Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe
y poder en América Latina (cfr. Krauze, 2011). En él analizó desde Martí a Chávez, deteniéndose, como es lógico, en personas como Vasconcelos, Rodó y Mariátegui, entre otros. Trató Krauze en su obra del mesianismo político en América Latina tomando como referencia los fenómenos de la revolución nacionalista y la revolución marxista-leninista. Así, como en visión caleidoscópica, su mirada abarcó en ese libro desde la guerra hispano-estadounidense de 1898, José Martí, el Ariel de Rodó y el arielismo, el extendido sentimiento antiestadounidense, la repercusión en América Latina de la guerra civil española, la Revolución cubana y el golpismo seudorrevolucionario de Chávez en Venezuela. Se esforzó Krauze en poner de relieve los enredos en el imaginario colectivo latinoamericano causados por el mito revolucionario. Algunos han señalado que la base fundamental de todo lo apuntado por Krauze está en el “trasfondo religioso de la cultura católica” que causó (y causa, a su entender) el fracaso de los Estados liberales en nuestras latitudes. Tal señalamiento opaca, a mi entender, lo fundamental del aporte de Krauze. Este tiene una amplia obra intelectual con aspectos valiosos, en la cual se destaca, sobre todo, su condena abierta a toda negación de las libertades y derechos fundamentales en las dictaduras, sean estas de derecha o de izquierda. Ese enfoque desvía la atención a lo medular de las páginas de Redentores. No puede menos que indicarse, en el mismo, un no confesado o inconsciente uso del criterio marxista sobre la primera alienación, la alienación religiosa. Algunos liberales coinciden con Marx en un punto que no es secundario para el análisis y la valoración de las culturas, tanto en lo que atañe a la religión como en lo que atañe a la política. Marx, coincidiendo con Feuerbach en que el hombre es para el hombre el ser supremo, señaló con fuerza que la creencia en un ser supremo no es otra cosa que la suprema y primera alienación. Por eso Marx sostuvo que la religión (cualquier religión) era el opio del pueblo y que la crítica de la religión era condición de toda crítica. El mundo ilustrado, sin compartir la Weltanschauung marxista, partiendo, sin embargo, de un antropocentrismo semejante, consideró también la necesidad de vaciar de creencias (sobre todo, de cualquier savia católica) las culturas, pensando que el equilibrio de la racionalidad generaría la suprema dignidad de la humanidad, el parto de las libertades y la histórica concreción de la justicia. Y ello ha sido desvirtuado (y lo sigue siendo) por la evidente realidad de las cosas.
Me parece que la causa determinante del fracaso bicentenario en América Latina del Estado liberal debe buscarse en el caudillismo (militarista y civilista) que se ha abatido como una plaga política nefasta sobre el proceso trágico de nuestros pueblos. Y si tuviéramos que pensar en la causa radical de ese caudillismo, tendríamos que decir que resultó (y resulta) una malhadada adaptación criolla del absolutismo borbónico frente al cual se realizó la Independencia, y también de la pervivencia, en medio del singular despotismo ilustrado sedicentemente liberal en buena parte de nuestras naciones, de una concepción del Estado y del derecho que resultó un híbrido. Me refiero a la mezcla de supuestos hegelianos con elementos del formalismo kantiano. Si para Hegel el Estado era la conceptualización suprema de la idea (el espíritu, el Geist), y este no estaba hecho sino en un permanente in fieri (haciéndose), el desarrollo dialéctico del Geist era el resultado de la violenta lucha de contrarios. El poder político del Estado resulta para Hegel el sucedáneo temporalista del Redentor. Tal secularización de categorías teológicas (herencia de su permanencia en el Stift de Tübingen) hacen del hegelianismo jurídico y político una concepción que ve en quienes ejercen el poder nada menos y nada más que sustitutos de Dios.
El vacío histórico político de un panteísta como Hegel intentó ser llenado (o completado) en el mundo liberal-burgués por el formalismo jurídico-estatal de inspiración kantiana. Así, más que en el puro Kant será la Escuela (neokantiana) de Marburgo la que nutrirá el formalismo político de la Reine Rechtslehre, de la teoría pura del derecho, que, con Hans Kelsen (1881-1973), se impuso como un dogma indiscutible en las facultades de Derecho a lo largo de casi todo el siglo XX, no solo en la Europa continental, sino también en nuestra América Latina.
