Los sorrentinos. Virginia Higa

Los sorrentinos - Virginia Higa


Скачать книгу
al Chiche, que todavía no había nacido). El profesor era serio y un poco catrosho, y los obligaba a memorizar frases de Molière. Los chicos lo hacían enojar porque tenían un juego que consistía en intentar no reírse y en el que, por supuesto, terminaban riéndose a carcajadas cada vez que él se daba vuelta para anotar una frase de Molière en el pizarrón. Cuando el profesor se cansaba y los retaba, ellos se reían aún más. Estaban acostumbrados a los insultos en napolitano, con vocales muy abiertas, y los insultos en francés les sonaban ridículos e inofensivos como los ladridos de un perrito.

      –Además –decía el Chiche–, Napoleón era prácticamente italiano. Si hubiera nacido un año antes, habría sido italiano. ¡Napoleone di Buonaparte!

      Para Carmela tanto como para Electra, la otra hermana del Chiche, las mujeres francesas eran todas catroshas. Decían que tenían cara y, sobre todo, boca de catroshas, y eso les venía de hablar con la lengua afuera frunciendo los labios y también de hacer otras cosas de catroshas con la boca. Sin embargo, aunque no lo admitieran, consideraban que las francesas eran contradictorias, un verdadero misterio, porque a muchas les gustaba parecer catroshas cuando en realidad no lo eran.

      –A las francesas les gusta calentar la pava y después no se toman el té –solía decir Carmela.

      Si a una mujer se le deslizaba un bretel del vestido pero seguía hablando como si nada, sin darle importancia y con el hombro al desnudo, para Electra esa mujer era bastante catrosha. Para Carmela, teñirse el pelo era de catrosha, y también lo era dejar que se transparentaran las líneas de la ropa interior en una pollera o un pantalón, tocar con familiaridad a hombres que no fueran el propio marido o reírse a carcajadas dejando caer el pelo teñido hacia atrás.

      Como además de perfeccionar las recetas familiares al Chiche le gustaba inventar postres, había creado para el menú de la trattoria el “postre catrosho”, que más tarde, en un gesto de autohomenaje secreto, pasó a llamarse “postre Don Chiche”. Consistía en una copa con los siguientes ingredientes, dispuestos como capas geológicas: helado de crema americana, mousse de chocolate, dulce de leche repostero, crema chantilly, nueces enteras e hilos de chocolate caliente al que llamaban charlotte, que se servía al final, con una jarrita metálica, y que se congelaba enseguida sobre el helado formando una red. El postre catrosho era un éxito, el cierre perfecto para una comida, y venía servido en un copón rebosante que podía ser compartido entre dos o tres personas. Después de las comidas, y por más “llenos” que estuvieran, los clientes siempre cedían a la tentación y terminaban pidiendo un catrosho.

      Otro postre que el Chiche había inventado se llamaba “suspiro marplatense” y era, como él decía, un postre minimalista. Consistía en una tira de dulce de leche junto a una de crema chantilly en medio de un plato playo. Se comía con cuchara pero estaba prohibido acompañarlo con otra cosa, por ejemplo un flan. El Chiche se sentaba a veces a la mesa de alguna familia de clientes habituales y charlaba con ellos de todo un poco hasta que terminaban de comer. Entonces llamaba a Mario, su mozo de confianza, y le decía:

      –Carpi, un suspiro marplatense para la familia.

      Los comensales se acomodaban en la silla y sonreían, e incluso había alguno que no podía evitar frotarse las manos. Pero cuando Mario volvía con cuatro o cinco platos playos con las dos tiras en el centro, una blanca y otra marrón, la familia cruzaba una mirada furtiva de desconcierto. Y nadie lo decía, pero era obvio que en lugar del suspiro marplatense esperaban un catrosho o algún otro postre donde la cuchara pudiera hundirse sin tocar el fondo, y no ese puro tintineo del cubierto contra el plato.

      La Trattoria Napolitana, también conocida como “la primera sorrentinería del país”, abría de martes a domingo, al mediodía y a la noche. El trabajo del Chiche suponía una responsabilidad parecida a la de un capitán de barco: todos los empleados tenían una función y él supervisaba que la cumplieran en el momento justo y de la mejor manera.

