Un pirata contra el capital. Steven Johnson
un acceso sin parangón a las redes navales europeas y las muchas calas e islotes que salpican esa costa la hacían ideal para los contrabandistas. El vínculo entre la piratería y el condado de Devonshire sigue vivo en el habla inglesa más de trescientos años después de que ese chico del condado subiera a aquel barco de la marina: cuando los angloparlantes imitan el estereotípico acento de pirata, con la característica onomatopeya –¡arr!– están, de manera inconsciente, emulando el acento y la gramática propios del inglés que se habla en el Sudoeste.
El misterio que rodea la vida del marino de Devonshire comienza con su nombre. En la primera referencia biográfica de sus hechos, publicada en 1709, se le llama capitán John Avery. De joven al parecer adoptó brevemente el alias de Benjamin Bridgeman, aunque su apodo, Long Ben, ha llevado a algunos historiadores a especular que su verdadero apellido era Bridgeman y Avery era el alias. La mayoría de los especialistas opinan que nació cerca de Plymouth, en Devonshire, en la costa sudoccidental inglesa. Un conocido testificó bajo juramento en 1696 que el marino era un hombre de unos cuarenta años, lo que dataría su nacimiento a finales de la década de 1650. Los registros parroquiales en Newton Ferrers, una localidad situada sobre la desembocadura del río Yealm, al sudoeste de Plymouth, dan fe del nacimiento de un niño, hijo de John y Anne Avery, el 20 de agosto de 1659. Quizá ese niño creció para convertirse en el infame Henry Avery, el delincuente más buscado del planeta. O quizá el auténtico Avery nació en alguna otra localidad del Sudoeste durante ese mismo periodo. En parte porque una familia de apellido Every había sido terrateniente de prestancia en Devonshire desde hacía siglos cuando él nació, muchos se refieren a él como Henry Every. Casi todos los documentos legales escritos en inglés deletrearían su apellido como “Every” y la única carta que se conserva de su puño y letra está firmada como “Henry Every”. Every era el apellido más utilizado en general cuando se convirtió en uno de los hombres más infames del mundo. Este último motivo bastaría para llamarlo efectivamente Henry Every.
Apenas se sabe nada de su infancia. Un relato autobiográfico en el que sus primeros años de vida quedan totalmente opacados data de 1720: “En el presente relato no doy noticia de mi nacimiento, niñez, juventud ni de ninguna otra época anterior a mi edad adulta, pues fue la parte más inútil de mis años, de modo que igualmente le resultará inútil saberlo a quienesquiera que lean esta obra, pues en general no ocurrieron cosas reseñables en sí ni tampoco de aprovechamiento para los otros”. Dado que tal relato autobiográfico es casi con toda certeza apócrifo –algunos creen que, de hecho, fue obra de Daniel Defoe– la omisión de detalles sobre la infancia refleja sin duda cuán yermos son los registros históricos, no tanto la infancia que viviera Every.5
Sin duda, el joven Henry Every (o Avery o Bridgeman) creció escuchando cuentos populares sobre las hazañas de exploradores como Drake o Raleigh, quienes durante su carrera como marinos pasearon cómodamente por la frontera entre el corso y la piratería. (Como veremos, las convenciones legales de la era desdibujaron deliberadamente esa frontera). Esas falsas memorias afirman que su padre había servido en la Marina Real como capitán mercante; en efecto, en el árbol genealógico de los Every de Devonshire había unos cuantos capitanes de barco. Independientemente de los detalles reales, parece que Every, como también afirman las memorias ficticias, “se crio en el mar desde la juventud”. No en vano, el primer detalle biográfico real que conocemos de Every –más allá del registro parroquial de Newton Ferrers– es que, en efecto, se alistó en la Marina Real, probablemente durante su adolescencia.
Las neblinas que empañan el nacimiento del marino de Devonshire son casi tan espesas como las que rodean su muerte. Lo cierto es que no sabemos a ciencia cierta dónde ni cuándo nació, ni tampoco su nombre real. Viene muy al caso que las raíces de Henry Every se hundan en el misterio. Las vidas de las grandes leyendas de la historia son un palimpsesto, múltiples capas de relatos que se entretejen con los rumores y con las sutiles alteraciones que aparecen en cualquier historia contada de generación en generación. Durante un tiempo, Henry Every fue una leyenda tan conocida como cualquier otra del repertorio; héroe inspirador para algunos, asesino despiadado para otros. Fue un amotinado, un líder de la clase trabajadora, un enemigo del Estado y un rey pirata.
