Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel

Otro eslabón de tu cadena - Diego Peñafiel


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a un bar y Akin pidió un par de vasos de tope. Al cabo de un rato, viendo que su amigo no comenzaba la conversación, le preguntó:

      —Bueno… y ¿qué tal todo este tiempo?

      Bee lo miró de lado, intentando que su mirada respondiera por él.

      —A no de fain (no estoy bien). Me han dejado volver a casa porque creen que me voy a morir.

      —Ustin yu de tok? (¿De qué estás hablando?) —dijo Akin sobresaltado.

      Bee afirmó con una sonrisa forzada. Fue a coger el vaso de tope y su mano le falló dejándolo caer al suelo, aunque no se rompió y solo se derramó el líquido. Akin se quedó desconcertado al ver que su amigo no era capaz de agarrar el vaso ni de agacharse para recogerlo. Bee tenía los párpados caídos como si estuviese borracho.

      —Tranquilo, te saco otro. ¿Qué te ha pasado?

      —A no sabi (no sé), dicen que a lo mejor tengo la enfermedad del sueño.

      —Pero ¿cómo has cogido eso?

      —No lo sé. Nos llevaron a trabajar en Mongomo a las plantaciones de Macías…

      —¿Mongomo? ¿Usay e de? (¿Has dicho Mongomo?) —le cortó Akin.

      —Es el pueblo del presidente, está en Río Muni, pegado a Gabón.

      Akin se levantó y le llevó otro vaso de tope.

      —¿Os llevaron hasta la Guinea continental? —Bee afirmó con la cabeza—. Yo pensaba que estarías en algún pueblo de esta isla. Bueno… ¿y qué pasó?

      —Allí debe de haber mucha mosca tse-tsé, que es la que pasa la enfermedad.

      —Yo tenía entendido que ya casi no había.

      —Sí, cuando estaban los blancos aquí, casi no había. Pero ahora que no tenemos su magia, ha vuelto.

      —¿Qué magia? Los blancos no utilizaban magia, lo que pasa es que tenían muchas medicinas que lo curaban todo.

      Bee cogió el vaso con las dos manos e inclinó la cabeza para beber de él. Akin se sintió culpable, si le hubiese dejado el dinero para pagar la instrucción militar, no estaría así. Macías ordenó que todos los jóvenes que no eran capaces de pagar la instrucción militar se fueran a trabajar a sus plantaciones de cacao y café por una comida al día. Decidió apaciguar la culpa con placer. Miró a su amigo, que se había quedado dormido con la cabeza sobre la mesa.

      —¡Venga, vamos a comer! Seguro que no has comido nada en todo el día.

      —Um um —negó con la cabeza su amigo.

      —Voy a llevarte al Panáfrica. Vas a ver lo bien que se come, es el mejor restaurante de toda Guinea Ecuatorial. Y luego vamos a ir de waka waka.

      Akin agarró a su amigo y lo ayudó a levantarse. Bee sonreía y sus ojos se iluminaron. Lo agarró de la mano y fueron hasta el Panáfrica sin soltarse.

      A la tarde noche, fueron al club de alterne más conocido de todo Malabo, el Anita Wau. Akin tenía que sujetar a su amigo del hombro para que no se cayera. Se tomaron dos vasos de whisky y Akin buscó un par de miningas dispuestas a prestar sus servicios. Akin disfrutó del sexo sin sentimiento y luego fue a buscar a su amigo.

      —¡Bee! ¿Yu de? (¡Bee! ¿Estás ahí?)

      —¡Yes, masa (sí, señor), quiero más whisky!

      —¡Vamos, may fren, que yo me tengo que ir al cuartel! ¿Dónde está tu «busca blanco»?

      —Se marchó hace tiempo, no he podido hacer nada… Si no puedo ni estar de pie yo solo, ¿cómo quieres que haga algo con unos vasos de whisky?

      Akin ayudó a su amigo a levantarse y se fueron. Llegaron a casa de Bee y lo dejó tumbado en el suelo donde dormía.

      —Yo tenía que haberme marchado en Paña12. Yo podía haber sido el siguiente Pelé. ¿Te acuerdas de aquel seleccionador

      que me quería llevar en Paña, Akin? Yo era el mejor jugador de toda Guinea.

