El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way

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      –Y tú no olvides recordarme que lo recuerde –contestó Carol cínicamente.

      –Ya estás otra vez con tus cosas.

      –Sí, con mis cosas, mamá. Como, por ejemplo, el abrazo que Jeff me ha dado. ¿No lo has notado? Ese fue uno de los motivos por los que me marché de vuestra casa.

      –Que Dios te perdone –dijo Roxanne con expresión piadosa–. Jeff ha sido un padrastro excelente.

      –Enfréntate a la realidad aunque solo sea por una vez, mamá.

      En el momento en que Damon llegó junto a ellas, Roxanne esbozó una encantadora sonrisa. Roxanne era un anzuelo para cualquier hombre: una morena con piel de magnolia y ojos azules, guapísima vestida de negro.

      Cuando llegó el momento de marcharse, su tío le dio un abrazo. Y a Carol le sobrevino de nuevo una sensación de temor. ¿Acaso su tío la había asustado de pequeña? De ser así, no se acordaba. Pero no creía que lo hubiera hecho, no se habría atrevido, era la princesa de su abuelo.

      –Llámame cuando quieras venir a Beaumont –dijo Maurice como si nada hubiera cambiado–. No consigo hacerme a la idea de que mi padre te dejara la finca a ti, Carol. Pero, por favor, no creas que te culpo de ello. Fue idea de mi padre, que quería vengarse.

      –No creo que ese haya sido el motivo, tío Maurice, no olvides que soy la hija de mi padre. Sé lo mucho que significa Beaumont para ti, dispones de mucho tiempo para buscarte otra casa de campo. Según he oído, van a poner a la venta Mayfield.

      Maurice la miró con ojos resplandecientes.

      –Querida, no podría vivir en ninguna otra finca que no sea esta, la casa de mi familia. De todos modos, te agradezco la consideración.

      –No es necesario, tío.

      Carol se había esforzado en estudiar y sacó muy buenas notas en los exámenes de su segundo año universitario. Damon, que la había ayudado continuamente y en todo, le dio dinero para comprarse un piso en la zona del puerto con seguridad garantizada. Incluso la había acompañado a verlo.

      Se estaba acostumbrando a Damon. Quizá demasiado. Damon siempre se mostraba correcto con ella.

      Uno de los motivos por los que había estudiado tanto para los exámenes era porque había querido impresionar a Damon. Quería su aprobación en todo. Incluso le había pedido ayuda en un par de ocasiones; al final, se lo había confesado al profesor Deakin y este se había echado a reír. El profesor estaba encantado con ella. Todos sus profesores estaban muy satisfechos de su trabajo.

      Damon había decidido que debían verse al menos una vez por semana: «para ver cómo iban las cosas», según él. A veces quedaban para tomar un café, pero eso era todo.

      Damon era encantador, trabajador, la ayudaba en lo que podía… pero ella, para él, era su cliente y punto. Su cliente más importante, por cierto. De vez en cuando, veía fotos de él en alguna revista, siempre acompañado de una belleza.

      De todos modos, no creía que la relación de Damon con Amber Coleman fuera seria. Amber era muy guapa, pero se rumoreaba que tenía muchos pájaros en la cabeza. Quizá los rumores fueran infundados, quizá Amber fuese una intelectual. A lo largo de la historia, las mujeres, disimulando su inteligencia, se habían hecho pasar por tontas con los hombres. Pero la mujer moderna debía hacer todo lo contrario.

      Aquella tarde Carol estaba de suerte, Damon la había invitado a cenar al, supuestamente, mejor restaurante de la ciudad. Ella nunca había ido a ese restaurante, no era un lugar que frecuentaran los estudiantes universitarios.

      Carol continuaba viendo a sus amigas y ayudándolas, aunque con cuidado de no excederse. Sobre todo con Amanda, que había empezado a comportarse como si ahora que era rica tuviera la obligación de hacerse cargo de ellas. No le había importado pagar la operación de nariz de Emma, que ahora parecía otra. Le alegraba ver a Em mucho más segura de sí misma.

