La carne del mundo. Estefanía López Salazar
convencida de lo vivido tanto o más que ahora, pero luego nada, pierdo el sueño mientras recupero el cuerpo.
Lo poco que puedo ver son algunos trazos. Recuerdo las manos desde las muñecas hasta las falanges de los dedos, luego los rostros que cuelgan y los ojos desorbitados –trazarlos pálidos, verdes–. Lo que importa no es reproducirlos, no se trata de imitar lo soñado sino de alcanzar la expresión: mantener la sensación del sueño y llevarla al color.
¿Hasta cuándo los otros van a moverme el alma? ¡Hasta que los pinte! Hasta que los pinte van a estar siguiéndome como fantasmas míos. En sueños estuve en la Plaza Mayor como en la tarde, volví a verlo: uno de tantos hombres del campo sin lugar en la ciudad, quería comida para él y para sus hijas.
Cuando cierro los ojos no sé si recuerdo la realidad o recreo el sueño, pero en ambos casos todo es verde, verde musgo. Veo a sus hijas como arbustos viejos pudriéndose detrás del padre, en silencio. Más atrás, la pared añeja corroída por la indiferencia. El padre diluyéndose entre el sombrero y la camisa, sus ojos ya no se inmutan ante el azar: moler los días le ha licuado la esperanza.
Tiene los dedos cubiertos de clorofila y sangran, sé bien que la rabia es lo último que deja de latir. Con gran esfuerzo sostiene a la hija menor en brazos, una barriga prominente aloja en la pequeña la fiesta de los parásitos. Es la vida aprovechando el momento para germinar. ¿Y si fuera un niño? ¿Podría trabajar, salvarles la vida? ¡Pero qué importan las palabras! La imagen es el único lenguaje completo.
Verdes, blancos y rojos. Pálidos –hacer el boceto lo antes posible–.
Yo soy, ante todo, una pagana. Venero cuanto objeto hay en el mundo que es tocado por la luz. El olor, la brisa, el color son las formas que para mí tiene la belleza. Hay algo que debo hacer. La vida vibra con su hermosura natural. Hay oscuridades que voy a iluminar a pinceladas. Por eso tengo que entrar a los sitios privados: para registrar la vida. Después, gritar con el color, mostrar su olvido anémico o su furia.
Cuando la nana entra en el cuarto la encuentra sentada en una butaca junto a la ventana, está concentrada en su diario. “Amaneció ensimismada”, piensa Anselma y acierta porque la conoce desde siempre. “La niña Rufa”, recuerda que así le decían a Elisa hace más de veinte años cuando ella llegó a trabajar a la casa; “¿veinte años?, ¡qué vieja estoy!”, dice para sí sorprendida y se pone a rumiar el pasado. No logra entender cómo es que todo pasa tan rápido, cómo se volvió vieja y cuándo fue que de la pequeña tímida y enfermiza de su memoria brotó esta señorita de facciones finas y carácter pulido.
Elisa cierra la libreta y ve a su nana recostada en la jamba de la puerta, con la misma cara triste que no se le quita con ninguna alegría, mordiéndose las uñas con esa terquedad que le hace sangrar los dedos.
—¡Ave María Anselma, dejá de morderte esas uñas! –le dice Elisa, despertándola del ensueño–, ¿viniste a avisarme que llegó Carlos?
—Sí, sí, pa eso vine, mi niña –responde la nana apresurada–, la espera hace un buen rato.
III
UNA SEÑORITA EN GUAYAQUIL
Cada vez que Carlos visita a Elisa va directo al patio: la fuente que hay en medio le produce una sensación infantil de sortilegio. Hoy no es la excepción, escucha el movimiento del agua con los ojos cerrados y espera. Pasado un rato la oye caminar apresurada a su encuentro.
Elisa avanza por el pasillo y ve a su amigo en el mismo lugar. A medida que se le acerca repasa sus formas angulosas, juega a imaginar qué expresión tendrá cuando voltee a verla. Trae puesta una camisa blanca sobre la que cuelgan dos tirantas negras que terminan en un pantalón gris, ancho. Elisa ríe: la ropa de Carlos es inmensa, “o se encoge más cada vez que lo veo o la compra cada vez más grande”. Aunque el pantalón es amplio, en el bolsillo derecho resalta su habitual paquete de tabacos.
