Monoblock. Karina Sacerdote
Me garcho a tu marido, boluda.
Germán vio cómo su madre tambaleaba. Se apoyaba en la pared.
—Andate.
—Sí, corazón, me voy porque ya acabé.
Nora se rio y caminó erguida hasta la puerta, moviendo el culo y acomodándose el pelo.
Su madre se quedó agarrada de la pared, sin fuerzas. La veía ahí, con la cara lavada, la ropa desteñida, toda ella desteñida, tratando de contener las lágrimas.
—Mamá, ¿estás bien? —le preguntó acercándose.
Pero su madre no le contestó. Lo miró y él sintió ganas de llorar.
—Perdoname, mamita.
Ella se incorporó, le acarició la cara y se metió en la pieza. La aspereza de esas manos quedó grabada en su piel de niño, y también en la del hombre que sería después.
Desde afuera de la pieza, Germán escuchó gritos, golpes. No supo qué hacer, hasta que su padre salió a medio vestir de la pieza y se fue. Su madre lloraba arrodillada en el piso, junto a la cama. Se acercó para abrazarla y sintió algo tibio metiéndosele entre los dedos de los pies descalzos. Se quedó paralizado. Cuando su madre giró la cabeza, vio el corte en la frente, la sangre y las lágrimas.
—Germán... —murmuró ella—. Andá a buscar a Doña Flora.
Él salió corriendo hasta el departamento O y golpeó la puerta varias veces, cada vez más fuerte.
—¿Qué pasa? —dijo Flora cuando abrió.
—Dice mi mamá que vengas.
—¿Pasó algo? Escuché gritos.
—Mi papá le pegó.
—Ese hijo de... Pobre tu madre. Siempre laburando para mantener a ese vago que encima la caga a palos.
Cuando entraron al departamento, Doña Flora se encerró con su mamá. Germán apoyó la oreja en la puerta, pero no pudo entender lo que hablaban.
Doña Flora abrió la puerta de pronto.
—¡Pedí ayuda, nene! Tu mamá está muy pálida, se me desmaya.
Él miró para adentro: sobre la cama con los brazos extendidos, la boca abierta, su madre tenía los ojos fijos en el techo.
—¡Metele, nene, que tu madre no reacciona!
La barra del Polaquito
Germán salió corriendo en busca de ayuda. En la plazoleta de abajo los chicos jugaban a la pelota. Su madre nunca lo había dejado salir a jugar con ellos. Se quedó mirándolos.
—¡Correte, boludo, que estás tapando el arco! —le gritó un rubiecito que tendría diez años.
Pero Germán permaneció inmóvil. Vio cómo dejaban de jugar, se miraban unos a otros y sonreían asombrados. Los vio acercarse con el rubiecito a la cabeza. El rubiecito y sus dientes torcidos y esa mirada encendida. Aunque sabía que en los ojos de ese nene no existía nada amigable, no podía moverse, no quería moverse.
—¡Ey! Pendejo. Te dije que te co...
Más tarde Germán supo que el nene rubio se hacía llamar el Polaco y que cuando se te acercaba terminaba la frase después de pegar la piña. Vio todo blanco y cayó de espaldas. Cuando volvió en sí, estaba a un costado de la plazoleta, tirado en medio de un yuyal. Se escuchaban los gritos de los pibes todavía jugando a la pelota. Sentía la cara hinchada. Se tocó la nariz y le salió un grito. Tenía sangre y le dolía. No sabía en qué momento lo habían sacado de la canchita y tirado ahí, al costado. Le picaba todo el cuerpo, intentó levantarse.
—¡Che, Polaco! —gritó uno de los pibes—. Se levantó el pendejo.
El Polaco se encogió de hombros.
—Dejalo que se raje —dijo, y miró a Germán—. ¡Volá de acá!
Germán le clavó la vista. No entendía bien por qué lo hacía, pero se negaba a bajarle la mirada. Caminó hasta el edificio con los ojos fijos en los del Polaco. Aunque acababa de romperle la cara, el Polaco ahora le permitía desafiarlo, le daba la posibilidad de demostrarle que no era tan boludo, que no le tenía miedo.