Lo que el mundo liberal individualista no percibió (ni percibe) es que sin Dios el uso de la libertad resulta muchas veces la distorsión de la libertad misma, y convierte a quien teóricamente la proclama y ejerce en agresor de la libertad ajena. Entre los fundamentalistas seudoliberales y Tocqueville, me quedaría con este último, quien, siendo un liberal sui generis ponderaba en grado sumo el valor cívico, para el desarrollo de una auténtica cultura de la libertad, la presencia social y el respeto político de la creencia religiosa, no solo en la América del Norte recién independizada, que analizó con ojos sociológicos, sino para cualquier latitud del mundo.
El “trasfondo religioso de la cultura católica” que aún cierto fundamentalismo secularista coloca como factor de nuestros fracasos resulta un sendero equivocado para la búsqueda de las causas de nuestras tragedias. Buena parte del enfoque liberal de nuestros problemas históricos parte de una crítica a las estructuras político-económicas, pero sin cuestionar el fundamento antropológico-filosófico. El liberalismo no jacobino produjo simplemente una indiferencia frente a la realidad de la creencia religiosa en las personas y los pueblos. El liberalismo jacobino radicalizó fanáticamente su lucha contra la religión. La búsqueda racionalista del desarraigo de la fe religiosa tuvo, así, manifestaciones de auténtica irracionalidad fanática. Muchos de los que decían luchar contra el fanatismo de los creyentes dieron vida ellos mismos, desde posiciones de poder, a intolerancias fanáticas. Por esos caminos revivieron esos liberales (no marxistas), por los vericuetos de su propio inmanentismo, el postulado marxista ya citado de que la crítica a la religión es la condición de toda crítica.
Sin embargo, vista críticamente la historia independiente de América Latina, lo que hay que postular (y en cierta manera algunos de los analizados por Krauze, como Vaconcelos y Rodó, lo hacen, desde una perspectiva histórico-cultural con indudable proyección política, en un contexto de crisis muy grande) es que la crítica del poder es condición de toda crítica. Porque lo que estos criticaron, en el fondo, fue el intento de imponer, mediante el uso abusivo del poder político y socioeconómico, un molde cultural no solo ajeno a nuestra historia, sino, en muchos aspectos, negador de la verdad de ella, con el propósito nada ingenuo de obtener un vasallaje mental y espiritual. Dijeron que querían ciudadanos y buscaron súbditos. Cuando un liberalismo auténtico hubiera rechazado tanto el fin como los medios que los liberales (que no eran tales) jacobinos (que esto sí eran) se propusieron en muchas entidades políticas de nuestras latitudes.
Muchos liberales de América Latina fueron, en realidad, poco liberales, cuando no abiertos sostenedores de autocracias, con toda la prepotencia de un poder que desearon y buscaron fuera absoluto: social, económico, político y militar. La crítica a ese poder (y a sus remanentes) era (y es) condición de toda crítica.
En los medios de la intelligentsia liberal existió (y existe) una resistencia profunda a reconocer que el intento de vaciamiento cultural, o si se prefiere el trasplante de Weltanschauung que buscó el mal llamado liberalismo latinoamericano del siglo XIX y comienzos del siglo XX, constituyó no solo el mayor obstáculo, sino la causa determinante de nuestra inautenticidad histórica y de nuestra incapacidad económica y política, con su secuela de fariseísmo sociojurídico, que colocó en la apariencia de las formas del Estado y del derecho la justificación de su fuga de la realidad, de su alergia a la verdad de lo que somos, guste o no.
Su empeño, sin embargo (sería necio negarlo), produjo resultados. Así muchos de nuestros liberales, con distintos matices, lograron vaciar, mediante la imposición forzosa y agresiva de una laicidad no positiva (entendida como anticatolicismo), de un sentido humanista cristiano la formación de nuestras élites; y el egoísmo utilitario se convirtió, entonces, en motor rector de ellas, con un no oculto desprecio a lo específico de la criollidad mestiza. De ello hay bastantes ejemplos en la historia de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX latinoamericano. Y sus secuelas aún se hacen sentir en muchas naciones de nuestra América.
El porfiriato en México y el guzmancismo en Venezuela lo atestiguan. En la historia de Venezuela, en efecto, el ejemplo más claro es el de Antonio Guzmán Blanco (1829-1899), quien dominó la historia de su patria durante el último tercio del siglo XIX. Un gran historiador y ensayista, liberal él mismo y de simpatía por los liberales, Augusto Mijares (1897-1979), no pudo menos que dejar asentado, en 1940, sobre