El hombre voltea y al verla estira los brazos, ella descarga su peso sobre él.
—¡Mi queridísima loca! –dice. Aún con los brazos sobre la espalda de la figura menuda y pequeña de Elisa, siente que ella ríe con la cara pegada a sus costillas. Escucha la estridencia de su risa como si él fuera una caja de resonancia.
—¡Te he extrañado un montón!, tengo cosas que contarte –le explica y lo apura–, pero en el camino hablamos.
El hombre simula resistirse pero se deja llevar a la salida.
—¡Vamos a perdernos la mañana, Carlos! Tenemos que movernos –dice ella.
—Como siempre, mi deber de caballero es advertirte que esto no es de señoritas –remata él llegando a la salida y le guiña el ojo–. ¿De verdad quieres ir a la plaza? –Mira al cielo y arruga el ceño, saca un tabaco del pantalón y, de nuevo, habla–: Hay sitios de más belleza en esta ciudad, pero lo peor es que en la plaza puedes quedar traumatizada. La última vez que fui solo, cuando me abandonaste por ir con tus hermanas a Envigado, vi una pelea de gallos, ¡te lo cuento para advertirte!, fue una terrible masacre. No estoy seguro de que el corazón de una damita de tu alcurnia pueda aguantarlo –le reitera en tono jocoso. Luego tapa el viento con la mano y aspira tres veces el tabaco apretado entre el pulgar y el índice. Manchas rojas se extienden en la punta del cigarrillo hasta cubrir la circunferencia. Después de la última bocanada degusta el humo y voltea a verla.
—Mírame cómo tiemblo –le responde su amiga con los brazos cruzados.
—¿O sea que vas a insistir? –dice él, mientras una nube ligera y blanda termina de salir de su boca–, ¡quién se iba imaginar tanto arrojo en un envase tan chiquito!
Ella blanquea los ojos y mueve la cara de un lado a otro. Conoce sus particulares halagos.
—No es valentía, es que el mundo real es ese y no me lo pienso perder –concluye mientras retoman la marcha.
La claridad se alza sobre la hilera de casas. El viento matutino se arremolina en las esquinas. La suciedad de las paredes se confunde en la prolongación de fachadas blancas, iguales. Grandes vanos enmarcados en dinteles y jambas rústicas dan profundidad a la imagen. El verde de las montañas, el azul de las más lejanas, sumen en un paisaje campesino a las dos figuras que se alejan en la calle.
Pasados unos minutos están cerca de la plaza. La ciudad se delinea entre guayacanes, acacias y palmeras. Al fondo resalta una extensión rectangular de pilares simétricos bajo un techo de pizarra hexagonal. De cerca, los que eran sombras a la distancia adquieren vida bajo el sombrero y el poncho. En la parte trasera de los carros, alineados sobre el cuadrilátero, una multitud de hombres remueve bultos teñidos de marrón. Los alzan en hombros o en grandes carretas formadas por tablas y dos ruedas. Todos ingresan a la Plaza de Mercado de Guayaquil y salen sucesivamente a continuar con la labor. Junto a los vehículos, los caballos agachan la cabeza mientras los cargan con bultos de café. El olor a tierra y a fruta madura se propaga a medida en que asciende el sol. Las jaulas arrumadas a un costado de la plaza esperan para el viaje a las veredas.
Los rostros pálidos se funden con las esquinas: polvo, cal y tierra. Hay quienes se niegan a renunciar a la noche, mientras otros están en jaque sobre la mesa. El salón delantero del Bar sin nombre está lleno de arrieros que han pedido el primer tinto del día. Las paredes están atiborradas de imágenes del muy afamado Carlos Gardel, a su lado Margarita Cueto y, en el centro, la letra de una canción de Alfredo Le Pera, enmarcada en madera gruesa: “en tus muros con mi acero yo grabé nombres que quiero”.
Rompiendo la profundidad del salón hay una barra larga junto a la cual está la joya del lugar: un piano fieramente custodiado por tachas de hierro. El aparato maniático se lamenta con voz de compadrito, luego varía la música y nace el quejido largo del campesino antioqueño. Las vibraciones multicolores atrapan la mirada. Al fondo, el reservado cubierto por cortinas rojas y pesadas.
Cuatro saloneras se acercan a las mesas para atender a forasteros y lugareños: dos lucen casi infantiles, otras dos ya marchitas. Custodia la barra