Los gatos pardos. José Rodríguez Iturbe

Los gatos pardos - José Rodríguez Iturbe


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cultural-temporal. Así, la subjetividad de quien conoceinterpreta no solo no rechaza ni niega el conocimiento objetivo, sino que, por el contrario, es respetuosa, en el conocimiento histórico, de la documentada fundamentación de lo verdaderamente ocurrido.

      Conocer-interpretar no es históricamente equivalente a inventar. Ni el descubrimiento de significados supone invención caprichosa de estos. Por ello, sin que se trate de absolver o condenar a priori (actitud propia de la ideologización de la historia), el conocer-interpretar no es (ni pretende ser ni hacer) una historia aséptica, sin valoraciones de ningún tipo. Respecto de los procesos históricos, en cuanto forjados por un tejido de conductas, individuales y colectivas, tal hipótesis de asepsia —falsa pretensión de neutralidad, de objetividad más allá del bien y del mal— resulta no solo cuestionable, sino imposible.

      La historia política, con elementos de historia de las ideas, debe aspirar a ser seriamente objetiva, sólidamente fundamentada, pero su conocer-interpretar de un periodo complejo no quiere ni puede ser falsa o hipócritamente neutral. En ella se encuentran hechos, circunstancias, actitudes, que exigen del investigador que busca conocer-interpretar una valoración. Como señalara Hannah Arendt, refiriéndose a actitudes de supuesta asepsia, pretender hablar de las cámaras de gas del nazismo sine ira equivale a indultarlas. Del mismo modo, frente a la negación de los derechos humanos que tachonan el tiempo de las tiranías, cualquiera sea su signo, una simple constatación no basta, sino que resulta necesidad ineludible asumir éticamente, frente a tales realidades histórico-políticas, una definición. Ello equivale a valorar, no a ideologizar. Ello equivale a interpretar, no a ignorar por comodidad o conveniencia (Arendt, 1972, 1961).

      Tal postura resulta perfectamente compatible con la constatación fenomenológica de posibles logros, en cuanto a las estructuras materiales del medio social en el tiempo que se estudiará, así como la vinculación de la fenomenología política de cada país con un marco más global de referencia internacional; marco sin la consideración del cual solo se lograría un conocimiento-interpretación signado por una autorreferencia enquistante y deformante; es decir, un no conocimiento y una no comprensión y no interpretación adecuada.

      Es un principio básico de filosofía social que todo grupo humano necesita un fin social para constituirse cono sociedad. Y que para alcanzar ese fin social el principio unitario de autoridad exige que haya quien dirija y quien sea dirigido. Las formas que pueda adoptar políticamente este principio de autoridad son variadas; pero, sean cuales sean, no se rigen por la arbitrariedad o el capricho, sino que deben existir, en toda sociedad civilizada, reglas de juego que norman la praxis tanto de gobernados como de gobernantes. Así pues, cuando se habla de líder (del inglés leader) o de liderazgo se está haciendo referencia a quien dirige un grupo, a quien figura y actúa como cabeza de él. Quien ejerce el liderazgo debe poseer el respeto de aquellos que dirige. Desde los romanos se decía que para el ejercicio del imperium (poder) era necesaria la posesión de la auctoritas (reconocimiento de capacidades, ya por su virtudes o méritos, por sus ejecutorias [res gestae] que suponían la aceptación de una superioridad moral). Puede haber auctoritas sin imperium, pero el imperium sin la auctoritas degenera en tiranía. Cuando la discusión sobre los tipos de liderazgo se proyecta en la política, surgen, colateralmente, además de las referidas al liderazgo, las reflexiones sobre el caudillo y el estadista.

      Max Weber5 consideraba que la autoridad era una cualidad reconocida, mientras que el poder era el imperium de los dirigentes, apoyado frecuentemente en la coacción. El poder requería siempre liderazgo. Weber distinguía tres tipos de autoridad, con formas respectivas de liderazgo.

      1. Tradicional: basada en la costumbre. Con este tipo de autoridad, cobra relieve el derecho consuetudinario y las instituciones políticas con cargos hereditarios. Los cambios solo se producen si una parte de la población los desea.

