Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe
lo lleva a imponer su agenda y a buscar predominantemente sus intereses y ambiciones personales. Con una deformación subjetivista: suelen identificar sus metas individuales con los objetivos del país. Con una supravaloración deformante, el caudillo estima que no tiene pares en su contexto social humano. Por ello es voluntarista y proclive al culto a la personalidad. Más aún: alienta su personalismo, es el sumo sacerdote de su propio culto. Es habitual que cuando pretende o logra dejar un sucesor, este posea más sus defectos que sus virtudes, y que la sucesión impuesta sea el último acto que el caudillo realiza para dejar constancia de su propia superioridad y grandeza. No es nada propicio a la crítica (frente a la cual manifiesta una radical intolerancia) y exige una obediencia colindante con el vasallaje. Prototipos del caudillo latinoamericano del siglo XX serían, a mi entender, figuras políticamente antitéticas en no pocos puntos, como Juan Domingo Perón (1895-1974) y Fidel Castro (1926).
El líder busca más la racionalidad de la prudencia política que el voluntarismo emotivo del caudillo (a menudo tocado con ribetes de nacionalismo chauvinista). Su conducción no requiere el culto a la personalidad. Más aún: evita con claridad tal culto. Pone su carisma en función de la conducción política tendente a la realización de un programa claramente inspirado en principios que procura tamizar de acuerdo con la realidad en la cual y para la cual vive. Procura hacer de su vida reflejo existencial de esos principios en procura de dar a ellos cauces histórico-políticos a través del diálogo y los consensos, siempre posibles y necesarios en una sociedad pluralista y democrática. El líder procura armonizar, social y políticamente, libertad y justicia.
El caudillismo debilita (si no aniquila) las instituciones y es proclive a la demagogia populista, porque encuentra en el halago de las pasiones de las multitudes la apariencia o la sensación del aprecio de estas. El caudillo se autoconsidera y exige ser considerado un cuasirredentor. Justificará sus negaciones de la libertad y los derechos humanos, con la que considera su incuestionable cruzada por la justicia. Él no ama en realidad al pueblo (en el fondo solo lo aprecia como súbdito), pero necesita percibir, así sea de manera epidérmica, superficial, que es amado (o que él considere que muestra que es amado). El caudillismo es la expresión del raquitismo moral, de la patología política y de la bastardía histórica. El populismo caudillista genera la corrupción en todos los niveles. Reduce la democracia a la democratización de la corrupción y a la amoralidad social y política. El narcisismo del caudillo es tan patológico y absorbente que, desaparecido él físicamente, queda siempre el vacío de poder. El culto a la personalidad caudillista o semicaudillista traspasa los límites del pudor y retoza en lo ridículo. Piénsese en el alarde estrambótico de adulación sin límites que llevó en Venezuela a llamar a Antonio Guzmán Blanco (1829-1899) el Ilustre Americano y el Autócrata Civilizador.
El caudillismo ha sido, quizá, la plaga más perniciosa de la América Latina independiente. Como fenómeno, ha estado vinculado preponderantemente (aunque no de forma monopolística) a los militares. Piénsese, como caudillo militar de segunda, en Manuel Mariano Melgarejo (1820-1871), en Bolivia. Pero también ha habido caudillos civiles. Piénsese en José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840), en Paraguay. (De mucha más incidencia histórico-política un tirano como Francia en Paraguay que un desajustado como Melgarejo en Bolivia). Y podrían multiplicarse los ejemplos según las distintas repúblicas de nuestra familia de pueblos mestizos.
Quizá por la abundancia de caudillos, la escasez de líderes y la casi total ausencia de estadistas de talla superior, nuestras naciones siguen teniendo Estados haciéndose y no hechos; y la falta de vertebración de nuestra sociedad civil va paralela a la inmadurez política de nuestros pueblos, que han sido (y son) presa fácil de demagogos y utopistas, que solo han contribuido a la extensión y prolongación de sus miserias materiales y espirituales.
