La carne del mundo. Estefanía López Salazar

La carne del mundo - Estefanía López Salazar


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de Uribe era la más experimentada de las aprendices. Desde su juventud dominaba a la perfección las técnicas pictóricas tradicionales ya que sus primeras lecciones las había tomado en la institución de Bellas Artes, dirigida por el famoso artista Ernesto Barcenilla, de quien había aprendido los usos canónicos de la acuarela y el óleo.

      La esposa del alcalde buscó la instrucción del maestro Justo López Belmonte cuando este retornó al país, circunstancia que motivó su salida de la institución regida por el pintor Barcenilla. En aquel momento era toda una novedad el pintor recién llegado de Europa, así como la discusión de este con el hasta entonces máximo exponente de la pintura en la ciudad y director de la institución de artes. Para López Belmonte el arte debía irrumpir dentro del orden político y moral afectando la vida práctica, pero para Ernesto Barcenilla, ideólogo purista, hablar del arte con sentido social era una burda manera de cubrir la mediocridad en la ejecución artística.

      Esta ruptura conceptual los separó como amigos, en particular porque en la acalorada discusión López Belmonte señaló a Barcenilla de “fósil cultural”, a lo que el ofendido respondió con el apelativo de “sofista de mediopelo”. Los pintores de la ciudad se dividieron entre barcenillistas y belmontistas, los unos siguieron bajo la dirección de Barcenilla en la institución formal, mientras los otros decidieron agruparse a distancia de las imposiciones académicas para llevar a la práctica la acción social del arte.

      Las cinco alumnas que tenía el maestro demostraban su apertura libertaria. Para la institución de artes en la ciudad el papel de las pintoras se había ceñido a un mínimo espacio de movilidad: el del arte doméstico o decorativo. De la mano de López Belmonte, Rosa y sus compañeras conocieron una pintura distinta: la de una realidad sin aura. Sus representados ya no eran sujetos ideales, sino personas del cotidiano. El maestro las incentivó a renovar los intereses habituales de la pintura femenina y a utilizar con mayor soltura las técnicas tradicionales.

      Gracias a la visión del maestro se había realizado, por primera vez en la ciudad, una exposición compuesta en su totalidad por artistas mujeres. Las alumnas estaban a la expectativa ya que él les había adelantado que, dado el éxito de la exposición, las clases tomarían un nuevo rumbo. Esa era la razón del almuerzo.

      Rosa se cercioró de que el maestro ocupara la silla frente a la suya. La alumna estaba preocupada por la extraña manera en que este trataba a la más joven de sus pupilas y así se lo había comentado a sus compañeras. No le gustaba la forma descarada en que Elisa quería ser reconocida. Había llegado al grupo de un momento a otro y quería liderar exposiciones sin tener en cuenta el tiempo de trabajo de las demás y las jerarquías.

      Elisa Duque había sido aceptada como discípula de modo distinto a las demás, si se quería, forzado. Había perseguido al pintor para que le permitiera participar de las clases. A pesar de que, en principio, él no quería incluir a más alumnas, en apenas pocos meses Elisa parecía tener el dominio sobre el artista, al punto de que, en la exposición que las alumnas habían hecho, López Belmonte había asignado el mejor lugar de la sala para la novata. Rosa solo lo supo el día de la exposición y sin pensarlo dos veces la reubicó en la parte trasera.

      Cuando el reloj señaló el medio día las dos alumnas que faltaban llegaron al lugar. También se sentó a la mesa el tutor, quien puso su saco en el espaldar de la silla de mimbre antes de saludar.

      —¿Cómo están, pues, mis queridas muchachas? –dijo mientas veía llegar a la mesera. Una jovencita con vestido negro sobre el que se ajustaba un delantal blanco le hizo reverencia al pintor. Este le pidió un jugo de mandarina y el plato del día. Las alumnas también se acogieron al menú.

      El pintor se acomodó en la mesa y limpió sus gafas mientras empezaba a hablar:

      —Señoras, las cité por intermedio de Rosita, porque quiero que no pase de largo el éxito de la exposición y los múltiples comentarios favorables que me han hecho –Se puso las gafas y aterrizó una mira cálida sobre las alumnas–. No más hace un momento estaba con dos de los directivos de la Sociedad de Artes Pictóricas y ¿qué creen? Pues me estaban preguntando por ustedes, asumo que lo intuyeron desde que me vieron allí sentado, ¿no? Lo cierto es que ellos quedaron muy impresionados con algunos de los cuadros que vieron ese día. Así que, si lo que queríamos era darle visibilidad al proceso tan importante que están viviendo, estoy seguro de que se logró esa empresa. A ver, pero digan algo, pues. –Llevó el vaso anaranjado a su boca y vació el contenido.