Y, al final, se convirtió en un fantasma.
3 Turley, 1999, p. 23.
4 Dean, 2013, p. 60.
5 Defoe, 2015, pp. 65-67.
ii
Los caminos del terror
delta del nilo
1179 a. c.
A ojos modernos, los jeroglíficos que cubren el muro exterior noroccidental de Medinet Habu, el templo funerario de Ramsés III, son inescrutables, pues están escritos en un idioma que solo comprende un reducido grupo de egiptólogos. Sin embargo, los bajorrelieves del templo son fáciles de entender: describen una escena sangrienta con guerreros blandiendo jabalinas y dagas, protegiéndose con escudos y corazas egeas de una lluvia de flechas. Un oficial que se distingue por su tocado egipcio parece estar a punto de decapitar a un enemigo caído; por fin, una pila sangrienta de cadáveres indica la aniquilación total de las fuerzas invasoras. Estas imágenes –y los jeroglíficos que las subtitulan– narran una de las mayores batallas navales de la historia, un choque entre las fuerzas egipcias y una flota de incursores itinerantes adscritos a lo que hoy los historiadores llaman Pueblos del Mar. Puesto que nos dejaron maravillas arqueológicas como el templo de Ramsés III y las pirámides, por no mencionar los tesoros de Tutankamón, la dinastía egipcia a la que pertenecía Ramsés III ocupa desde hace mucho un lugar especialmente destacado en nuestra imaginación histórica. Cualquier alumno de primaria es capaz de contar algo sobre los faraones. Los llamados Pueblos del Mar no dejaron el mismo legado, más que nada porque se pasaron la mayor parte de su existencia navegando por el Mediterráneo. No dejaron templos ni monumentos que siguieran impresionando a los turistas tres mil años después de su desaparición. No fueron pioneros en nuevas técnicas de agricultura ni escribieron tratados filosóficos. No dejaron ningún registro escrito, de hecho. Sin embargo, los Pueblos del Mar deberían ocupar en nuestro imaginario del mundo antiguo un lugar quizá algo más señalado por una razón específica: fueron los primeros piratas.
El origen geográfico de los Pueblos del Mar sigue siendo objeto de debate entre los historiadores. La hipótesis más aceptada afirma que los Pueblos del Mar fueron varios grupos refugiados de la Grecia micénica que se conformaron como un ente cultural al final de la Edad del Bronce. Algunos eran guerreros y mercenarios; otros, obreros corrientes acostumbrados a trabajar en condiciones de semiesclavitud construyendo las inmensas infraestructuras y fortificaciones que caracterizaron el apogeo micénico: la red de calzadas en el Peloponeso o, por ejemplo, el puerto de aguas profundas de la ciudad de Pilos. Sus orígenes son necesariamente turbios, pues los Pueblos del Mar terminaron convirtiéndose, como tantas comunidades piratas desde entonces, en un grupo multiétnico, definido no por su lealtad a una única ciudad-Estado o mandatario, sino por la que escogían profesar hacia la comunidad de saqueadores que habían formado. Su tierra natal era un mar, el Mediterráneo, y también los barcos que lo surcaban. Adoptaron costumbres y códigos que ayudaron a definir su identidad tribal: se tocaban de distintivos cascos con cuernos –perfectamente distinguibles en los grabados de Ramsés III– y sus barcos estaban adornados con figuras de pájaros. No obstante, lo que los hacía verdaderamente peculiares era su desarraigo, tanto por haber dejado atrás su patria como por el perenne vagar, sin detenerse nunca el tiempo suficiente como para echar raíces.
Tal desarraigo traía consigo una postura política, que sería la adoptada por el más radical de los piratas en los siglos venideros. Los Pueblos del Mar no respetaban la autoridad de los regímenes que imperaban en los territorios ribereños del Mediterráneo y no se obligaban por sus leyes. Esta es una de las maneras en que los Pueblos del Mar marcan el punto de origen de la piratería como forma de identidad. Antes de ellos, se cometían con toda seguridad actos de piratería en mar abierto; tan pronto como los seres humanos