      —Ya sabi, Bee (Ya lo sé, Bee) —contestó Akin complaciente pese a haber escuchado repetidas veces esa historia.

      —Mi padre no me dejó ir, decía que eso no podía ser cierto, que del fútbol no se podía vivir, que ese blanco quería engañarme y aprovecharse de mí. Y fíjate ahora, cualquier cosa hubiese sido mejor que esto.

      —Descansa, Bee. El próximo día que libre, te haré otra visita.

      Volvió a casa, cogió unos buñuelos, ñames y unas piñas, lo metió en la bolsa, se despidió de su madre y se fue al cuartel. Estuvo hablando con unos compañeros sobre mujeres y eso le recordó a Eyang. Le dieron ganas de verla a pesar de que estaba embarazada de otro hombre. De repente, escuchó un susurro en su oreja derecha y sintió un soplido suave que le erizó la piel. La conversación de sus amigos quedó en un segundo plano. Miró asustado a su derecha, pero no había nadie.

      Fueron pasando los días en el campamento militar. El negocio le iba bien porque sus compañeros fumaban marihuana y podían permitirse comprarla, pero solo los altos mandos podían acceder a las botellas de alcohol español. Cuando emprendió el comercio, en sus ratos libres iba tocando las puertas de los superiores con los que tenía algo de trato y les ofrecía buñuelos o verduras para romper el hielo, luego les dejaba caer la posibilidad que tenía de conseguir productos prohibidos. Así, se hizo su propia clientela y aumentó con el boca a boca. Fue donde el cabo mayor, que les hacía la formación por la mañana, con un cesto de tubérculos y fruta por encima cubriendo las botellas. El cabo era un tipo alto y delgado, tenía unas ojeras como de acabar de despertarse. Su pequeño apartamento estaba medianamente ordenado y limpio. Le compró una botella de vino. Al salir, pensó que necesitaba un lugar en el campamento donde guardar la mercancía. A menudo se quedaba sin botellas o marihuana y perdía ventas porque no siempre podía acercarse a donde Lory a comprar más. Necesitaba ampliar el negocio, y en su taquilla cabían muy pocas; además, no era nada segura, había mucha gente que sabía a lo que se dedicaba y no tardarían mucho en robarle. Su soltura y sus años de venta ambulante de fruta con su madre le habían hecho un buen vendedor y por fin estaba recibiendo su recompensa.

      Acudió al apartamento del teniente Obama para suministrarle otra botella de vino español. Desde que estuvo en el pico Basilé de maniobras y tuvo la charla sobre la antena, había tratado con él otras dos veces y siempre se había mostrado muy amigable. El teniente tenía un cuerpo lozano, entrado en carnes y un gesto entre bondadoso e inquietante. A Akin le agradaba mucho, pero le desconcertaba. Parecía una persona demasiado simpática e inteligente como para estar a favor del régimen, pero casi siempre estaba con el sargento Ndó, que tenía fama de fiel servidor de Macías y despiadado castigador de opositores. Tocó la puerta y le abrió enseguida.

      El cuarto era espacioso y limpio. Tenía una cocina al fondo y la sala principal, con una cama con colchón de espuma sobre un somier de muelles a un lado y un escritorio con tres sillas al otro. Detrás, había un armario con baldas llenas de papeles y archivadores. En la esquina de la habitación, al lado del escritorio, había un radio-tocadiscos Grundig apagado.

      —¡Mbolo, Obiang! ¿Me traes lo mío?

      —Sí, señor, aquí lo tiene. ¿Va a querer algo más? Tengo Anís del Mono si quiere y la próxima semana tendré un orujo fabuloso a muy buen precio.

      —¡Je! Te va bien, ¿eh? ¡Toma tu dinero! Me gusta cómo trabajas, chico. ¿No necesitarás un socio? —dijo Obama con tono sarcástico.

      Akin se quedó en silencio un rato pensando que él podría ser la persona que le guardase la mercancía en el campamento. Siempre le había pagado al momento y, a pesar de que había algo extraño en él, parecía de fiar. Además, no tenía a nadie mejor.

      —Pues ahora que lo dice, necesito


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