Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel

Otro eslabón de tu cadena - Diego Peñafiel


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los cimientos. Cuando llegaron, el maderero les dijo que no tenía todas las maderas que le había encargado porque había tardado mucho en ir a recogerlas. Llevaron a mano los pocos tablones que les dieron. Una vez allí, se dieron cuenta de que no tenían azada para cavar los fosos. Seguían mojándose. Menbeng le reprochó su falta de preparación y discutieron.

      Fueron a la choza de Obon para que les dejase una. Los recibió con mala cara y, en mitad de la conversación, le dieron unas arcadas que la hicieron apoyarse contra la pared. Les dijo que su madre era la única con las llaves del almacén de herramientas, pero que no sabía dónde estaba. Hasta la tarde no encontraron una pala para hacer agujeros en la tierra, pero el mango se rompió y solo pudieron poner una de las vigas. Menbeng lo miró con desagrado. Seguía lloviendo y los árboles de la selva se agitaban. Parecía un mar embravecido con una pared de olas a punto de caerle encima. Como ya estaba atardeciendo, decidieron continuar otro día.

      Se fue de allí apretando fuerte sus mandíbulas. Le enfadaba haberse dejado llevar por su padre y haber empleado su único día libre en algo que no quería en realidad. Luego pensó en buscar una vela o un poco de aceite para poder leer y relajarse y terminar bien el día, pero ¿a quién le podía pedir?

      Entre unas chabolas, vio a un grupo de niños en corro. En el medio, había dos peleándose. El resto los vitoreaban y animaban a uno de ellos para que le pegase más fuerte al otro. Se oían gritos como «Traidor, opositor, malnacido…». En otra época, ella los hubiese separado; ahora, proteger a un subversivo podía costarle muy caro. Los miró con pena y frustración, ya no había nadie que los educase, estaban sumidos en la barbarie. Todos se alegraron al ver caer al supuesto opositor de ocho años. El grupo empezó a disolverse, pero aún se escuchaban gritos como «Púdrete, maldito traidor… No nos gusta la gente como tú…».

      Menbeng se detuvo, le pareció conocida la cara desfigurada del niño que yacía en el suelo dolorido y decidió ir en su ayuda. Era su antiguo alumno Esono, el nieto de Blenda, la costurera con las piernas rotas a la que daba clases particulares. Decidió llevarlo a su casa y, de paso, pedirle una vela o aceite a la anciana. No conocía con exactitud los hechos, pero sabía que sus abuelos habían tenido problemas políticos con el Gobierno. Observó al niño dolorido, llorando y se vio a sí misma maltratada, llorando también por dentro. Lo ayudó a levantarse y lo acompañó.

      Llegó a casa de Blenda, pero, antes de entrar, miró a todos lados para comprobar que nadie la observaba. La anciana estaba sola, sentada en una esquina cosiendo a la luz de una pequeña hoguera. La chabola olía a orín y humedad, y todo estaba tirado por los suelos. Ya era casi de noche, pero aún se apreciaban sus ojos negros, vidriosos y con una circunferencia azul alrededor del iris. Sus párpados estaban caídos y su boca, en forma de media luna apuntando hacia abajo. Su cuerpo tenía aspecto de botijo y su cabeza no estaba muy poblada, la mayor parte del pelo era canoso. Tenía las piernas cubiertas por el popó. Ella y la casa eran similares. La máquina de coser la movía con la mano girando una polea.

      —¡Mbolo, Blenda!

      —¡Aaah, Menbeng! ¿Cómo tú por aquí? ¿Vienes a seguir con las clases particulares? ¿Qué te ha pasado, Esono? —preguntó al ver a su nieto.

      —Nada —contestó el niño marchándose directo al dormitorio.

      Blenda miró a Menbeng buscando una explicación, pero ella no supo qué decir.

      —¡Ya! Lo de siempre, ¿verdad? —Se calló unos segundos, dio dos puntadas y luego añadió—: A menudo, pienso que debería haberme marchado cuando aún podía… Me hubiese ahorrado mucho sufrimiento, ¿sabes? Macías se llevó a mi marido, pero a mí y a mi familia nos condenó a la peor de las miserias.