Notas
3 Cfr. Aurell i Cardona (2005), Pocock (1989), Skinner (vol. I, 1978/2002), Tully (1988). Cfr. también Laslett (1994).
4 Cfr. Mathieu (2001). También sobre el conocer-interpretar, Gadamer (2002/2010), Pareyson (1971), Conti (2000).
5 Cfr. Löwith (1980/1993), Mayer (1998), Colliot-Thélène (2014), Fleury (2009), Parkin (2002), Scaglia (2007).
El regalismo subconsciente en el imaginario colectivo
La historia latinoamericana está llena de cesarismo. Un remanente cesarista —militar o civil— aparece en un marco tanto de estabilidad como de anarquía. Los cesaristas han tenido siempre —qué duda cabe— aduladores y censores, panegiristas y detractores. Así, entre la búsqueda del poder mediante conmociones o la reiterada tarea de consolidar un Estado que respondiera de veras al nombre de tal se fue desenvolviendo el existir republicano.
El cesarismo estuvo, a menudo, uncido a un subconsciente monárquico: las hegemonías personales de los caudillos buscaron prolongarse en “dinastías” no ya derivadas de la sangre o de los vínculos genealógicos, sino de la “descendencia” política —el delfinato bastante sui generis de la política latinoamericana— o de la concepción de la militancia (prostituyendo su sentido) como casta cerrada (considerando que la alternabilidad se circunscribía a quienes tenían la misma condición partidista). Por ello el cesarismo generó una cierta estabilidad, a veces; y, en otras ocasiones, fue el factor que en su rigidez y terquedad impidió la proyección y continuidad de la estabilidad misma.
Después de la pre-Independencia y la Independencia, prácticamente no hubo enfrentamientos entre estamentos sociales, sino un prolongado cesarismo (o intentos de él) por parte de aquellos que la jerga criolla llamó caudillos; caudillos que en el agudo decir de Augusto Mijares fueron un subproducto de la guerra de emancipación (cfr. Mijares, 1952/1998). Así se asentó la afirmación de facto que la fuerza daba y hacía el derecho, que la auctoritas o el imperium requerían, como elemento sine qua non, las res gestae, así fuera en las luchas internas que en su prolongación provocaban la evaporación de la affectio societatis e impedían la consolidación y madurez institucional de un Estado republicano propiamente dicho.
Tuvimos, por tanto, la anarquía como telón de fondo, siempre atenuada por el poder de los caudillos, en el ámbito regional o nacional. Por eso la historia patria buscaba como eje de sus diferentes periodos la presencia tutelar de los jefes. Y esa referencia que intentaba sin lograrlo el orden (entre otras cosas porque confundía a menudo orden con el interés personal de los caudillos y sus allegados) se llamó República, siendo solo un intento de Estado, cuyos miembros buscaban aniquilarse unos a otros y su visión de la comunidad social y política tenía vecindad conceptual con una finca o hacienda, en la cual en sentido quiritario de la “propiedad” permitía al mandamás hacer lo que le daba la gana, usar y abusar.
Hubo (¿por qué negarlo?) profundo escepticismo en las propias élites ilustradas frente a la posibilidad del gobierno civil en la patria posindependentista. Si era la fuerza y no el derecho el soporte del poder y de la vida en las nuevas entidades que aspiraban a ser Estados soberanos; si era la violencia y no la razón la que abría cauces a la audacia; si era la hegemonía caudillista y no la participación ciudadana la que efectivamente se imponía; si los principios, las reglas, las constituciones y las leyes resultaban, de facto, ropajes de hermosa apariencia para cubrir todo tipo de vergüenzas; si la anomia era consecuencia de una barbarie reconocida cuando no exaltada, no puede extrañar ese escepticismo. Y con el escepticismo, la baja autoestima, personal y colectiva, y el acomplejamiento proclive a la sumisión acrítica ante lo ajeno, que era visto, comparativamente como algo mejor. El drama histórico-político de tales élites resultó (y resulta) que nadie puede escapar a su propia historia; y que somos lo que somos y no lo que hubiéramos querido ser, por vía de escapismo.
La dogmatización de la historia fue un empeño de ideologización histórica. Las disputas sobre el socialismo real y los distintos marxismos —ante y pos caída del Muro de Berlín— han permitido también abandonar los falsos filtros que envenenaban, con un dogmatismo diferente y