Cuando llegó a los ascensores, pensó en su mamá tendida en la cama y se desesperó por volver con ella.
El ascensor se había quedado atascado en el noveno piso. De tres en tres subían los ascensores. A su mamá le había llamado la atención desde el momento en que se mudaron al barrio. Por qué será, ¿no? ¿Será para ahorrar materiales de construcción? Porque imaginate que hubiese sido más caro si hubieran hecho que los ascensores pararan en cada piso, comentaba siempre mientras esperaba el ascensor. Y agregaba: Qué raro, ¿no? A Germán también le resultaba raro, eso y que los ascensores estuvieran fuera de los edificios. Todo el barrio le resultaba raro.
Corrió hasta las escaleras. La puerta estaba cerrada con llave. Se sentó en el escalón a esperar a que alguien entrara o saliera. Pensaba en mamá y en toda esa sangre. Pensaba y lloraba sin lágrimas para que ningún pibe lo viera. Lloraba por mamá y porque tenía la nariz rota. Lloraba porque papá siempre la hacía llorar a mamá y porque el ascensor no andaba y porque la puerta estaba cerrada con llave. Lloraba sin llorar. Justo ahí, ese día, aprendió cómo se hace eso.
El humo y los gatos
Apagó el cigarrillo. Lo presionó hasta doblar el filtro, hasta hacerlo chiquito, y volvió a presionar como queriendo perforar el cenicero. Encendió otro. Fumó en silencio sentado frente a la puerta, mirando la manija, esperando a que se mueva. Fumaba y el humo se concentraba en todo el cuarto.
El humo del cigarrillo como el humo de la quema. Su cuarto asfixiado como el barrio todo. El humo y el Polaquito pegándole a un gato. Metiéndole un palo en el culo. Estacándolo como los antiguos guerreros zulúes estacaban al enemigo.
—Odio estos gatos de mierda —solía decir después de la furia, mientras el gato de turno mostraba un temblor ya sin quejidos, y abría la boca para exhalar su último aire. Y el Polaco se reía—. Son una cagada estos gatos del orto. Tantas uñas y tantos dientes para nada.
La primera vez que vio morir a un gato en manos del Polaco, Germán vomitó. Los otros pibes se rieron de él.
Los días de humo, cuando se quemaba la basura en los predios cercanos, el barrio se llenaba de gatos. Huían del fuego de la quema y cruzaban la avenida, asfixiados. Aturdidos por el miedo, algunos eran atropellados. Los que lograban escapar del humo y de los autos, se diseminaban por todos lados. Siempre alguno terminaba en manos del Polaco.
Germán pensaba que era preferible morir quemado o atropellado. De los otros pibes, Tomás era el único que parecía entenderlo. Varias veces, cuando el gato no se moría y se retorcía de dolor y sus ojos se inyectaban en lágrimas de sangre, Tomás agarraba un cascote bien pesado y le partía la cabeza, para que deje de sufrir.
Tomás llegó al barrio cuando Germán cumplía los nueve años. Se había mudado con sus tías y su abuela. Nunca había querido contar dónde estaban sus padres y los pibes le aceptaron el silencio. El único día que el Polaco bajó la mirada a alguien fue cuando Tomás lo amenazó con romperle la cara. Tenía pinta de tan bueno que el día que se enojó todos se quedaron mudos, petrificados. Hasta el mismo Polaco tuvo que callarse. Unos meses después se cayó del sexto piso, quedó paralítico y bobo. Siempre se supo, aunque nadie se atreviera a decirlo, que el Polaco lo había empujado.
Marianela, la linda
El humo del cigarrillo le nublaba la vista. Germán se preguntó qué habría sido de Tomás, del Polaco y de su hermano Javier, de Matute, Flavio y Ernesto. Qué habría pasado con Marianela, la nena del 70, que salía a regar las plantas al balcón con solerito y dejaba caer, como al descuido, uno de los breteles. Marianela, la única que le importó de verdad.
Recordaba