Un pirata contra el capital. Steven Johnson
compañía en guerra
xxvi El ‘faujdar’ de agua salada
xxxi El Muelle de las Ejecuciones
introducción
océano índico, al oeste de surat
11 de septiembre de 1695
Un día despejado, el vigía encaramado en el palo mayor de cuarenta pies de alto del barco tesorero mogol divisa hasta diez millas náuticas, topándose con el límite visual que le impone la línea del horizonte. Es el final del verano. Sobre las aguas tropicales del océano Índico flota una humedad que tiende una cortina neblinosa en la lente del catalejo. Cuando el navío inglés se distingue por fin en la distancia, se encuentra a solo cinco millas.
No tiene nada de particular toparse con un barco inglés en estas aguas. Hay apenas unas jornadas de travesía hasta Surat, una de las ciudades portuarias más prósperas de la India, la primera sede de la Compañía de las Indias Orientales. A primera vista, el vigía no cree necesario siquiera dar la voz de alerta. Sin embargo, conforme pasan los segundos y el contorno borroso de la nave se concreta en el catalejo, algo llama su atención: no la bandera, sino su velocidad. Se da cuenta ahora de que el barco navega viento en popa y a todo trapo. Avanza rápidamente, al menos a quince nudos, quizá más; a más del doble de la velocidad máxima que puede alcanzar el barco tesorero. El vigía nunca ha visto un barco surcar el mar abierto con esa celeridad.
Para cuando el vigía avisa al resto de la tripulación, el barco inglés ya se divisa a simple vista.
Desde la posición aventajada que le da el alcázar, el capitán del barco indio aún no tiene motivos para temer a ese navío que se aproxima, por muy rápido que lo haga. Su barco está armado con ochenta cañones, cuatrocientos mosquetes y casi mil hombres. Por lo que el capitán es capaz de distinguir, el barco inglés no puede portar más de cincuenta cañones y una tripulación mucho menor que la de su propio barco. Aun estando gobernado por piratas al ataque, el capitán lleva meses navegando sin incidentes; ha atravesado el infame nido de piratas que es la embocadura del mar Rojo sin que le planten cara y ya tiene su puerto, el de Surat, casi a la vista. ¿Qué pirata se atrevería a atacarle en estas aguas, con tan poca potencia de fuego?
Sin embargo, el capitán no conoce la larga historia que ha reunido a ambos navíos en ese mar. No sabe que los hombres a bordo del barco inglés han recorrido miles de millas náuticas para poder acercarse a ese otro barco que regresa a puerto cargado de riquezas inimaginables, que llevan esperando esta oportunidad más de un año. No sabe de lo que son capaces esos hombres ni los crímenes que ya han cometido. Y no conoce el futuro inmediato, los dos improbables acontecimientos que están a punto de producirse, con una diferencia de segundos, anulando de manera vital su ventaja.
La secuencia comienza con un error mínimo. Un artillero bisoño ceba el cañón con demasiada pólvora, una o dos onzas de más. O, quizá, días o semanas antes, uno de los pajes de artillería dejó de limpiar correctamente una recámara y pasó inadvertido un residuo de pólvora. O quizá la cadena de acontecimientos se iniciara mucho antes, en el alto horno de algún rincón de la India en el que se fundió el arma, quizá con un minúsculo defecto en el hierro fundido que refuerza la recámara, un defecto en el que nadie repararía durante años, debilitándose poco a poco, con cada disparo, hasta que un día –por fin, un día– el cañón falla.
Un cañón es un artilugio tecnológicamente sencillo. Aprovecha la energía de una explosión, que es multidireccional, y la encauza en un sentido concreto, definido por la caña, el largo cilindro que recorre la bala y del que sale despedida para volar en dirección a su objetivo. Las leyes físicas que rigen su funcionamiento son tan obvias que el ser humano inventó la artillería casi inmediatamente después de dar con el cóctel químico integrado por azufre, carbón y nitrato de potasio –lo que hoy llamamos pólvora– hace unos mil años. Pasarían siglos antes de que a las explosiones se les dieran otros usos (motores de combustión interna, granadas de mano, bombas de hidrógeno). El cañón, no obstante, era al parecer consecuencia natural del descubrimiento de la fuerza propulsiva de la pólvora. En cuanto supimos cómo hacer explotar cosas, se nos ocurrió cómo aprovechar esa energía para lanzar por los aires un proyectil pesado a gran velocidad.1
El cañón es un artilugio tan sencillo y efectivo que su diseño básico permaneció inalterado durante cientos de años: se introduce pólvora por el ánima del cañón hasta la recámara –es lo que se denomina cebar el cañón–, luego se mete un taco de estopa o papel y, finalmente, se introduce la bala de cañón, que se encaja entre el ánima y el taco. En la recámara hay un estrecho orificio, el llamado oído, que comunica con el exterior del cañón en su parte superior y por el que se introduce la mecha. En la mayor parte de los casos, el artillero prende esta y, unos instantes después, la pólvora se enciende, desencadenando una enorme cantidad de energía que se ve contenida por las robustas piezas de aleación hierro-carbono llamadas faja, escocia y lámpara. Casi toda la energía de la explosión se canaliza por tanto a lo largo del ánima en dirección a la abertura, impulsando la bala.
Sin embargo, pese a su solidez, la estructura cristalina del hierro fundido puede en ocasiones verse deteriorada por impurezas invisibles, especialmente cuando la proporción de hierro y carbono no es la adecuada, lo que puede provocar fallos catastróficos. Cuando las piezas en que se aloja la recámara ceden, un cañón deja de ser un cañón y se convierte en una bomba.
Los cuatro tripulantes que manejan ese cañón cuando estalla en miles de esquirlas mueren antes de que la explosión llegue a sus oídos. Y esos son los que tienen suerte. La ignición