      A diferencia de lo que sucedía en otros establecimientos gastronómicos, las cocineras y los mozos de la trattoria comían antes de que las puertas se abrieran al público, porque el Chiche sostenía que tener un empleado con hambre en un restaurante era un peligro que debía evitarse.

      Por la mañana, no antes de las diez, el Chiche llegaba sonriente a desayunar. Solía estar de buen humor durante las primeras horas del día y, antes de sentarse a tomar el desayuno en la mesa reservada para la familia, bajaba las escaleras estirando los brazos y diciendo: “¡Qué lindo que es pishar!”. Adela le preparaba las tostadas y el café en una cafeterita plateada que colocaba directamente sobre el fuego.

      A las once de la mañana empezaban a llegar los empleados y los proveedores, y el Chiche supervisaba personalmente cada lote de productos que traían. Nunca parecía del todo conforme con la calidad de la materia prima, y si lo estaba, no lo demostraba. Aunque fueran excelentes y siempre terminara comprándolos, hacía una mueca de disgusto al probar el queso o el pan. El panadero se llamaba Rivetta, y traía el pan francés y las galletas en grandes bolsas de papel madera de color celeste en las que cabía un niño parado, y que al abrirse soltaban el perfume inconfundible de la corteza tostada. El Chiche abría una de las bolsas, probaba un pedacito de pan, fruncía la nariz y decía:

      –Rivetta, sos berreta.

      Rivetta se reía, porque sabía que al Chiche le gustaba jugar con los nombres. Y, con la seguridad de saber que su pan era el mejor de la ciudad, pasaba a dejar la factura por la caja.

      –¿Le estás vendiendo a Montecarlini también? –le preguntaba el Chiche, sabiendo la respuesta.

      Montecarlini era un restaurante céntrico que pertenecía a otra familia italiana, pero, según el Chiche, la calidad de su comida era mucho menor que la de la trattoria. Las dos familias tenían una relación distante y, aunque nunca habían llegado a enfrentarse abiertamente, existía una especie de duelo secreto entre la trattoria y Montecarlini. El Chiche lo consideraba un falso restaurante italiano, un lugar que había traicionado por completo sus raíces al ofrecer, además de los platos típicos, un rimbombante “menú de cocina internacional”. Era cierto que la trattoria también había tenido que adecuar su oferta al gusto argentino sirviendo comidas que no eran estrictamente italianas, como milanesas a la napolitana, papas fritas y bifes de chorizo, pero Montecarlini había ido aún más lejos: su menú incluía platos extravagantes –y para el Chiche, ridículos– como alitas de pollo al estilo texano, ensalada César y hamburguesas con queso. Cada vez que sus sobrinos le decían: “A Montecarlini le va bien… ¡ya abrió dos sucursales!”, el Chiche resoplaba y exclamaba:

      –¡Boh!

      Cuando los dueños de Montecarlini salieron en la tapa del diario marplatense por haber ganado el codiciado Tenedor de Bronce de la asociación gastronómica local con su plato “paquetitos María Mabel”, los sobrinos del Chiche volvieron a la carga: había que seguir el ejemplo de Montecarlini, poner otro local, incluso considerar la posibilidad de abrir una sucursal de la Trattoria Napolitana en Buenos Aires. Pero el Chiche odiaba la idea de poner el nombre de la familia en un lugar manejado por un desconocido, no saber quiénes eran sus clientes ni poder conversar con ellos, y dejar en manos extrañas la supervisión diaria de la salsa y la masa de los sorrentinos.

      También le disgustaba que sus proveedores les vendieran a otros, aunque compartir a Rivetta, que era insuperable, en el fondo resultaba un beneficio. En las noches de verano, cuando el restaurante rebosaba de gente y se acababa el pan para rellenar las paneras, Susana –la cajera a la que el Chiche llamaba Marta– levantaba el teléfono y discaba desesperada el número de Montecarlini:

      –Te hablo de la trattoria. ¿Tenés pan de Rivetta?

      Del otro lado de la línea una mujer que cumplía su misma función en la competencia le respondía secamente:

      –Tenemos.

      Entonces un cadete de la trattoria salía corriendo hasta el local de la calle Corrientes y volvía, para el alivio general, con una gran bolsa celeste bajo el brazo.

      Lo mismo sucedía cuando era Montecarlini el que se quedaba sin pan. Susana atendía el teléfono y luego de unos segundos calculados, con tono despectivo, decía:


Скачать книгу