La carne del mundo. Estefanía López Salazar
entran al bar. Detrás de las cortinas carmín se escuchan gritos. Dos hombres ríen al ver a Elisa ingresando al lugar. “Una monja en la casa del diablo”, se escucha decir. Carlos hierve cada vez que ofenden a Elisa. Aunque vayan juntos, su presencia en espacios masculinos no deja de ser motivo de burla.
—Solo voy al baño –lo tranquiliza Elisa acariciándole el brazo–. Ve y toma algo. Ya vuelvo.
Él arquea las cejas con resignación. Debe aceptar que ese es el motivo de la visita. Se acerca a la barra y pide un tinto doble. La mujer lo mira de arriba abajo, luego toma un pocillo, lo estrega con un trapo por dentro y lo pone bajo la greca. Carlos inspira el olor del café. La mujer deja el pedido frente a él y se dirige al reservado.
Al llegar al piano la cantinera se encuentra con Elisa. Su figura no encaja en el lugar. Repasa la pieza gris, ascética, que constituye el vestido de la muchacha, ¿cuántas mujeres tan vestidas entran a diario? Sin embargo, no da mucha importancia al asunto, vuelve a lo urgente, a la algarabía de otro amanecer en Guayaquil.
Una rubia arrastra la voz mientras grita reclamándole al hombre en la mesa. Es por una salonera, le entiende la administradora al llegar a la escena. Esta, ahora más malencarada, le hace ademanes al hombre para que se retire del sitio. El joven la calma transando con ella el consumo de otra botella. Mientras la mujer se aleja, la rubia pasa de la furia al llanto.
Escondida junto al muro del baño, Elisa saca su libreta para representar la escena: la rubia triste recuesta el rostro en su brazo apoyado sobre la mesa, el pelo ensortijado y despeinado está en el primer plano. Pinta detrás a la administradora: el vestido floreado, la pañoleta amarrada al cuello, el gesto displicente, la nariz larga, las orejas grandes, el rostro de trazos bruscos. El boceto concluye con el perfil del caballero: tiene un trago en la mano derecha mientras que con la otra hace señas para el nuevo pedido. Elisa recuerda marcar al fondo la cortina. La imagen no tiene eco sin ella. El reservado es la esencia del bar. No puede ocultar el placer que siente al captar una realidad que como mujer se le niega. Al salir pasa por el lado de Carlos y le señala la puerta. Él ha terminado su café y exhala aliviado. Por lo pronto se van del bar, rumbo a la casa de la pintora.
—Y, ¿qué fue lo que pasó atrás? –dice él mientras se alejan del bar.
Un pájaro de pecho rojo vuela bajo y se dirige al río. Elisa repara en él.
—Que encontré lo que estaba buscando, ¿ves que no íbamos a demorarnos mucho? –le extiende la libreta.
Él sigue andando, con una mano agarra una de sus cargaderas y con la otra sostiene la libreta y evalúa la expresión en las figuras.
—La potencia la tiene la cantinera –asegura cuando sale de su letargo–. Está tan tensa que hace contraste con el abandono de la mujer en la mesa. ¿Vas a mostrársela al maestro? –La mira y le devuelve la libreta.
Ella se detiene un momento en la hoja.
—A pesar de que es distinto a Barcenilla, no estoy segura de que me apoye si quiero pintar algo más que florecitas y bodegones. Como bien lo dijiste esta mañana, estas no son cosas de señoritas.
La mañana está terminando. Ya han llegado los arrieros a la Plaza Mayor. Se escucha, a lo lejos, el zumbido metálico de las herraduras de los caballos sobre la piedra. Otro pájaro pasa en dirección al agua clara del río Medellín. La mañana en decadencia se salpica de los olores a cebolla y ajo que ahora se arrojan a la vía desde las ventanas abiertas de las casas.
—¡Muéstrasela! –dice él sacando un tabaco del pantalón–. Es un hombre de libertades artísticas y la imagen es buena. ¡A nadie tiene por qué importarle cómo la obtuviste!
Ella alza las cejas y vuelve a torcer los ojos.
—Voy a pensarlo, esta tarde veré al maestro en el Ástor, también irán las compañeras. ¿Te acuerdas que te conté que con las del grupo de pintura íbamos a hacer nuestra primera exposición?
