Los sorrentinos. Virginia Higa

Los sorrentinos - Virginia Higa


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      “Virginia Higa desciende por vía materna de italianos y por parte del padre, de japoneses. En esta novela ha trabajado la línea materna, más precisamente las vicisitudes de Chiche, radicado en Mar del Plata e inventor de los sorrentinos. Por ella desfilan parientes, clientes, competidores, amigos y enemigos, y sorprenden en ella la pintura de personajes, el humor y la sabiduría en las transiciones. Esta novela se lee de un tirón y no nos deja de sorprender”.

      Hebe Uhart

      “Leve, precisa, tierna, delicada y luminosa. La historia de cómo se inventaron los sorrentinos y de la familia que los inventó. Y en el centro de esa historia: Chiche, un personaje único, lleno de aristas, uno de esos personajes que recordaremos para siempre”.

      Federico Falco

      “Los sorrentinos es una feliz sorpresa en el panorama literario argentino, la primera novela de una de las voces más sutiles y conmovedoras que haya leído en mucho tiempo. Virginia Higa sabe ver la belleza en los detalles y dibujar el arco de una vida con un puñado de anécdotas”.

      Vera Giaconi

       A mi familia

       Esas frases son nuestro latín.

      Natalia Ginzburg, Léxico familiar

      El Chiche Vespolini era el menor de cinco hermanos, dos varones y dos mujeres. Su verdadero nombre era Argentino, pero le decían así porque de chico era tan lindo y simpático que se había convertido en “el chiche de sus hermanas”. Los Vespolini se habían instalado en Mar del Plata a principios del 1900 y siempre habían tenido hoteles y restaurantes. De su familia el Chiche había heredado la Trattoria Napolitana: el primer restaurante en el mundo en servir sorrentinos.

      Los sorrentinos eran una pasta redonda, rellena, que había inventado Umberto, el hermano mayor del Chiche, bautizada en homenaje a la ciudad de sus padres. El sorrentino no tenía el borde de masa de los pansotti, ni el relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota como los cappelletti. Era una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta, suave como una nube, rellena de queso y jamón.

      De vez en cuando aparecía alguien en la trattoria que tenía el mal gusto de preguntar, con cierto aire superado: “¿El sorrentino no es lo mismo que un raviol pero redondo?”. Ante esto, las mujeres de la familia ponían los ojos en blanco y los hombres se reclinaban en sus sillas y resoplaban.

      Para el Chiche, la persona que hiciera esa pregunta, además de ser ignorante, carecía de sensibilidad. Es sabido que el raviol se come de un bocado, y que en un plato entran incontables ravioles. El raviol no es una entidad definida, existe en la acumulación. Decir “comí un raviol” es una cosa absurda, un sinsentido. Un sorrentino, en cambio, es un ente en sí mismo. Un niño o una mujer que se alimentara como un pajarito pueden comer un solo sorrentino con total dignidad. El sorrentino se puede cortar tres o cuatro veces, y el pedacito resultante sería un bocado tan decente como cualquier raviol. “Cada pasta tiene su personalidad”, decía el Chiche, que también corregía a quienes confundían agnolotti con tortellini, o tagliatelle con pappardelle.

      En la trattoria, la porción traía seis sorrentinos; ni uno más, ni uno menos. Era fundamental que el sorrentino se cortara solo con el tenedor; al que le clavara un cuchillo se lo calificaba inmediatamente de forastero. Si lo hacía alguien de la familia se lo corregía en el acto. Cuando algún sobrinito aprendía a comer con cubiertos y se le enseñaba la importancia de no cortar ninguna pasta blanda con cuchillo, la lección era aceptada como un dogma. Tampoco estaba bien visto pinchar los sorrentinos con los dientes del tenedor: había que cortarlos con el borde y acompañar el pedacito suavemente, como con una pala muy delgada. Si el que incurría en la falta era un extraño, el Chiche lo miraba como diciendo: “no tiene arreglo”. Si un miembro de la familia presentaba a un nuevo novio o novia en el restaurante, antes de que el recién llegado se sentara a la mesa –y en lo posible antes de que entrara en el local– había que instruirlo en la etiqueta del sorrentino. La familia consideraba que los buenos modales en la mesa eran la manifestación externa de un alma noble. Los modales más elegantes eran también los más simples: el cuchillo, al comer las pastas, resultaba innecesario. También les disgustaba que la gente acompañara los fideos con una cuchara, porque eso quería decir que no tenían la destreza de hilar una madeja de spaghetti que pudiera entrar en la boca con gracia y precisión.