      Eligió una ropa que la hacía parecer más mayor, más madura; no obstante, sabía que no podía competir con las bellezas con las que él acostumbraba a salir, y menos en estatura. Por eso se calzó unas sandalias color fucsia de tacón altísimo que hacían juego con el vestido. Se había cortado el pelo a capas, que ahora le llegaba solo a los hombros, pero lo suficientemente largo como para recogérselo en un moño o coleta cuando quisiera.

      No tenía joyas. Al menos, todavía no las tenía. Su madre tenía montones, pero no se había ofrecido a prestarle ninguna:

      –Por el amor de Dios, Carol, ¿es que no puedes ir a comprarte algo tú sola? –le había dicho Roxanne.

      Su madre apenas podía disimular la envidia que le producía su buena suerte.

      –Te van a detestar más que nunca, Carol. Yo que tú me andaría con cuidado. Puede incluso que intenten asesinarte –había añadido Roxanne.

      –Bueno, mamá, me rindo a tu mayor experiencia. Tú sabes bastante de esas cosas –le había contestado ella con frialdad.

      Al final, había pedido consejo a la madre de una compañera de universidad, una mujer encantadora. La madre de su amiga la había acompañado a una boutique de moda en la que se había probado unos cuantos trajes de noche aptos para su diminuta figura. Al final, se habían decidido por un precioso vestido de satén color fucsia, con un hombro desnudo y una especie de lazo cubriéndole el otro. El vestido se le ceñía al cuerpo, pero sin apretarla.

      Además del vestido, habían comprado una serie de atuendos que iba a necesitar en un futuro próximo. Después, había llamado por teléfono a una floristería para pedir que enviaran un ramo de flores a su consejero.

      El escote no precisaba collar, pero sí un par de pendientes. Tenía unos pendientes que, aunque parecían de zafiros y brillantes, eran zirconios y topacios azules. Le servirían.

      Ya lista, se quedó a esperar la llegada de Damon. Cada vez más nerviosa. Lo que sentía por él era profundo, pero… Damon era su amigo, no su amante. No obstante, había incluso soñado con él. Y no una sola vez. No, no podía engañarse a sí misma, Damon la tenía atontada. ¿Y quién podía culparla?

      Carol se quedó casi petrificada al entrar en el restaurante. Mientras el maître les acompañaba a la mesa, el interés que despertó su presencia fue evidente. Algunos comensales incluso les saludaron. En una ocasión, una mujer tomó la mano de Damon murmurando unas palabras que ella no acabó de oír. Varios volvieron la cabeza para ver quién era la acompañante de Damon Hunter. Las expresiones eran amables, quizá alguna apenas podía disimular la envidia.

      De repente, a Carol se le ocurrió que, si algún día, por difícil que fuera, llegara a enamorar a Damon, jamás se lo perdonarían.

      Pero esas mujeres no tenían nada que temer, la invitación a cenar era su recompensa por haber estudiado mucho y sacar buenas notas.

      –Es como si tuviera monos en la cara –comentó Carol una vez sentados a la mesa y después de que Damon hubiera pedido champán.

      –Tendrás que acostumbrarte, Carol. Vas a ser siempre el centro de atención.

      –¡Eso sí que tiene gracia! Yo creía que todos te miraban a ti; sobre todo, las mujeres. ¿Alguna novia presente?

      –Sí, alguna que otra –reconoció Damon con una leve sonrisa–. ¡Estás preciosa!

      Se le había escapado, pero aún no se había recuperado del impacto que le había causado verla al abrirle la puerta. Carol estaba más guapa que nunca. No solo guapa, sino también sumamente atractiva e incluso parecía haber madurado. Carol era una mujer de la que podía enamorarse con facilidad; una mujer sensual y vivaz. Una mujer única.

      Pero debía evitar por todos los medios enamorarse de Carol. Ni siquiera se había atrevido a darle un beso en la mejilla. No podía permitirse ese lujo. Solo tocarle la piel desnuda del brazo le había dejado casi sin respiración. Carol tenía una piel maravillosa… No, debía pensar en otra cosa, olvidarse


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