Los sorrentinos. Virginia Higa
Se sentían originales y aventureros, como muchos otros ingleses antes que ellos; Italia los hacía revivir.
En uno de esos contingentes había llegado una vez una inglesa que se fascinó con los acantilados y los jardines de limoneros. De tanto bajar a la cocina del hotel para probar los dulces y los pastelitos babá, terminó enamorándose del cocinero, un joven enérgico que cantaba canciones en napolitano y que a las pocas semanas le pidió casamiento. Juntos compraron una gran casa amarilla frente al mar y la convirtieron en hospedaje. Esos eran los abuelos del Chiche.
Los padres del Chiche habían heredado ese hotel y lo administraban durante los meses de verano. En invierno viajaban por el mundo. En uno de esos viajes llegaron a Mar del Plata, que les gustó de inmediato porque parecía una ciudad aristocrática y se le adivinaba un buen futuro hotelero. Compraron un hotel, un restaurante y una casa en el barrio de La Perla para instalarse durante los meses del invierno europeo. Cuando el negocio empezó a funcionar, también compraron terrenos en la localidad vecina de Balcarce y plantaron papas, con las que en poco tiempo hicieron una pequeña fortuna.
Tuvieron cinco hijos: Umberto, Electra, Totó, Carmela y Argentino, el Chiche, todos nacidos en Mar del Plata. La familia, sin embargo, siguió manteniendo por un tiempo la casa amarilla en Italia, en la que pasaban las largas temporadas de primavera y verano. Entre ellos hablaban en lengua napolitana.
También adoptaron al hijo de una hermana de la madre del Chiche, que había muerto durante el parto. El sobrino se llamaba Ernesto y era un nene asmático y alérgico que estaba siempre resfriado. En una de las estadías de la familia en la casa de Sorrento, un huésped del hotel familiar, un ruso, se encariñó con el nene enfermizo, que tenía que quedarse adentro mientras sus primos jugaban en el jardín, y por eso se pasaba las tardes deambulando por los pasillos vacíos, con los mocos pegados sobre la boca. El ruso le daba charla y en una ocasión le regaló un muñequito de madera que había traído de su país. El juguete se abría en dos partes justo por la mitad, y tenía adentro otro muñeco igual pero más chiquito que también se abría en dos y así, hasta que aparecía el último, el más pequeño de todos. Cada vez que aparecía uno nuevo adentro de otro, el ruso le preguntaba a Ernesto, en su italiano torpe: “Y este ¿cómo se llama?” y Ernesto les daba un nombre: “Michele”, “Peppino”, “Alberto”, “Rolando”. Cuando apareció el más chiquito, que tenía el tamaño y la forma de un dedo meñique, Ernesto empezó a reírse a carcajadas y el ruso, conmovido por la sorpresa, también. El ruso era escritor y se llamaba Alekséi, pero firmaba sus libros como Máximo Gorki.
La madre del Chiche, que cuidaba de Ernesto como si fuera un hijo más, apreciaba al ruso y lo consideraba un hombre decente porque estaba al tanto de que había escrito una novela llamada La madre, en la que la protagonista era, como ella, una madre. No había leído esa novela ni tenía intención de leerla, pero lo poco que sabía sobre el argumento le parecía suficiente para confiar en él. Cuando hablaba de los rusos en general lo hacía pensando en Alekséi, que era el único ruso que conocía, y decía: “Los rusos respetan a sus madres y escriben sobre ellas”. Y cuando uno de sus hijos la mortificaba con alguna travesura, ella se quejaba y exclamaba: “¡Ah, si fuéramos más como los rusos y respetáramos a las madres!”.
Alekséi vivía en una villa en la parte alta del pueblo junto con varios otros exiliados rusos, entre los cuales había dos mujeres, y nadie en Sorrento sabía cuál de las dos era su mujer, porque a veces se lo veía en actitud cariñosa con una y otras veces con la otra, y no parecía haber entre ellas ningún conflicto al respecto. La madre del Chiche sospechaba que Alekséi andaba en algo raro y que la policía vigilaba sus actividades, porque a veces pasaban autos manejando muy despacio frente al portón de la casa, sin detenerse, y en la puerta había apostado un guardia napolitano que, si alguien se acercaba a la reja, cruzaba los brazos y decía:
–O russo nun vo’ vede’ a nisciuno –que en napolitano quiere decir “el ruso no quiere ver a nadie”.