      —Si me permite maestro –intervino Emilia, carraspeó y continuó–, es de gran valor su aporte para nosotras. Creo que, igual que yo, todas estamos complacidas con la acogida de la exposición, por eso, si no es mucha molestia, denos más detalles, ¿le dijeron algo más específico los señores?

      —Pues son directivos de la Sociedad de Artes Pictóricas –explicó López Belmonte–, qué más les puedo decir, no me hubieran buscado de no haber visto gran potencial en sus obras. No puedo más que ratificarles lo que ya saben, que estoy muy satisfecho con su compromiso y con la dedicación que han puesto en sus estudios. Naturalmente todas son mujeres talentosas, pero el tiempo y la voluntad son las razones de esta celebración.

      Todos se dispusieron a comer. Cuatro meseras sirvieron el almuerzo: sopa de zanahoria, albóndigas en salsa agridulce, arroz amarillo y papas en crema de perejil. En medio de la mesa una canasta de pan y mantequilla.

      —Pero bueno, muchachas –se apresuró a continuar el maestro–, además del almuerzo saben que hay algo que quiero decirles, de manera que, sin más rodeos, mi propuesta es que, en adelante, abandonemos el estudio tradicional de naturalezas muertas y demos un carácter realmente humano a la pintura, es decir, quiero proponerles que el próximo curso lo hagamos con el estudio del desnudo. ¿A ver, qué dicen?

      Apenas acabó de hablar el profesor, Paula levantó la cabeza con el ceño arrugado ladeándola un poco a la derecha, como si acercando el oído a su tutor pudiera captar un contenido inentendible.

      —Discúlpeme maestro, pero no creo haber comprendido, ¿cómo haríamos ese tipo de estudio?

      Todo quedó en silencio. Rosa y Emilia habían retirado hacia adelante su plato a medio comer, las otras dos, Lucía y Elisa, ubicadas a la derecha del maestro, tenían también una expresión de asombro, pero con aire de alegría.

      —Nada más que eso, mi querida Paula y mis queridas amigas –respondió López Belmonte–, sabemos que tenemos por filosofía la de rechazar la producción monótona. Eso es lo que buscamos. Ustedes han aprendido que hay que canalizar las intenciones profundas, nada de repetir a otros, ustedes no son copistas y eso ya lo hemos corroborado, porque la exposición reveló el verdadero talante del que están hechas.

      Levantó el brazo izquierdo y de inmediato una mesera se acercó a recoger los platos. Le pidió un café doble con aguardiente y se dirigió a las alumnas, —A ver muchachas. Más que enseñarles a hacer trazos o a combinar colores, mi apuesta al aceptarlas como alumnas era forjar en ustedes un sentido de lo que hacemos los artistas. Les he dicho hasta el cansancio que la acuarela es fusión metafísica entre el agua y lo material. Que la acuarela y el fresco son la bandera de la patria. El agua se escurre entre las manos del pintor hacia la revelación de una verdad. Esa verdad descubre el trazo, la forma, la técnica y, como mucho les he dicho, técnica es fuerza, pero no hay fuerza sin originalidad. Por eso es necesario que corramos tras lo original, es decir que desnudemos nuestra realidad.

      —Pero, profesor –lo interpeló Rosa–, ¿y eso qué tiene que ver con estudiar el desnudo?, ¿no cree que ese es trabajo masculino y que un grupo de señoritas no debería abordar ese tema?

      —Difiero de su apreciación, Rosita –dijo el maestro mientras degustaba el tinto que ya había llegado a la mesa–, no hay pintor que pueda llamarse a sí mismo verdadero artista si no domina la técnica frente al cuerpo humano y ustedes están preparadas para dar el paso. Un claro ejemplo de lo que les digo es que, incluso Barcenilla, con lo pacato que es, se ha forjado un nombre en la práctica del desnudo.

      Elisa rio por el comentario de su tutor, el maestro siguió con su intervención.


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