Monoblock. Karina Sacerdote
esa rara expresión en su boca, como una mueca intermedia entre la sorna y la lástima.
Su padre carraspeó, se irguió más y habló con una naturalidad que a Germán le pareció excesiva.
—Hay que poner aceite a las bisagras —dijo, y le dio paso para que entrara.
—¿No hay problema en que me quede? —preguntó Germán, apoyando el bolso sobre el suelo, contra la pared.
—No hay problema.
Germán intuyó que se regodeaba por dentro, estaba disfrutando. Su mirada le hablaba: “Lo sabía, sabía que ibas a volver”.
Entró al baño. Trabó la puerta. Se acordó de que no había luz. El baño sin ventanas era más chico de lo que recordaba. Tanteó la canilla y un silbido reemplazó el agua. Se sentó sobre la tapa del inodoro. No necesitaba ver, se sabía de memoria cada rincón de ese pequeño infierno de tres ambientes.
Cuando salió, estaba solo. El departamento parecía más pobre, más triste. Las manchas de humedad en las paredes, la poca luz que entraba por los vidrios sucios de las ventanas.
Fue hasta el cuarto que había sido suyo y abrió la ventanita para que se aireara. Su cama, los posters de Kiss, de AC/DC, de Floyd a medio colgar en la pared descascarada, la cajonera enclenque. Todo igual que siempre, esperándolo.
Escuchó la puerta del departamento.
—Traje agua —dijo su padre asomándose apenas—. Por si te querés lavar un poco.
—Ahora voy —contestó Germán sin mirarlo.
—No te pudiste escapar nomás...
Germán no respondió. No quería tener que darle la razón. El barrio lo había vuelto a chupar, o más bien nunca lo había soltado del todo. Estaba ahí, a la vuelta del olvido, otra vez.
Paladas de moscas
Germán limpió como pudo el cuarto. Su padre pasaba por la puerta a cada rato, aunque no decía nada. Él hacía como que no se daba cuenta. Seguía acomodando la ropa en la cajonera, guardando cosas que ya no pensaba usar, que ya no quería ver. Descolgó los posters, sacudió el colchón. Cuando estuvo todo un poco más decente, se tiró en la cama.
Una mosca le zumbó en la oreja. Una mosca y recordó las paladas de moscas muertas que su madre tiraba en una bolsa, en los primeros tiempos, cuando recién se habían mudado al monoblock. No se sabía por dónde entraban. Ella mantenía las ventanas cerradas, pero ahí estaban las moscas, pegadas a las cortinas, acechando la comida, zumbando en la oreja.
—Tapate la boca que voy a tirar el Raid —decía ella mientras rociaba la casa—. Tapate bien que es veneno. —Y seguía rociando.
—¿Por qué hay tantas moscas, ma? —preguntaba Germán, le gustaba preguntar siempre lo mismo.
—Ya te dije. Porque esto antes era un basural. Acá tiraban la basura y la quemaban.
—¿Y ahora dónde tiran la basura?
—En otro lado... enfrente.
—¿Quedó basura acá y por eso vienen las moscas?
—La basura está en todas partes, quizás acá dejaron mucha abajo de la tierra para fertilizarla y hacer lindos jardines.
Minutos después las moscas zumbaban más bajo, caían desde el techo, intentaban aferrarse a las cortinas, pero se derrumbaban. Germán miraba cómo movían sus patitas, cómo intentaban remontar vuelo, escapar. Miraba sus inútiles esfuerzos hasta que quedaban duras, en el piso o en el respaldo desgastado del sillón de pana.
Ahora Germán se sentía como esas moscas, muriéndose atrapado en el veneno de ese edificio, de ese departamento; envuelto en la basura, en ese basural de gente que habían tirado ahí porque no tenían en dónde caerse muertos.
—¿Vas a comer? —le preguntó su padre desde la puerta.
—No —contestó Germán mirando al techo.
—¿Querés unos mates?
—No.
—¿Vas a salir?
—No.
—¿Te traigo una vela? Está oscureciendo.
Germán no contestó. Entornó los ojos. Se hizo el dormido.
Y terminó durmiéndose.
Nora, la de enfrente
Se despertó en mitad de la noche. Había soñado con su madre, y con Nora. Siempre que soñaba con su madre, aparecía también Nora. En esa pesadilla de años, Nora empujaba a mamá desde uno de los puentes de los edificios, Nora acuchillaba a mamá sobre la cama del dormitorio, Nora le pegaba un tiro a mamá.
Respiró profundo y se envolvió en las sábanas. Sabía que no tardaría en encontrarse con esa puta de mierda. Quizás, con suerte, ya estaría muerta. No le costó volver a dormirse.
Desde el comedor se escuchaban murmullos. Clareaba el día.
Salió de la pieza y se encontró a su padre tomando mates con Nora. Los dos sentados a la mesa, decrépitos, repulsivos, susurrando. La puta seguía viva. Pensó en la ironía de que justo soñara con ella esa noche.
Aunque había cambiado mucho, no podía ser otra que ella: el pelo platinado, las uñas larguísimas pintadas de rojo, el escote profundo. El pecho y el pliegue entre los senos estaban, ahora, llenos de arrugas. Flaca y huesuda como siempre, blanca teta, pasa de uva pintarrajeada. El cuello adornado con berretadas de plástico, parecía un acordeón. Sintió un hueco en el estómago, náuseas.
—Germán. —La puta se animaba a hablarle—. ¡Qué alegría verte! Era hora de que te acordaras de tu pobre padre.
—Me hubieras avisado. Haberme dicho que seguías con esta puta de mierda.
—¡No te voy a permitir!
Su padre se levantó nervioso, tambaleándose, y golpeó sobre la mesa. Nora estiró el brazo para tocarle la mano.
—Calmate, querido. Es entendible que el chico reaccione así.
El viejo volvió a golpear la mesa.
—Te debe respeto, ¡carajo!
Los dos se miraron midiendo fuerzas.
—Me voy a casa —dijo Nora y se levantó—. No te olvides de que tu padre es un hombre mayor, tené un poco de consideración.
Germán ni la miró. Nora agachó la cabeza y salió.
—Vos sos un hijo de puta. Esa turra mató a mi vieja y vos seguís revolcándote con ella.
—¡Esas son boludeces tuyas! —dijo su padre, volviendo a sentarse—. Vos eras muy pendejo y te imaginaste cualquier cosa.
—Te juro que si la vuelvo a ver acá, la mato.
—¡Esta es mi casa!
—A vos también te mato —lo amenazó, y se volvió a la pieza.
Necesitaba fumarse un pucho, no pensar más en esa hija de puta reventada, borrarla de una vez y para siempre. Pero los recuerdos se empeñaban en subir el volumen y, como en una película, se proyectaban en las paredes de su cuarto.
—¿Qué hacés en mi casa? —le había preguntado su madre a Nora ese lejano día en que abrió la puerta y la vio saliendo de su pieza.
Germán, apenas un nene, espiaba desde el balcón, escondido detrás de las cortinas. Hacía unos momentos había escuchado los gemidos de Nora, la voz de su padre diciéndole cuánto lo calentaba, lo yegua que era. Ahora que su padre roncaba, él no se atrevía a abandonar su escondite porque no podía mirar a su mamá. Le daba vergüenza que su mamá se diera cuenta de que sabía lo que pasaba y que no le había dicho nada.
Nora no respondía,