Otro eslabón de tu cadena. Diego Peñafiel
misterioso en la primera página. Nfum Adaha.
Dos horas después, empezó a levantarse un aire que chocaba con las maderas y emitía un zumbido abrumador. Al rato, el silbido tomó protagonismo. La llama de la vela parpadeó y a Menbeng le vino el recuerdo de Engonga. «¿Estará bien? ¿Seguirá vivo? ¿Será su espíritu, que me está llamando?». El silbido se hizo más fuerte hasta que se apagó la vela. Se quedó todo oscuro, los animales de la selva enmudecieron. Según una creencia fang, los vendavales arrastran a los espíritus perturbados. El frescor de la corriente le puso la piel de gallina y se encogió sobre sí misma. Intentó encender la vela, pero no pudo. Su corazón latió más deprisa y el miedo se hizo más fuerte. El ventarrón, que se colaba por todas partes, se acentuó. Sintió como si la abrazasen y le hablasen. «¿Dónde estás, Engonga?», preguntó en voz baja. El viento paró dos segundos y luego azotó con más intensidad. De repente, escuchó por fuera algo raspando la pared en la que estaba apoyada, como si alguien estuviese rascando con las uñas la tabla. Soltó un pequeño grito y se levantó. Cogió la vela, se guardó el libro debajo del popó, abrió la puerta y salió corriendo.
Oteó a su alrededor para cerciorarse de que no la perseguían, pero no había nadie, solo el aire. Las palmeras y los árboles se inclinaban hacia ella, parecía que el vendaval la quería llevar consigo. Llegó a casa y su abuela todavía estaba despierta, sentada frente al fuego. Giró la cabeza despacio hacia ella y le preguntó:
—Traes mala cara, parece que te persigue alguien. ¿De dónde vienes?
—Nada, de por ahí.
Su abuela lanzó una mirada escudriñante.
—Todo el día por ahí… Yo no sé qué haces…
Menbeng entró en el cuarto y dejó el libro escondido debajo del colchón de hojas de platanero. Cenaron juntas y a Menbeng le vino la incertidumbre. «Tengo que sacar los libros y llevármelos a otro lado. Pero ¿cómo vas a sacar todos esos libros? ¡No tienes dónde meterlos! ¡Además, le prometiste a Engonga que no los sacarías del escondite! Sima estará preguntándose qué hacías allí, si le da por investigar, estás acabada. Ya no puedo retrasar más la salida».
—Casi no has probado el cocodrilo en salsa de cacao. ¡Con lo que a ti te gusta!
Menbeng observó el plato con la salsa marrón y espesa. Se lo comió y se fue a dormir. Le hubiese gustado leer, pero sabía que su abuela se escandalizaría si la viese con un libro. Estuvo un rato con los ojos abiertos mirando al techo cubierto por ramas y ramas de nipa. Se puso las manos en la nuca, y le sobrevino una mezcla de tristeza, agobio y miedo que la acompañó hasta que se durmió.
Por la mañana, cuando se adentró en la selva para hacer sus necesidades, vio un faisán en la rama de un egombegombe11. El ave desplegó sus plumas e hizo alarde de su arcoíris personal. Menbeng se quedó obnubilada ante ese bello regalo que le hacía la naturaleza. Un ruido cercano hizo que el faisán cerrase su cola y se marchase.
La lluvia era leve y su amiga Obon estaba muy activa corriendo de un lado a otro de la plantación. Menbeng se fijó en
el camino que salía del pueblo. Nunca había viajado más lejos de Evinayong. La mera idea de marcharse la estremecía porque sabía que todo el mundo iba a estar en su contra. No tenía muy claro lo que quería. Dudaba entre irse a otro país, intentar un levantamiento, ir en busca de Engonga o de una vida mejor en la capital. Lo único que tenía claro era que necesitaba marcharse porque no quería acabar como su abuela o como Blenda.
Por la tarde, su amiga estaba cansada, inapetente y con mala cara. Incluso vio cómo se alejaba del cultivo y se escondía entrando en la jungla para vomitar. En ese momento, se escuchó el sonido de camiones. La gente empezó a agitarse y a ponerse nerviosa. Por el camino, aparecieron dos camiones: uno lleno de militares y el otro, con todo tipo de objetos y gente atada a él. Sima Nsang habló con el que llevaba el mando y fueron casa por casa registrándolas y llevándose cualquier artículo de origen occidental. Los soldados iban vestidos de forma diferente, pero todos tenían una AK-47. Eran jóvenes y muchos tenían los ojos rojos cargados de odio.
