Los sorrentinos. Virginia Higa

Los sorrentinos - Virginia Higa


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lisa y luminosa que solo tienen las mujeres muy jóvenes y algunas monjas. Como el restaurante siempre estaba lleno con los sobrinos del Chiche, que iban a comer gratis cada vez que podían, ella también lo llamaba “tío”.

      –Adela, no tenés ni pies ni cabeza –le decía el Chiche.

      –Ay, tío, ¿entonces cómo vine a trabajar? –respondía ella con vocecita infantil.

      El Chiche vivía en un departamento de dos habitaciones, arriba del restaurante, al que se llegaba por una escalera angosta, cubierta de alfombra verde. Después del turno del mediodía, cuando el salón estaba en silencio, con las luces apagadas y las mesas sin manteles, el Chiche subía a dormir la siesta. Antes de volver a sus tareas, Adela tenía que quedarse sentada al lado de su cama y mirar con él el noticiero de la RAI hasta que el Chiche empezara a roncar. Si a ella se le cerraban los ojos o la cabeza le pesaba sobre el pecho, él le gritaba:

      –¡Adela, no te duermas!

      Ella daba un salto en la silla y respondía:

      –¡Tío, si estoy mirando el telegiornale!

      Adela usaba un delantal de cocinera y una cofia gris y blanca que no se sacaba nunca. El Chiche dependía de ella para todo, no dejaba que nadie más le trajera el plato de sopa o le lavara las camisas.

      –Adela, si serás reventada –le decía–. Vos sos fácil, te dejás.

      –Tío, las cosas que dice –se reía ella.

      Adela se parecía físicamente a Leonor, una mujer que había trabajado en la casa del Chiche cuando él era chico y que tenía siempre el pelo pegado a la cara y las manos callosas de lavandera. En la mesa familiar del restaurante, las hermanas mayores del Chiche contaban que un día, mientras lavaba la ropa, Leonor había tocado una dureza metálica dentro del pan de jabón. Exaltada de emoción, se había puesto a gritar: “¡La casa! ¡Me gané la casa!”.

      Por esa época, la marca Jabón Federal regalaba un chalet en la provincia de Buenos Aires al que encontrara una llave dorada escondida en uno de sus productos, y ganarse el “chalet Manuelita” era el gran tema de conversación en todas las cocinas y el sueño de cualquier empleada doméstica. Al oír los gritos de Leonor, sus compañeras –la cocinera y la chica que limpiaba– corrieron a abrazarla y gritaron con ella de alegría hasta que una notó, con una punzada de sospecha, que la llave no era dorada, como la de la publicidad, sino que se parecía mucho a la de la puerta de la despensa. Cuando salieron de la cocina vieron al Chiche, en el centro del salón, tirado en el piso retorciéndose de risa. Era obvio que el Chiche había calentado la llave en la hornalla para meterla en el pan de jabón. Entonces Leonor agarró un cuchillo y lo persiguió por toda una cuadra gritando: “¡Lo reviento!”. Después de ese episodio, los padres del Chiche lo pusieron en penitencia durante un mes entero y a la pobre Leonor la despidieron.

      Por esa misma época, el Chiche había convencido a otra empleada, Marita, para que le tiñera el pelo de negro con la misma tintura que usaba ella. Quería parecerse a Rodolfo Valentino y le insistió tanto mientras la seguía por la casa que ella, para sacárselo de encima, dijo que sí. Él, encantado con el resultado, se presentó ante sus padres con el pelo negro azabache y un turbante de la madre en la cabeza.

      –¿Quién soy? –les preguntó.

      A la pobre Marita también la despidieron.

      Durante el tiempo que duró la tintura, el Chiche tuvo prohibido ir al colegio y salir de la casa porque los padres tenían miedo de que hablaran mal de la familia o de que su hijo los pusiera en ridículo. Se pasó esas semanas escuchando radionovelas, leyendo policiales y comiendo aceitunas.