—¡Por supuesto!, el maestro también me lo había anticipado –responde él. Luego chasquea los dedos y la mira con los ojos muy abiertos–. ¡Pero Elisa!, ¿no fue la semana pasada?
—Así fue mi querido despistado, llevo toda la mañana esperando a que me preguntaras. ¡Ojalá hubieras estado en la ciudad!, yo andaba matada de la dicha porque por fin iba a mostrar lo que había hecho en varios meses de trabajo. Además, el maestro dijo que mi cuadro, el de los pajaritos, iba a ser el primero que viera el público.
—Pero qué alegre noticia. ¿Cómo no me contaste eso desde el principio Elisa? –dijo mientras detenía el paso–. ¡Esto hay que celebrarlo!, pero a ver, cuéntame los pormenores.
—Qué más puedo decirte, lo que antes te había anticipado, el maestro consiguió apoyo y nos prestaron una casa cerca del Club Unión, imagínate cómo estaba, ¡feliz!, aunque la dicha no me duró mucho. ¿Cómo te parece que, de un momento a otro, mi pintura resultó colgada en la última habitación?, ¿puedes creerlo? Yo estaba furiosa.
—Y por supuesto que habrán sido ellas, Elisa. Que conste que yo te había anticipado las intenciones de tus compañeras, fuiste tú la que no me creíste. Pero ¡tienes que seguir adelante con tu aprendizaje!, ya lo habíamos hablado, este medio está lleno de envidia y sigue siendo motivo de agasajo la exposición por sí misma, mucho más si el maestro vio cualidades suficientes en tu pintura como para hacerte ese reconocimiento.
—Tienes razón, me halaga que el maestro crea en mi trabajo, lo que importa es seguir con esmero, perfeccionar, intentar técnicas distintas. Entonces, ¿te parece si celebramos con un almuercito de Anselma? Se nos está haciendo tarde para volver a la casa.
Deprisa, la claridad se ha apoderado del día. Una barrera amarilla dificulta la vista de las hileras de casas. El viento matutino, ahora más pesado, arrastra las gotas del río hacia el cielo. La suciedad de las paredes crece a medida que los caballos golpean las piedras levantando polvo con los cascos. Grandes vanos enmarcados en dinteles y jambas rústicas dan idea de profundidad. El verde de las montañas cayendo en el valle enmarca en un paisaje campesino a las dos figuras que se alejan.
IV
CUADROS QUE NI UN HOMBRE DEBERÍA PINTAR
NOTICIAS EN EL ASTOR
En el salón de té tres de sus alumnas lo esperaban en la primera mesa. Lo vieron desde lejos. Traía puesto un pantalón gris, camisa blanca y una boina negra, del brazo derecho colgaba su abrigo. Al verlas les hizo un guiño: apoyó el índice izquierdo en el puente de sus gafas y las deslizó hasta la punta de la nariz. Antes de llegar donde sus pupilas lo abordaron dos hombres. El maestro Justo López Belmonte hizo una señal a aquellas y se sentó en la mesa contigua con los caballeros.
Las alumnas se habían acostumbrado a esperarlo cuando estaban en un sitio público. El maestro era un hombre reconocido, querido por muchos y odiado por otros pero, en todo caso, un personaje notorio. Quienes se le acercaron esa tarde fueron Mauricio Pimiento y Omar Eduardo López, ambos directivos de la Sociedad de Artes Pictóricas de la ciudad. Las discípulas estaban ansiosas por aquella conversación: querían saber si la exposición realizada en días pasados había surtido algún efecto.
Las mujeres movieron las sillas de forma que una de ellas quedara cerca de la mesa del maestro, esta agudizó el oído cuidándose de no llamar la atención. Las otras dos disimularon hablando de los transeúntes. “La vía del resbalón” era famosa por ser corredor de hombres y mujeres de clase alta, quienes paseaban luciendo a la moda. Era también el lugar en el que los muchachos y muchachas de las mejores familias se reunían a tomar el algo. Acceder a la mesa principal del salón de té era estar en primera fila de la actividad de la ciudad, todo un privilegio dada la antelación que exigía la reserva. Rosa, Emilia y Paula llegaron temprano, con el tiempo suficiente como para tomar la media mañana y esperar al maestro hasta el almuerzo. A sus otras dos compañeras las citaron al medio día.
Eran cinco las mujeres que conformaban