      Menbeng no contestó nada, se limitó a comprobar que la puerta y la ventana estaban cerradas. La abuela también se aseguró de que la puerta estaba cerrada, luego la cogió de la mano y la atrajo. Menbeng se inclinó acercando su cara, y la abuela le dijo en voz baja mirándola a los ojos:

      —Seguro que tú has oído hablar mal de mí. —Menbeng asintió tímidamente—. Lo único que hice fue votar a Ondo Edu en las elecciones que hubo a finales del 68. —Blenda volvió a mirar hacia la puerta y le tiró de nuevo de la mano para acercarla—. Mi marido estaba metido en política, tenía dinero, era inteligente, mucha gente lo envidiaba. Formaba parte del MUNGE, que era el partido opositor liderado por Ondo Edu. Macías asesinó a todos sus contrincantes políticos y a muchos de sus votantes. Un día, llegaron los militares, se llevaron a mi marido y a mí me rompieron las piernas para que no fuese tras él. —Los ojos de la abuelita se humedecieron, los de Menbeng estaban abiertos como latas de conservas—. Seguro que Macías y sus brujos se comieron a mi Adugu para llevarse su sabiduría. Desde entonces, en el pueblo me han marginado. Lo peor es que mi hija y mi nieto siguen sufriendo las consecuencias. Vivimos en un mundo gobernado por demonios. Yo sé que viniendo aquí te estás arriesgando mucho, no deberías seguir dándome clases.

      Las lágrimas de Blenda cayeron en la mano de Menbeng. Ella la miró, pero no le salieron las palabras. La abuela se recompuso y añadió:

      —Tú eres diferente a los demás, se te ve en la mirada. Eres la profesora guineana más joven que he conocido jamás. Tienes el conocimiento de los blancos y la cultura de los africanos. Debes tener cuidado o acabarás mal. Un pez en la tierra se ahoga. ¡Busca el río que te dé la vida antes de que sea demasiado tarde!

      Menbeng le apretó la mano con fuerza. En ese momento, sonaron dos golpes fuertes en la pared que la hicieron soltarla de inmediato. Ambas se asustaron y miraron a la pared de donde había procedido el ruido. Sonó otro golpe fuerte, como de un proyectil. Menbeng no era capaz de entender qué había pasado. Blenda bajó la cabeza y, como si fuera algo habitual, dijo resignada:

      —Creo que nos han tirado unas piedras.

      Menbeng no dijo nada durante un rato hasta que escuchó el lloriqueo contenido del niño desde la habitación y decidió irse.

      —Bueno, yo me marcho, mamá Blenda. Nos vemos en unos días para seguir con lo nuestro.

      —Muy bien. No olvides lo que te he dicho y recuerda que aquí estoy para lo que necesites.

      Menbeng, que ya se dirigía a la puerta, se paró y se dio la vuelta.

      —¿No tendrás una vela o algo de petróleo?

      La anciana llamó a Esono y le dijo que buscase en la esquina de los trastos. Removió entre unas cacerolas y unos utensilios de cocina hasta que encontró una vela blanca del tamaño de un dedo índice. Se la dieron y salió. Quería ir a leer, pero estaba demasiado intimidada por la historia de Blenda, así que fue directa a su casa. Le tenía mucho aprecio y le extrañaba que no se lo hubiese contado antes, ni que tan siquiera le hubiese hecho mención de ello. Al acostarse, se imaginó a sí misma en la situación de Blenda y pensó que tenía muchas probabilidades de acabar igual si no se marchaba enseguida. Una sensación de miedo y opresión le estranguló el pecho.

      Al día siguiente fue arrastrando los pies hasta la plantación de Yuca. No llovía, pero el cielo estaba lleno de nubes grises. La primera vez que se agachó, sintió el dolor en los lumbares. Al terminar de trabajar, decidió ir a leer a casa de Engonga. Sintió una mezcla de excitación y miedo, por fin iba a leer. Estaba tan entusiasmada que no comprobó que no la estuviesen observando.

      Una vez en el quicio con la puerta abierta, miró hacia atrás. Sus nervios se dispararon cuando vio a lo lejos a Sima Nsang, hermano de Biwolo y representante del Gobierno en el pueblo. Estaba quieto y la miraba fijamente. Menbeng se quedó paralizada con la llave en la mano. Al cabo de unos segundos, entró deprisa, cerró la puerta y se apoyó en ella para mirar por los huecos de las maderas. Su pulso se aceleró Miró en dirección a Sima y vio cómo seguía con la mirada fija en la puerta hasta que se perdió entre las casas. Se maldijo por su estupidez y su falta de naturalidad. Se golpeó la frente con el puño repetidas veces. Se sentó con las rodillas encogidas y con las manos en la cabeza. «¿Cómo he podido tener un despiste así? Si me ven leyendo estos libros, podrían encarcelarme».

      Dudó entre quedarse o marcharse, pero


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