Monoblock. Karina Sacerdote

Monoblock - Karina Sacerdote


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que se mudaban al escote.

      —¿Cómo se llama la piba del 70? —había preguntado a Matute, una tarde en la que esperaban al Polaco.

      —¿Quién? ¿Palermo Chico? —dijo Matute y le señaló el balcón.

      —Sí, la linda —contestó Germán y agachó la cabeza.

      —¡Boludo! ¡Estás caliente con Palermito! —se burló Matute—. Fumá tranquilo que no sos el único. Se llama Marianela.

      —¡No estoy caliente, boludo! Pasa que el otro día me saludó y no sabía quién era.

      Germán sintió un calor que le subía por las mejillas.

      —Sí… sí… —Matute se rio—. Dale, Palermo Chico te saludó, no me digás. Todo bien, boludo —le dijo palmeándole la espalda—. Mientras no se entere el Polaco, está todo bien. Dice que va a ser su novia. Bah… novia. Dice que se la va a coger.

      —Pero es una chica tranquila. Nunca va a darle bola al Polaco.

      Matute hizo su típica media sonrisa.

      —¿Y qué importa? El Polaco la mete en cualquier agujero, ahora quiere que nos cojamos a una perra.

      —¿Quiere irse de putas?

      —A una puta no. ¡A una perra! —Matute puso cara de asco—. ¿Viste la que está en el 76, la grandota color marrón claro? El Polaco dice que está buena porque por el tamaño se puede bancar cualquier pija.

      Germán pensó en lo linda que era la nena del 70 y en lo hijo de puta que era el Polaco. Pensó que lo mataba si le tocaba un pelo a Marianela. Pensó, mientras Matute le decía que veía a los pibes en la canchita de “los bajitos”, en lo linda que era. Linda y buena.

      —¿Vamos con los pibes o los esperamos acá? —preguntó Matute—. Mejor nos quedamos porque el Polaco se quería surtir a un bolita. Lo debe estar buscando. Hagámonos los boludos.

      —Bueno —dijo Germán mientras pensaba en la mirada que esa mañana le había regalado ella: una mirada de reojo y una sonrisa. Estaba seguro de que también le había sonreído.

      —El barrio está dividido en dos —le había dicho Ernesto cuando lo aceptaron en el grupo del Polaco—. Los edificios altos y los bajitos —le explicó—. En los bajitos viven los bolitas y los paraguas del orto. En los altos vivimos los de acá, argentinos, aunque también hay algunos paraguayos. ¡Son una plaga los hijos de puta!

      Germán no decía nada, escuchaba atento. Sabía que lo habían aceptado porque era buen arquero. No sabía si quería tenerlos de amigos. El Polaco le daba miedo, pero mejor estar con él que solo. No quería quedarse en casa. Su padre tomaba mucho.

      —El Bola Flores es el más hijo de puta —seguía instruyéndolo Ernesto—. Se la tenemos jurada a él y a los negros de mierda que están con él. Igual al Polaco no hay con qué darle, es un máster el pendejo.

      —¿Y qué nos hizo el Bola Flores? —se atrevió a preguntar.

      —Le tocó el culo a la prima del Polaco. La mina es re puta y es más grande que nosotros; igual que el Bola, que debe tener unos veinte. No se puede decir nada de ella porque el Polaco te surte. Imaginate que tocarle el culo ya es suficiente para que te cague a palos.

      Germán entendió que todo lo que le hicieran al Polaco era problema de ellos también.

      —Ahora que estás con nosotros, ni se te ocurra andar solo por los bajitos porque si te agarran te hacen mierda —dijo Ernesto.

      —Ya sé —contestó Germán y aunque no se explicara el porqué, se sentía importante por ser del grupo.

      —Parece que el Polaco consigue un fierro para el sábado. Estos bolitas del orto se ponen en pedo todos los sábados, así que vamos a esperar a que el Bola Flores esté liquidado para bajarlo. ¿Entendés?

      —Sí —dijo Germán, aunque no entendía realmente. Pensó que si preguntaba, lo iban a tomar por boludo.

