El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way
de la ciudad y el foco de atención de muchos.
–No es necesario que subas, Damon –dijo ella.
–Digas lo que digas, voy a hacerlo –respondió él mirando a un lado y a otro de la calle.
Tampoco había nadie acechando desde el interior de un coche. Le preocupaba que la seguridad de Carol, como heredera de la fortuna Chancellor. Imposible no fijarse en ella, con su cabello rojo, piel de porcelana y cuerpo de bailarina de ballet. Carol le había dicho que había ido a clases de ballet desde los seis a los dieciséis años.
–¿Cómo es posible que mi vida haya cambiado hasta este extremo, Damon? –le preguntó ella.
Damon le puso la mano en el codo.
–Tu abuelo creía en ti, estaba seguro de que podrías hacerte con la situación.
–Con ayuda.
–La tienes, Carol –Damon pulsó las teclas de los dos ascensores.
–Pero…
–Nada de peros. Voy a acompañarte hasta la misma puerta de tu casa.
Después de unos momentos, uno de los ascensores se abrió; pero al entrar, un joven desgarbado de unos diecinueve o veinte años, vestido con vaqueros y camiseta azul, y con un móvil pegado al oído, se dispuso a salir. Tenía el rostro enrojecido de ira.
–¡Eh, cuidado! –exclamó Carol.
–Lo siento, nena, una urgencia.
El chico levantó la cabeza en el momento en que, inintencionadamente, le había dado un golpe a Carol en el hombro. Ella, debido a los tacones, dio un traspiés, pero Damon, agarrándola por la cintura con el brazo, la sujetó y evitó que se cayera.
Carol tragó saliva, el cuerpo entero pareció encendérsele. Nunca había sentido nada igual como lo que estaba sintiendo pegada al cuerpo de Damon. Se quedó muy quieta. Se había quedado sin fuerza en las piernas, pero él la sujetaba. Era una locura, pero quería seguir ahí, en los brazos de él, el resto de la vida.
Sí, una locura.
–¿Vas a pedirle disculpas? –preguntó Damon al joven.
–¡Eh, tío, déjame en paz! –pero al mirar a Damon a los ojos, se lo pensó mejor y la exigencia se convirtió en un ruego.
–Haré algo más que eso –Damon soltó a Carol para agarrar al joven.
–Eh, tío, lo siento, ¿vale? Además, no le he hecho daño.
–Quiero que eso se lo digas a ella. ¿Cómo te llamas?
El joven miró a Carol con más detenimiento y su interés se despertó. Después, lanzó un silbido.
–¡Vaya, la heredera! Eres Carol Chancellor, ¿verdad?
–Eso parece –con la gente de su misma edad, Carol se mostraba muy segura de sí misma.
Pero Damon estaba cada vez más furioso.
–¿Y tú qué haces aquí? Dímelo o llamo a la policía ahora mismo.
El joven apartó los ojos de Carol.
–¿Qué? ¿Estás bromeando?
–¿Eso es lo que crees? –le espetó Damon.
–Escucha, mi padre y su novia viven aquí, cosa que a mí no me gusta mucho. Mi padre es Steve Prescott, el urbanista. Gana montones de dinero. Puedo darte dinero si quieres. Yo me llamo Gary.
–No me gustan mucho tus modales, Gary.
De repente, Carol reconoció al joven.
–Déjalo, Damon. He visto a Gary alguna vez que otra, su padre es propietario de uno de los áticos.
La expresión de Gary se animó y le ofreció la mano a Carol.
–Encantado de conocerte.
–¿Qué tal? –respondió Carol, estrechándole la mano.
–Eres más guapa en la vida real que en las fotos.
–Cuánto me alegro.
El chico se volvió a Damon.
–Y, ahora que sabes quien soy, ¿te importa si me marcho? Tengo que volver a casa. Había venido para darle un paquete a mi padre de parte de mi madre. Espero que le estalle en la cara.
–Tómatelo con calma, Gary –le aconsejó Damon–. Decir cosas así podría acarrearte problemas.
–Así que mi padre le hace daño a mi madre, pero todo bien, no pasa nada, ¿eh?
Carol, gran experta en familias disfuncionales, decidió intervenir.
–Dale tiempo al tiempo, Gary. Te garantizo que la separación de tus padres no durará mucho.
Gary la miró con expresión de perplejidad.
–¿Eso crees?
Carol había visto a la novia al menos una docena de veces: una cabeza hueca interesada en el dinero que pudiera sacarle al padre.
–Esa es mi opinión. Confía en el sexto sentido de una mujer.
–Sí, lo sé –declaró Gary con fervor–. Mi madre fue la primera en darse cuenta de que mi padre estaba con otra.
Gary le sonrió y sugirió:
–Oye, ¿por qué no quedamos un día de estos para tomar un café? Es raro que no te haya visto antes. Claro que ahora me he ido a vivir con mi madre. Pero nuestro teléfono está en la guía.
Gary le dio el nombre de una calle y un barrio muy elegantes.
–Lo pensaré –contestó Carol.
–Estupendo. En serio, me encantaría. Y, ahora, jefe, ¿me permites que me vaya? –Gary lanzó una mirada a Damon.
–Esta vez te has escapado –comentó Damon medio en broma.
Una vez delante de la puerta de Carol, Damon preguntó:
–¿Quieres que eche un vistazo? Solo me llevará un minuto.
Carol se lo quedó mirando, casi sin respiración de repente.
–Sabes que no corro ningún riesgo, Damon.
A Damon le pareció que Carol había perdido algo de color en el rostro. No debería haberle pasado la yema del dedo por la mejilla, pero no había podido evitarlo.
–Ya que estoy aquí…
–Bueno –respondió Carol sin poder contener la excitación.
Casi podía oír los latidos de su corazón, y todo porque Damon le había tocado la mejilla. Era una locura. Era una vergüenza. No quería que Damon notara lo excitada que estaba. No quería hacer el ridículo. No quería hacer que Damon se sintiera incómodo. Damon era muy distinto a los chicos que ella conocía.
Carol se quedó inmóvil en el cuarto de estar mientras Damon echaba un vistazo por la casa, incluida la terraza posterior.
–Todo bien. Te sientes segura aquí, en este piso, ¿verdad, Carol? –preguntó él mirándola a los ojos.
Carol quiso decir: «Me siento segura contigo». Pero lo que dijo fue:
–Sí. Aunque a todos nos ha afectado que ese tipo que acosaba a Anne Nesbitt, mi vecina, consiguiera burlar a los de seguridad y colarse en el edificio.
Damon, que estaba enterado del hecho, asintió.
–Por suerte, le han atrapado –tras una pausa, añadió–: No salgas a ningún sitio con el hijo de Prescott. No dejes que se haga ilusiones.
–¿Qué es eso, Damon? ¿Vas a decirme lo que puedo y no puedo hacer? –dijo ella en tono burlón.
–No, jamás haría eso. Pero hagas lo