      De Adela nadie sabía demasiado, salvo que vivía muy lejos de La Perla, el barrio donde estaba ubicada la trattoria, porque a veces mencionaba haber tomado dos colectivos para llegar. También que tenía hijos. “Los chicos”, decía, aunque no se sabía qué edades tenían, ni si eran dos o muchos más. De marido nunca hablaba. Era amable y solícita con los sobrinos más chicos del Chiche, que todavía no habían empezado la escuela y que, copiando el modo en que él se dirigía a ella, le pedían cosas caprichosas:

      –Adela, traeme un pedazo de queso cortado.

      Y cuando ella se lo traía, le decían:

      –No, Adela, si serás boluda, este queso no, el otro, el de rallar.

      O le decían:

      –Adela, servime un postre con mucho dulce de leche.

      Y no le agradecían cuando ella les traía el plato.

      Adela nunca se quejaba, siempre sonreía.

      El Chiche le decía “catrosha”.

      –¡Adela, si serás catrosha!

      Catrosha era una palabra que existía solo en esa familia y que venía del napolitano.

      –Claro que estás cansada –le decía el Chiche cuando a Adela se le escapaba un bostezo–. Seguro que anoche anduviste catrosheando por ahí.

      El Chiche sufría cuando ella se tomaba vacaciones, una vez cada dos o tres años. Otras empleadas del restaurante se encargaban entonces de él, pero, por más empeño que pusieran en las tareas, el Chiche resoplaba y bufaba, porque ninguna era tan dócil y tan diligente, y todas le parecían mucho más catroshas que Adela.

      La palabra catrosho, en masculino, también existía, aunque no significaba exactamente lo mismo que catrosha, ni era despectiva.

      Además de observar si sabían comer las pastas, el Chiche interrogaba a cada novio o novia de sus sobrinos que aparecía por el restaurante y les sacaba información privada de mentira a verdad. Al novio de su sobrina Verito le preguntó:

      –¿Y para cuándo la moto?

      –No –dijo el novio–, no me gustan las motos.

      –Ah, muy bien, muy bien –asintió el Chiche, como diciendo: “prueba superada”.

      Las preguntas iban cambiando con el tiempo.

      –¿Vuelve Perón?

      A la novia de Rolo, su sobrino favorito, le preguntó al poco tiempo de conocerla:

      –¿Te molestaría que Rolo fuera catrosho como su tío?

      Ella se rio, porque Rolo ya le había explicado lo que significaba ser catrosho.

      –¿Qué hacían tus padres durante la dictadura? –le preguntó al novio de una prima la primera vez que él se sentó a la mesa familiar.

      –¿Los judíos tienen infierno? –le preguntaba siempre al novio judío de otra sobrina.

      El cielo y el infierno eran temas que le preocupaban.

      A veces las preguntas no buscaban respuestas nuevas, sino siempre la misma. En la época en que el hombre llegó a la luna, el Chiche, que consideraba a los norteamericanos el pueblo más simplón del mundo, empezó a repetir:

      –Our boys! Our boys to the moon!

      Y cada vez que se mencionaba un asunto relacionado con los Estados Unidos, el Chiche exclamaba en tono burlón: “Our boys!”. Tanto lo repetía que, si lo hacía en la mesa familiar, eran los otros los que terminaban la frase: “To the moon!”.

      –¿Te acordás de cuando éramos imperio? –le preguntaba siempre el Chiche a alguno de sus sobrinos.

      El sobrino tenía que responder que sí, que se acordaba.

      –¡Qué grande era el emperador Augusto! ¡Qué inteligente! –seguía–. ¿Te acordás de cuando conquistamos la Galia? –Y agregaba, con una mueca de asco–: ¡Qué brutos eran los franceses!

      A toda la familia le desagradaban en general los franceses. Decían que se mandaban la parte, que no sabían cocinar y que eran sucios. Carmela, una de las hermanas del Chiche, afirmaba que cuando escuchaba pronunciar el francés, incluso en una


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