      Al rato llegó el Polaco con los otros pibes. Tenían la típica cara de haberse mandado alguna. Se los notaba más callados que de costumbre, con la mirada esquiva y nerviosos. Matute se le acercó a Germán. Se paró al lado y lo codeó.

      —Conseguimos chala.

      Germán lo miró, pero Matute siguió en la suya, sus ojos fijos en un perro que olfateaba un cantero.

      —¿Para qué? —le preguntó Germán.

      —¿Para qué, qué? —preguntó el Polaco que estaba mostrándole algo a Enrique, a unos pocos metros. Al Polaco no le gustaba quedarse afuera de ninguna conversación, y menos de las cosas que se hablaran en el grupo.

      —¿Para qué la chala? —preguntó Germán, y el Polaco se le vino al humo.

      —¡Bajá la voz, boludo! —le dijo apretándole el brazo—. ¿Para qué mierda va a ser?

      —Me parece que el loco Gatti no sabe ni siquiera qué carajo es la chala —dijo Tomás y se rio.

      —Otro boludo. —El Polaco le clavo los ojos—. ¿No ven que está la gorra dando vueltas por el barrio? A ver si alguna vieja del orto los escucha y nos quedamos en pelotas.

      —Todo bien, Polaco, no te persigás. —Javier nunca hablaba, pero era el único que amortiguaba los arranques de su hermano—. Hoy a la noche nos juntamos en el sexto y hacemos fumata.

      Germán sintió hambre. En el comedor, la puerta del balcón estaba semiabierta. Un viento suave hacía que las cortinas, pesadas por la mugre, se moviesen apenas. Fue hasta la cocina y abrió la heladera, había vuelto la luz. La puerta tenía una chorrera de algún líquido oscuro ya seco. Había solo una damajuana por la mitad, dos salchichas en un plato con restos de puré de papas y un pedazo de queso mantecoso. Agarró una salchicha y la mordió. Tenía un gusto asqueroso, rancio. La escupió en la mano y la tiró en la pileta. Agarró un vaso y lo enjuagó. Se sirvió agua de la canilla y tomó hasta el fondo.

      La cortina del comedor ahora estaba quieta, lo que avivaba su color ocre y deprimente. Salió al balcón. Serán las seis de la tarde, pensó. Unos nenes jugaban a la pelota en la canchita de la plazoleta en donde tantas veces había jugado él de chico, en donde tantas veces había estado con la banda, planeando algo, tomando cervezas, fumando, hasta que se volvieron más pesados y el fútbol dejó de divertirlos. Enfrente, a su izquierda y pasando la canchita, se veía un nudo de edificios bajos, nido de los boliguayos. Uno de los tantos nudos-nido desperdigados por toda la extensión de los monoblock. Miró hacia la derecha: los edificios 69 y 70 se extendían, pegados como siameses, hasta la playa de estacionamiento, que llegaba a la avenida. Al final, bien lejos, en el primer piso, frente a la cancha, como si fuese un palco, el balcón de Marianela se distinguía en ángulo cerrado. Ya no tenía plantas. Algo peludo y claro resaltaba tras los cuadritos del enrejado de la baranda: un perro o un gato echado al débil sol de la tarde. Lo miró por largo rato, pensó en que quizás Nela se asomaría. La idea de que todavía viviera ahí lo perturbó. Es imposible, ella tenía futuro. Miró para otro lado.

      Recorrió los pisos del 69, uno a uno: en la planta baja, el balcón del óptico que había logrado hacer crecer un rosal en medio de eso que nunca sería un jardín y que se terminó secando con el meo nocturno de toda la barra. En el tercero, el de los Pompino, la familia del boxeador que tenía cinco hijas y seguía buscando al pibe. Recordó cuando la mujer salía al balcón pidiendo ayuda porque el marido se ponía violento y los vecinos, los que fisgoneaban desde sus balcones, se hacían los boludos y se metían adentro. Fijó la vista en el sexto piso. Un cementado que había quedado sin construir. Veinte años, y seguía igual. Departamentos abajo, arriba. Y en el medio, un piso vacío, un esqueleto de columnas y vigas que soportaba el resto del edificio. Se acordó de que para poder entrar había que saltar desde el descanso de las escaleras del séptimo y pasar por una


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