Con la frente marchita. Dimas Prychyslyy
mismos coches fueron los que usaron los chamaflejas esos que se hicieron llamar nacionales. —El camarero se puso repentinamente serio, algunos clientes se volvieron hacia donde estaba Lolita y la miraron con desaprobación.
—Bueno, te pongo otro Johnnie Walker de arrancadilla, en homenaje a la pateada que te metiste —bromeó Braulio intentando suavizar la conversación.
—Sí, ponme otro —dijo Lolita como despertando de un sueño, ajena a las miradas—. Este me lo voy a tomar por el Ratón. Una vez más se salvó, el penco ese.
—¿Que se salvó?
—Sí, justo cuando caía el puente se me acercó por detrás y me dijo que le habían metido una cuerada las autoridades. —Lolita pronunció esa última palabra alargando las sílabas, visiblemente enfadada—. Luego se fue, me dijo que no debería salir más de mi reino, de este parque, que los gatos me protegerían siempre. Se me estuvo quejando, decía que tenía una chaflija que tiraba pa´trás y se fue dando palmetazos con sus patotas negras sobre el asfalto, calle abajo. Cuando me quise dar cuenta, desapareció de pronto. Solo quedó el tintineo de sus alhajas sobre el ruido de los tractores.
Lolita cogió el vaso de whisky y se lo bebió de un trago, se limpió la deformada boca con la manga de la bata de seda y se fue sin pagar. Braulio se quedó quieto, con un paño en una mano y una copa a medio secar en la otra, desconcertado.
—Últimamente ya no sabe ni en el día en el que vive —comentó un cliente que estaba en la barra, sin mirar al camarero.
—Lo que no sabía es que se le aparecieran los muertos —dijo en un susurro Braulio mientras volvía a meter el paño en el interior mojado de la copa.
Fuera del bar solo las sombrillas de lunares protegían a las hordas de turistas del implacable sol. Los niños locales se encargaban de que la algarabía de la plaza no disminuyera, se mezclaban con los turistas, gritaban piropos a despampanantes mujeres rubias que respondían mascando un «ou, nou entiendou, bambino», haciendo aún más estremecedor el carmín de sus labios de celuloide. Las terrazas de El Río, El Guanche y El Derby bullían de vida al ritmo del son, de los puros de don Vicente —que vendía el mejor tabaco palmero en una esquina de la plaza— y del tintineo de las copas rebosantes de ron. El Parque de Santa Catalina había sido testigo del lento cambio de la isla. Había visto cómo el Puerto de la Luz atrajo primero riquezas y viajeros, gentes que se dirigían desde los rincones más extraños del mundo a Cuba o Venezuela en busca de fortuna o refugio. Después vino el boom turístico, la fiebre hotelera, los resorts, las excursiones, los restaurantes de lujo. Las barcas pesqueras fueron desapareciendo poco a poco y los grandes navíos se fueron sustituyendo por cruceros y vuelos chárter. La modestia de la ropa quedó solo para las viudas y la playa de las Canteras se llenó de escandinavos, ingleses y alemanes en paños menores. El recato dio paso al glorioso bikini y a la crema bronceadora, y donde antes hubo tiroteos, con cuyo ruido aún soñaba Lolita Pluma en su vagar diario por la plaza, solo se oían los disparos del flash.
Si se le preguntaba, aparte de obsequiarte con una serie de arcaicos insultos que bien causaban risa o bien infundían temor, la propia Lolita no era capaz de decir en qué año había nacido exactamente. La gente de la zona parecía recordar mucho mejor que ella misma los detalles de su dantesca vida. Daba la sensación de que Lolita quería esconder tras el alcohol, el maquillaje, la ropa estrafalaria y el amor por los gatos los trágicos pormenores que la habían llevado al Catalina Park. Don Vicente decía que debía tener unos setenta años, a lo que Braulio respondía que de ninguna manera, que como mínimo ochenta, que esas arrugas como barrancos no eran de una persona de setenta años, setenta tenía su madre, decía indignado. Lo que todos sabían perfectamente era que sus padres habían venido de Arucas y ella nació en el barrio de la Isleta, que ellos allá eran los únicos que sabían escribir, hacía varias generaciones, y por eso les habían puesto el sobrenombre de Los Pluma. De lo que sí solía hablar Lolita era de los años de la guerra, de las colas de racionamiento que podían durar desde medianoche hasta las diez de la mañana siguiente y una vez en el mostrador te decían que ya no quedaba más gofio, que qué era eso del azúcar, ¡por dios, señora!, si hace tres años que el único que ha visto un terrón es el hijo del alcalde. Entonces tocaba olvidarse del cansancio y correr a la Recova o al Mercado de la Vegueta o a la Panadería Alemana de la calle Pelota, que tenía un pan moreno y prieto que saciaba como ninguno, como un buen macho, gritaba a carcajadas Lolita, y donde la dueña solía canjear con más soltura los vales del racionamiento.
