Falsa proposición - Acercamiento peligroso. Heidi Rice

Falsa proposición - Acercamiento peligroso - Heidi Rice


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      –¿Una regla normal o más ligera?

      –Más ligera.

      –¿Cuántos días después del coito?

      –Una semana o así.

      –Entonces no era una regla, señorita Di Marco. Estaba manchando, es algo habitual mientras el feto se implanta en el útero.

      –Pero yo pensé que solo podías quedar embarazada durante el período de ovulación.

      Otra de las razones por las que había estado convencida de que no habría ningún problema.

      –El embarazo puede ocurrir en cualquier momento, especialmente cuando se trata de parejas jóvenes o excepcionalmente fértiles.

      –¿Ese manchado podría afectar al bebé? –preguntó Devereaux.

      Louisa miraba a la doctora, decidida a ignorarlo. La situación era surrealista, como si hubiera salido de su cuerpo y estuviera viéndolo todo desde fuera. ¿Cómo podía estar embarazada de aquel hombre? Ella, que no había querido pensar en la posibilidad de tener hijos por el momento. Solo tenía veintiséis años y había trabajado mucho para llegar donde estaba. Se había matado a estudiar en la universidad, había hecho de todo para pagar sus estudios, incluso turnos de noche y dobles turnos en London Nights para hacerse un hueco en el mundo del periodismo local, hasta que por fin se había establecido como redactora en Blush.

      Estaba orgullosa de lo que había conseguido. Blush era una buena revista que no solo publicaba artículos superficiales sino también sobre todo lo que significaba la experiencia femenina.

      Y, de repente, todo eso estaba en peligro porque había cometido un error. Se había acostado con un hombre al que no le importaba un bledo y quien, además, parecía tener el esperma de un semental.

      –No se preocupe por el manchado, lord Berwick –dijo la doctora, con tono indulgente–. Estoy segura de que el feto está bien. Como he dicho, la prueba demuestra que está firmemente establecido en el útero, pero una ecografía haría que se sintieran más tranquilos –luego sonrió a Louisa, que aún estaba intentando procesar toda aquella información–. ¿Por qué no viene conmigo a la sala de ecografías, señorita Di Marco?

      Louisa miró de soslayo a Devereaux, que estaba observándola con gesto serio.

      No solo el esperma de un semental sino la cabezonería de un mulo.

      Suspirando, Louisa soltó los brazos de la silla.

      –Muy bien.

      Entró en la sala con las piernas temblorosas. Tal vez aún había alguna posibilidad de que todo fuese un error y, cuando la doctora hiciese la ecografía, vería que no había bebé alguno.

      –Ahí está la cabeza y la espina dorsal –empezó a decir la doctora Lester, señalando la pantalla.

      –Es increíble –murmuró Devereaux–. Se ve tan claro.

      –Tenemos el mejor equipo de ultrasonido, estamos muy orgullosos.

      Louisa estaba transfigurada. El frío gel sobre su abdomen, la presión de la sonda, incluso los rápidos latidos del corazón del bebé, todo eso desapareció mientras miraba la cabecita, los brazos… el cuerpo ya formado de un ser diminuto.

      De repente, se le hizo un nudo en la garganta.

      La doctora pulsó unos botones y, como por arte de magia, el rostro del bebé apareció en la pantalla. Tenía los ojos cerrados, un puñito le cubría la nariz y la boca…

      –¿Qué está haciendo? –Louisa escuchó su propia voz como si llegase de muy lejos.

      –Creo que se está chupando el dedo –respondió la doctora.

      Los ojos se le llenaron de lágrimas e intentó parpadear para contenerlas. Desde que supo que estaba embarazada solo había pensado en sí misma, en cómo iba a afectarle la situación, cuando había algo más importante en juego: su hijo.

      El bebé no le había parecido real hasta ese momento, pero lo era. Fueran cuales fueran sus problemas con Devereaux, por mucho que aquel embarazo fuese a cambiar su vida, jamás lamentaría el milagro que crecía dentro de ella.

      Pero iba a traer al mundo a un bebé sin ninguna de las cosas que había dado por sentado: una familia, un hogar estable…

      Louisa dejó escapar un suspiro. Si pudiese hablar con su madre un momento, solo una vez más. El eco de un dolor que no olvidaría nunca hizo que las lágrimas le rodasen por el rostro, pero cuando levantó la mano para apartarlas, otra mano, más grande, le sujetó la muñeca.

      Devereaux, mirándola con una expresión indescifrable, se sacó un pañuelo del bolsillo y, después de secar sus lágrimas, se lo puso en la mano.

      –¿Estás bien?

      No, pensó ella, pero se sonó la nariz, enterrando la cara en el pañuelo al mismo tiempo. Lo último que necesitaba era que se mostrase amable.

      –Sí, claro –respondió en cuanto pudo hablar, intentando parecer serena cuando tenía el corazón encogido.

      Él se quedó mirándola un momento con esos ojos de acero y luego se volvió hacia la doctora.

      –¿Está todo bien?

      –Muy bien. Yo diría que el feto es un poco largo para la fecha que me han dado. ¿Puedo preguntarle cuánto mide, lord Berwick?

      –Llámeme Luke –dijo él–. Mido un metro noventa.

      –Ah, bueno, eso lo explica –la doctora tomó un pañuelo de papel para limpiarle el gel del abdomen–. Mientras la señorita Di Marco esté segura de que no puede haber concebido una semana antes…

      Tendría que ser tres años antes, pensó Louisa.

      –No, fue entonces –dijo Devereaux, antes de que ella pudiese responder–. Fue concebido el día vienticinco de mayo.

      Louisa apretó los labios, airada. Le gustaría decirle dónde podía meterse sus conclusiones, pero no podía hacerlo porque, desgraciadamente, tenía razón. El precioso ser humano que habían visto en la pantalla era su hijo.

      Mientras la doctora empezaba a hablar de fechas, escalas de crecimiento y vitaminas prenatales, Louisa vio que las atractivas facciones de Devereaux se iluminaban cada vez que miraba a su hijo en la pantalla.

      Louisa suspiró. El bebé que crecía dentro de ella significaba que, hiciera lo que hiciera, siempre tendría una conexión con aquel hombre dominante, implacable, que tanto daño le había hecho. Un hombre que la había engañado, haciéndole creer que era el hombre de sus sueños, para luego reírse de ella.

      ¿Qué clase de padre iba a darle a su hijo?

      De nuevo, se le hizo un nudo en la garganta. No podía pensar en eso en aquel momento. Era demasiado pronto para preocuparse por ello, de modo que hizo un esfuerzo para tranquilizarse.

      Qué ironía, pensó, que el momento más increíble y asombroso de su vida hubiera resultado ser el más devastador. Entendía lo que David debió sentir mientras apuntaba a Goliat con su pequeña honda.

      Capítulo Tres

      Luke giró en Regent’s Park y miró a la mujer que iba sentada a su lado, en silencio, mirando por la ventanilla. Solo un pómulo era visible bajo la cortina de pelo dorado, como un halo alrededor de su cabeza. Apenas había dicho dos palabras desde que salieron de la clínica.

      Y empezaba a preocuparlo.

      Por su corta relación con Louisa di Marco, sabía que no era una persona silenciosa. En su única cita se había sentido cautivado por su personalidad, su sentido del humor y su incesante charla.

      Por supuesto, también había visto otra faceta de su personalidad… su lengua afilada cuando le dijo quién


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