      La trattoria funcionaba en un salón muy grande con más de cincuenta mesas y un enorme farol de vidrio rojo y amarillo colgando del techo. Todas las paredes estaban cubiertas de fotos de Italia, sobre todo de lugares del sur, con su correspondiente nombre: Amalfi, Sant’Agnello, Ischia, Museo Correale di Terranova, Castellammare di Stabia, Pompeii, Ercolano. En las paredes, además, había platos conmemorativos de celebraciones en las que el Chiche había participado; platos con ilustraciones de aves argentinas; fotos de sus viajes por el mundo; una foto del papa Francisco visto desde lejos en la plaza San Pedro; fotos del Chiche con figuras internacionales que habían cenado en la trattoria; varios cuadros de deportistas famosos autografiados (Gabriela Sabatini, Maradona y Guillermo Vilas); fotos familiares de todas las épocas; fotos de cuando el Chiche había recibido la Llave de Mar del Plata; fotos de cuando había sido nombrado Ciudadano Ilustre del municipio de Sorrento; espejos; cucharones de bronce; imágenes de santos y vírgenes; palos de amasar; pingüinos de cerámica; una pintura de la fragata Sarmiento; calendarios de marcas de pastas; plantas en macetas de terracota; una colección de botellas de vino Chianti en canastas de mimbre; doce muñequitos que representaban a los monjes de la abundancia; pequeñas copas y odres de vino; un póster gigante de la selección argentina de fútbol de 1986; una colección de elefantitos de cerámica; tres teteras de porcelana; platos decorativos con los distintos bailes folclóricos italianos y un mapa con los panes y las pastas originarios de cada región de Italia en el que, naturalmente, no figuraba la especialidad de la casa.

      Al mediodía y a la noche, sin excepción, el Chiche recorría la trattoria con los pulgares enganchados en los tiradores, supervisando el trabajo de las cocineras y dando órdenes a los mozos. A muchos de sus empleados les cambiaba el nombre o les ponía uno que creía que iba bien con su cara: a Susana, la cajera, la había rebautizado Marta; a una cocinera la había apodado “Facha Farina”. Al mozo Mario lo llamaba “Carpi”.

      –Carpi, leeme el diario –le decía los días en que no había mucha gente en el salón.

      Y Mario se sentaba a la mesa reservada para el Chiche y su familia y le leía La Capital, deslizando de vez en cuando su nombre en alguna noticia. Leía, por ejemplo, un titular: “Asesinan a travesti en una playa de La Perla”. Y agregaba: “Se cree que era amante de Chiche Vespolini”. El Chiche resoplaba una carcajada y seguía tomando la sopa. “Carpi” no era un apodo único, sino un estatus que el Chiche usaba para nombrar a ciertas personas, aunque nunca había aclarado qué implicaba ser “Carpi” ni qué había que hacer para llegar a serlo. La familia tenía una vaga idea de lo que significaba, pero solo se aproximaban a ella por los indicios que él les iba dando.

      –¿Yo soy Carpi? –le preguntaba algún sobrino en la mesa, y el Chiche respondía:

      –No, vos no.

      –¿Y el tío Honorio es Carpi?

      –Sí, claro –respondía el Chiche sin vacilar.

      Y así podían seguir nombrando personas durante una comida entera; para el Chiche, algunos eran “Carpi” y otros no, pero los motivos nunca quedaban claros.

      Los viejos clientes, los que volvían cada verano a comer al restaurante, saludaban al Chiche con un abrazo y le acercaban a sus hijos para que les tocara la cabeza y viera cómo habían crecido. El Chiche les preguntaba si la pasta estaba a punto y les deseaba buen provecho con un gesto mudo de asentimiento. Si un cliente se quejaba porque la salsa estaba muy agria o el relleno demasiado salado, el Chiche probaba del plato y hacía una mueca de disgusto, dándoles la razón. Entonces el plato volvía enseguida a la cocina, donde lo reemplazaban por otro lo más rápidamente posible.


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