El carpintero salió corriendo con la sierra en la mano, tres militares le gritaron y abrieron fuego contra él hasta dejarlo abatido. Se oían gritos por todas partes. A una anciana la sacaron de casa por los pelos y le dieron una paliza. Menbeng, al presenciar todo eso, fue a su chabola a ver a su abuela. Al llegar, aparecieron cuatro milicianos con Sima Nsang. Dos de ellos registraron la casa. Al mover el colchón de hojas de platanero, el libro se deslizó por una ranura del suelo y no lo vieron. A su abuela le arrancaron el capazo para comprobar qué llevaba y la tiraron al piso del empujón. A Menbeng la bloquearon agarrándola del pecho. Sima le preguntó:
—¿Dónde está la llave de la casa de Engonga?
—¿El qué? —contestó sin pensar, aturdida por el miedo.
Sima miró a uno de los soldados y le hizo un gesto. Este asintió, le dio con la culata en la cara a Menbeng y le abrió una brecha en la ceja. Nsang repitió la pregunta y ella le dio la llave que tenía colgada del cuello.
—Sabes que hace tiempo que encontraron huyendo a tu amiguito, ¿no? Acaban de informarme de que estaba buscado por la ley y que se quedó aquí utilizando una identidad. ¿Qué hacías tú en casa de un subversivo?
—Nada, yo no sabía que era subversivo. A mí me dejó la llave para que le cuidase la casa.
Sima la miró inquisitivamente y respiró hondo. Luego les hizo un gesto a los soldados para marcharse. Más tarde reunieron a todo el pueblo alrededor de la casa de la palabra —recinto techado en el medio del pueblo llamado àbáá en el que se reúne el consejo de ancianos—. A Menbeng le flaquearon las piernas, así que se apoyó en un poste de la àbáá. Con una mano se apretó la cabeza, que sentía que se le iba a partir en dos, y con la otra se agarró a la columna de bambú. Un grupo de soldados apareció con tres hombres maniatados.
Sima Nsang estaba al lado de ellos con cara seria. Se escuchaban los lloros de tres mujeres y cuatro niños. El jefe miliciano del distrito y comisario político dijo:
—¡Compatriotas! Tenemos que sacar todo lo que era de los españoles. No podemos tener recuerdos de esa gente que nos robó y nos esclavizó. Nos llevamos todas las cosas de la antigua colonia, todo eso está prohibido. No necesitamos nada de ellos. Tampoco se puede tener ningún libro de los españoles, eso es «propaganda subversiva». Nosotros tenemos nuestra propia cultura y nuestro libro, escrito por «el ilustrísimo» Macías, Formación política anticolonialista para que recordemos la verdadera historia de Guinea Ecuatorial y no vuelvan a esclavizarnos nunca más. Tenemos que volver a nuestras raíces africanas y vivir así. No podemos permitir que haya enemigos contra nuestro Gobierno libertador. Esa gente tiene que estar en la cárcel o bajo tierra. Si conocéis o veis a alguno, debéis informar a las autoridades. Este hombre de aquí planeaba un golpe de Estado contra Macías. ¿Sabéis qué hacemos nosotros con los opositores?
El acusado negaba todo con la cabeza e imploraba piedad. Un militar lo agarró de los pelos y le cortó la cabeza con un machete. Los milicianos miraban con desafío, apuntando con sus metralletas a todos. Dejaron el cadáver y subieron los artículos incautados y a los dos condenados al camión. Menbeng conocía a los tres, pero le sorprendió la acusación porque esas personas nunca habían mostrado su descontento con el gobierno.
Ella había acumulado demasiadas papeletas y podía convertirse en la siguiente ajusticiada.
CAPÍTULO 4
Se despertó asustado y temblando de frío. Miró a su alrededor y no reconoció dónde se encontraba. La selva cargada de árboles, plantas y helechos se amontonaba sobre él. Estaba amaneciendo, todavía no se veía el sol, pero el cielo comenzaba a pintarse de tonos naranjas y azules. Se levantó angustiado y húmedo por todos lados; se había meado. La boca la tenía pastosa y con mal sabor. Ojeó al suelo donde había estado tumbado y distinguió un poco de vómito marrón tiñendo las hojas verdes. Alzó su mirada al frente y vio la cueva que se