En ocasiones, Alekséi abandonaba la casa y se instalaba durante algunos días a escribir en lo de los Vespolini, y entonces la madre del Chiche les contaba a sus amigas que hospedaba en su hotel a un gran escritor. Las hermanas del Chiche, que recordaban aquella historia, contaban que un día, poco antes de anunciar que se volvía a Rusia, Alekséi se presentó ante la señora y le dijo que quería adoptar a Ernesto, el primo enfermizo con el que se había encariñado, y llevárselo con él a Moscú. La señora se desplomó sobre la silla y se empezó a ventilar con las manos. De ningún modo iba a dejar que su sobrino se fuera a vivir a Rusia, a pasar frío y a comer sopa de repollo. Alekséi no discutió, asintió decepcionado. Al poco tiempo volvió a su país, él y su grupo de amigos rusos, y nunca más volvieron a verlo.
Ernesto creció junto con sus primos en Sorrento y en Mar del Plata. Dejó de estar siempre enfermo porque un médico italiano logró curarle el asma de una manera muy insólita: le dijo a la madre del Chiche que lo que el chico necesitaba era caminar por la hierba descalzo, antes de que se evaporara el rocío de la mañana. La mujer se escandalizó:
–¡No lo mandé a Rusia y la pulmonía se la va a pescar en Italia!
Pero el médico insistió tanto que durante el verano la señora accedió a hacer la prueba. Todos los días antes de que saliera el sol, una criada llevaba a Ernesto de la mano bordeando el acantilado hasta el sitio que llamaban “los baños de la reina Giovanna”, donde él se sacaba los zapatos y corría descalzo por el pasto. Misteriosamente, la cura funcionó. Ernesto pudo salir a jugar con sus primos y meterse en el mar. Ya de grande, en Mar del Plata, era uno de los que solían comer en la trattoria del Chiche. Tocaba el bandoneón y tenía gran fama de tacaño.
Cuando se vendió la casa de Sorrento y la herencia se repartió entre los hermanos y el primo, un error administrativo hizo que Ernesto recibiera el doble de dinero que los demás. Para el momento en que los abogados advirtieron la confusión, Ernesto ya había depositado la suma en su cuenta de banco y nunca se ofreció a devolverla. Ninguno de sus primos se lo pidió abiertamente porque nadie quería parecer demasiado interesado en el dinero, pero a causa de eso lo despreciaban en secreto. Unos años después, una prima italiana llegó a Mar del Plata de visita con la intención de conocer la trattoria, al Chiche y a sus hermanos, y con instrucciones claras por parte de su madre de no saludar al primo Ernesto, que se había quedado con setecientas mil liras que no le correspondían.
El episodio con el ruso había ocurrido antes del nacimiento del Chiche. Cuando este nació, se convirtió en el rival natural de Ernesto.
–Yo podría haber sido un bolchevique –solía decir Ernesto sentado a la mesa familiar de la trattoria, porque le gustaba darse aires con la historia del escritor famoso que lo había querido adoptar, y remojaba el pan en la salsa de los sorrentinos.
–¡Boh! –exclamaba el Chiche con una mueca de rechazo–. El realismo socialista… ¡qué literatura para chinasos!
Con el correr de las décadas, Mar del Plata, que en la época de los padres del Chiche era una ciudad aristocrática, se había ido llenando cada vez más de chinasos. Habían demolido las mansiones de la avenida Colón para hacer edificios baratos y de mala calidad para que las familias de chinasos pudieran vacacionar. Todos querían conocer “La Perla del Atlántico” y al Chiche eso le molestaba. La consideraba la ciudad más hermosa del mundo y quería que todos la amaran, pero al mismo tiempo era celoso de ella y no le gustaban demasiado los turistas, aunque veía, con las grandes oleadas de turismo chinaso, cómo el restaurante se llenaba noche tras noche y los sorrentinos salían en tandas ininterrumpidas de las grandes ollas humeantes.
Cosas que para el Chiche no había que hacer porque eran de chinaso: bañarse en la playa pública, sacarse fotos con las estatuas de los lobos marinos, pronunciar mal las palabras en lenguas extranjeras, comer cornalitos en el puerto, tomar helado de palito, ir a Montecarlini y usar zapatos sin medias. También era de chinaso viajar a Europa en alpargatas, como había hecho en varias ocasiones el primo Ernesto, que se vanagloriaba cada vez que podía de haber recorrido Londres, París y Madrid con el mismo par.
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