Había mañanas en las que Lolita se levantaba animosa y aparecía con su caja de cartón llena de chicles Adam’s, postales para los turistas y flores de papel. Sonreía asustando a los niños y se paseaba entre las mesas del parque parándose con unos, sacándose una fotos con otros —por las que cobraba religiosamente, soltando «mira tú el bobomierda este del choni que no quiere aflojar el peculio» al mínimo gesto de impago— o charloteaba con todo aquel que quisiera escucharla. Había gente que la invitaba a un trago, hombres que le silbaban cuando la veían aparecer y ella siempre contaba la misma historia cuando quería que se le pagase un bocado porque no había desayunado o había dado su almuerzo a los gatos. Decía que la que más hambre había pasado en toda España durante la guerra era ella, que la gente era pícara, que se las apañaba para chulear un fisco de carne, un puñadito de garbanzas para tirar en el agua sucia esa que llamaban puchero, que se metía por las plataneras a robar lo que trincara, que rajaba los sacos de arroz en el puerto aprovechando la cogorza de los guardias. Pero ella no, juraba por sus gatos, y por los años que le quedaran, que nunca había robado ni un grano de trigo, ni se había llevado a la boca lo reseco siquiera del gofio que quedaba empegostao al zurrón. Si le pagaban un trago de ron, se sentaba en la mesa de los que la habían convidado y relataba el caso del violinista que trabajaba en el Pérez Galdós.
—Yo estaba un día más canina que el perro de un barbero tirando por la calle Triana y se me ocurrió entrar en una tasca que había ahí de toda la vida y preguntarle a la muchachita que atendía que si tenía algo que le sobrase, que yo como buenamente pudiese se lo pagaría con lo poco que tenía encima, y que éramos ocho en casa y que la abuela estaba pachucha y que mi madre estaba al borde de un yeyo porque veía cómo se le desmayaban los hijos de hambre por turnos y que si ella era tan amable (porque yo soy muy educada, ¡eeeh!), me diese algo —decía a los que se habían congregado a escuchar la historia—. ¿A que ustedes son testigos de que siempre yo fui muy educada? ¡Coño que sí! —Con un gesto de la mano ahogaba las carcajadas y se subía uno de los gatos al regazo mientras sorbía el ron y continuaba la historia—. Total, que no había cristiana manera de que aquella niñata estirá me diese ni un mendrugo de pan. Me dijo que me fuese, y cuando vio que no me movía me dijo: «Como no quieras los calderos y los trapos sucios, otra cosa no queda, mija». Entonces yo, como si los ojos por sí solos me hubiesen cobrado vida, me fijé en los calderos que estaban más cochinos y más negros que el corazón de la malparida esa y entonces vi que en uno de ellos había una docena de cinturones de cuero viejo hirviendo a borbotones. ¡Tuvo que cerrar la mojigata! ¡Fíjense lo que les digo! Porque le arruiné la venta. ¡Oooh! ¿No? ¡Mira tú! ¡Me iba a quedar yo quieta! Toda la ciudad se enteró, ¡qué coño!, ¡toda la isla!, de que la muy cochina hacía sus escaldones y sus pucheros con caldo de correa. Pero aquí no acabó la cosa, me dijo que me fuese y yo me marché pero me quedé con las maguas, con las ganas y con una locomotora en las tripas. Seguí calle abajo hasta llegar al Apolo y ahí estaban cuatro muertos de hambre, con libros debajo del sobaco y el pelo repeinao y grasiento de no lavárselo, haciendo tertulia. Yo entré para ver si me ponían un leche y leche y en esto que uno de los muchachitos esos que se paseaban por las calles con un hueso de jamón para que las vecinas, por una blanca, pudiesen meterlo en el caldero para que se le quedase al agua algo de gusto, empezó a chillar como si se le hubiese muerto la mismísima madre y se formó un barullo y una escandalera, ¡Jesús! El chiquillo chillaba que le habían mangao el hueso, que si se enteraba su padre le iba a cortar una pierna para que fuese con ella puerta por puerta. Entonces yo, que estaba más floja que un niño en cuaresma, sentí que me empujaba alguien y no tuve más remedio que agarrarme a uno de los repeinaos que estaba a mi lado, me agarré de su manga y el hombre por poco se me cae también. Al final aguantamos de pie pero al repeinao se le cayó un