hoy, tendremos que acomodarnos.
¿Qué? ¿Desde cuándo la editora de la revista Blush aceptaba órdenes de un matón, por muy aristócrata que fuese?
Devereaux, que había estado escuchando la conversación con aparente indiferencia, tomó su bolso del escritorio.
–¿Es suyo? –le preguntó, impaciente.
–Sí –respondió Louisa, desorientada.
¿Qué estaba pasando allí?
–Vamos –dijo él, tomándola del brazo.
Aquello no podía estar pasando. Louisa quería decirle que dejase de actuar como Atila, pero todo el mundo estaba mirando y preferiría morir antes que hacer una escena delante de sus colegas. De modo que se vio obligada a salir con él y bajar la escalera como una niña obediente, pero cuando llegaron a la calle se soltó de un tirón, a punto de estallar.
–¿Cómo te atreves? ¿Quién crees que eres?
Devereaux abrió la puerta de un deportivo oscuro aparcado frente a la oficina y tiró su bolso sobre el asiento.
–Sube al coche.
–De eso nada.
¡Qué descaro! La trataba como si fuera una de sus empleadas. Pues de eso nada. Piers podía obedecer sus órdenes, pero ella no pensaba hacerlo.
Cuando cruzó los brazos sobre el pecho, decidida a no dar un paso, él enarcó una ceja.
–Sube al coche –repitió, con voz helada–. Si no lo haces, te meteré a la fuerza.
–No te atreverías.
Apenas había terminado la frase cuando Luke la tomó en brazos y la tiró sobre el asiento como si fuera un saco de patatas.
Louisa se quedó tan sorprendida que tardó un segundo en reaccionar; segundo que él aprovechó para subir al coche y arrancar a toda velocidad.
–Ponte el cinturón de seguridad.
–Déjame salir. ¡Esto es un secuestro! –exclamó ella, furiosa.
Sujetando el volante con una mano, Luke abrió la guantera para sacar unas gafas de sol.
–No te pongas tan melodramática.
–Melo… ¡pero bueno! –exclamó Louisa. Solo su padre la había tratado de ese modo, pero le había parado los pies cuando era adolescente–. ¿Cómo te atreves?
Luke detuvo el coche en un semáforo y se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios.
–Creo haber dejado claro que sí me atrevo. Podemos seguir peleándonos, aunque no vas a conseguir nada –afirmó, con total seguridad–, o puedes hacer lo que te digo y salvar tu preciosa dignidad.
Antes de que se le ocurriera una réplica adecuada, él volvió a arrancar.
Demonios, había perdido la oportunidad de saltar del coche.
–Ponte el cinturón de seguridad –repitió Luke.
A regañadientes, Louisa se lo puso. No estaba tan loca como para tirarse del coche en marcha, pero tendría que parar tarde o temprano, y entonces le diría lo que pensaba. Hasta ese momento, lo mejor sería no decir una palabra.
Ese plan funcionó durante cinco minutos, porque cuando cruzaron Euston Road la curiosidad pudo más que ella.
–¿Se puede saber dónde vamos? Si yo, pobrecita de mí, puedo preguntar.
Luke esbozó una sonrisa burlona.
–¿Pobrecita? ¿Tú?
Louisa no dignificó la pregunta con una respuesta.
–Tengo derecho a saber dónde me llevas.
Él giró en una calle estrecha y aparcó frente a un edificio de seis plantas. Quitó la llave del contacto y, apoyando el brazo en el volante, se volvió para mirarla. Sus hombros parecían anchísimos bajo la chaqueta de lino, e intimidada a pesar de todo, Louisa tuvo que hacer un esfuerzo para no encogerse.
–Ya hemos llegado. La cita es en… –Luke miró su reloj– diez minutos –anunció, como si eso lo explicase todo.
Ella miró por la ventanilla.
–¿Qué hacemos en la calle Harley?
En el portal del edificio frente al que había parado había una placa con el nombre de una clínica. ¿Por qué la había llevado allí?
Luke se quitó las gafas de sol y las tiró sobre el asiento trasero.
–Respóndeme a una pregunta –le dijo, con voz tensa–: ¿Pensabas contármelo?
–¿Contarte qué?
¿Por qué la miraba como si la hubiese pillado intentando robar las joyas de la corona?
Luke Devereaux clavó en ella sus ojos grises, más fríos que nunca.
–Lo de mi hijo.
Capítulo Dos
–¿Tu qué? ¿Qué hijo? –exclamó Louisa–. ¿Te has vuelto loco?
Intentó abrir la puerta, decidida a salir del coche, pero él la sujetó por la muñeca.
–No te hagas la inocente, sé lo del embarazo. Sé lo de tus cambios de humor, el supuesto virus estomacal que tuviste hace poco y que no has tenido la regla en varios meses –Luke miró sus pechos–. Y hay otras señales que puedo ver por mí mismo.
Louisa tiró de su mano.
–¿Qué has estado haciendo, espiándome?
–Me lo ha dicho Jack.
–¿Jack Devlin te ha dicho que estoy embarazada? –gritó Louisa. Le daba igual que la oyese toda la calle.
Que mencionase al marido de su mejor amiga, Mel, era la gota que colmaba el vaso. Había olvidado que Jack y Luke eran colegas de squash. Así era como se habían conocido, en una cena en casa de Mel. Y Jack le había dicho que estaba embarazada… la próxima vez que le viera tendría que matarlo.
–No