      2. Racional-legal: basada en el derecho positivo. Con ella adquieren primacía el derecho civil y el administrativo. Afirmación del principio de legalidad, entendido como regulación de la autoridad por medio de leyes racionales.

      3. Carismática: coloca la base de la autoridad en las condiciones personales del líder, a quien sus seguidores atribuyen cualidades superiores a las de otros dirigentes. Según Weber, la autoridad carismática tiende a convertirse en tradicional.

      De acuerdo con esta tipología, podría decirse que el liderazgo carismático puede tender a ser autocrático, en cuanto el líder asume una responsabilidad casi exclusiva en la toma de decisiones; dirige y controla a los subalternos, pero no delega mayormente en ellos. Así, todo depende del líder, quien centraliza, de manera absorbente, las decisiones clave. El liderazgo democrático, por el contrario, es mucho más participativo: los subalternos no solo obedecen sino que aportan al análisis y a la toma de decisiones. El liderazgo carismático deviene, a menudo, jefatura egolátrica (narcisismo político) que, fundamental-mente, ordena y manda. El liderazgo democrático posee también el carisma del respeto (auctoritas), pero no se agota ni en el personalismo ni en el mando, sino en la guía oportuna y eficaz de los subordinados por el camino correcto.

      El caudillo (de cabeza, capitellum) suele ser la personificación de la autoridad carismática. El caudillismo es la expresión histórico-política de los caudillos. Habitualmente el término caudillo se aplica a jefes militares. La mentalidad militar suele confundir liderazgo y caudillismo. Por analogía, caudillo se aplica tanto a militares como a civiles que han ejercido el poder político con las características o con la ambición de ser jefes únicos. Ese tipo de conducción no admite pares sino subalternos; no ciudadanos sino súbditos. La historia independiente de América Latina ha estado plagada de caudillos, tanto militares (principalmente) como civiles, con un balance más negativo que positivo, tanto en lo referente a la valoración de sus ejecutorias individuales como en cuanto a su aporte a la consolidación de las instituciones políticas y a la madurez de la sociedad civil.

      El estadista es la expresión más elevada y sublime del político. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como persona de gran saber y experiencia en asuntos de Estado. Estadista no se nace, se hace. Winston S. Churchill (1874-1965) dijo acertadamente que el político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Su sentido de Estado nace en el estadista como consecuencia de su visión global y universal. El político limitado por la política local no será nunca un estadista; en el mejor de los casos, será un buen administrador. Rodrigo Borja, en su Enciclopedia de la política, cita al escritor ecuatoriano Raúl Andrade (1905-1981), quien afirmó: “De la monotonía política surge el estadista; de la amenidad política únicamente nace, crece y fructifica el politiquillo errante, simulador y mimético” (Borja, s. f.). No sé exactamente qué consideraría Andrade “monotonía política”, pero pareciera enseñar la historia que la madurez política en el estadista se da con los retos que plantean las coyunturas de crisis. Las crisis no tienen nada de monótonas. Su interés histórico-político deriva de los desafíos que ellas encierran. De su adecuada superación puede lograrse un despuntar de una vitalidad histórica represada o hasta entonces anulada por la crisis misma, así como de la incapacidad para superarla pueden producirse corruptelas y depravaciones morales y políticas que indiquen no la superación pero sí la reincidencia y el agravamiento en los males que socialmente se padecen. Solo de las grandes crisis nacionales y del manejo de la política internacional (la gran política, de las relaciones supranacionales y de las relaciones entre los Estados) pueden surgir los estadistas. John Adams (1735-1826) y Abraham Lincoln (1809-1865) son, en este sentido, prototipo de estadistas. Aunque no sean necesariamente doctrinarios políticos, siempre los estadistas suelen tener una sólida cultura que facilita su visión de conjunto y su alergia a la autorreferencia.

      América Latina ha tenido, en el tránsito republicano posterior a la Independencia, muchos caudillos, algunos líderes y muy escasos estadistas. Esas abundancias y carencias tienen una dimensión causal no pequeña en la grandeza de nuestros males y descaminos. También de nuestras inautenticidades. Porque los gatos pardos han procurado, tozudamente, ser caudillos, y líderes (nunca estadistas, aunque se llamaran


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