Con la frente marchita. Dimas Prychyslyy

Con la frente marchita - Dimas Prychyslyy


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dijeron que servía para guardar su violín. ¡Y eso que le pagan bien en el teatro por hacer ruido con esa cosa!

      Siempre contaba esa misma historia. Al acabarla alguien soltaba: «Lolita, ¿tú no tienes a nadie?, ¿hermanos, un marido, un hijo?». Entonces el ruido del Catalina Park volvía de pronto, la nostalgia que el relato de Lolita había dibujado, tan frágil, tan agridulce, se rompía. La mirada de la anciana se posaba en la cajita de chicles y postales, luego se dirigía a los gatos, se levantaba a continuación y volvía a reemprender la marcha. Una marcha de pies arrastrados y nubarrones tras los párpados. «La pena de Lolita», decían los que habían presenciado aquellos episodios más de una vez. Pero nadie podía darle ningún tipo de explicación más allá de las conjeturas y los rumores.

      El día que Lolita le contó a Braulio la aparición de Andrés el Ratón, el Catalina Park tenía un extraño color verdoso. Las risas sonaban con retraso y el chocar de las copas producía un eco extraño que solo los rojos matices del puro y el ron conseguían ahuyentar. Don Carlos, que tenía un Todo a cincuenta no muy lejos de allí y que solía a esa hora verse con cierta mulata de pocos recursos y abundantes curvas, le contó unas horas más tarde a Gregorio, que le dijo al día siguiente a Braulio, que habían visto a una extraña mujer, muy arreglada ella y muy como de otra época, hablar con Lolita. Bastante borracha ya a esa hora, en su banco de siempre, a la sombra de unos de los árboles, la reacción de Lolita fue la habitual: primero soltó gritos e insultos exigiendo soledad y luego dinero a cambio de proporcionar conversación a la desconocida. Los gatos se arremolinaban a su alrededor. Uno de ellos se subió al regazo de Lolita y esta bajó la cabeza, como si se dispusiese a escuchar lo que el animal tuviera que decirle, en un susurro de maullidos, al oído. La mujer pronunció solo unas palabras que se confundieron con el ruido de las gaviotas y la marcha de los barcos. Lolita levantó la cabeza y, en palabras de don Carlos, la bruma del ron se disipó de sus ojos antes de que el dolor se volviese tormenta. Los gritos se oyeron por toda la plaza. Varias personas tuvieron que arrancar, horas después, a la aturdida Lolita de un caballito que servía de atracción para los niños situado al lado del Derby. La anciana temblaba y balbucía entre lágrimas lo que parecía un nombre. Años más tarde se sabría que aquella mujer era la única familia que le quedaba a Lolita Pluma.

      §

      La mañana en que Pino Hernández no pudo levantarse de la cama había prometido a su hija Dolores que le haría el mejor vestido de la historia para el baile del barrio. Los pitidos del coche de Nazario, un descapotable gris perla cargado de telas, retumbaban por toda la calle. Goyo aún no había vuelto. Ojalá se haya ahogado, el muy cabrón, pensó Pino cuando su madre entró en el dormitorio.

      —Dice don Nazario que te tiene guardadas unas telas.

      —Dile que no estoy.

      —La niña está subida en el coche jugando con el chiquillo ese. Ya ha visto la tela.

      —Pues dile que te dé dos metros, que ya se los pagaremos la semana que viene.

      —¿Quieres algo, mi niña?

      —La esquela del mamón ese en la gaceta de mañana.

      —Hija, no digas eso de…

      —Llévate a la niña, no quiero que me vea cubierta de moratones.

      —La llevaré al Parque de Santa Catalina, le gusta mucho ver los barcos.

      —No sé si tendré el vestido a tiempo…

      —Tú descansa, que ya me encargo yo.

      Ese día fue la primera vez que Lolita, acompañada de su abuela, pisó el parque. No dijo nada pero a sus doce años era perfectamente consciente de que sus padres habían tenido una pelea. Tras los gritos a medianoche la casa se quedaba silenciosa y crepitante, con un denso olor a ron y tabaco que parecía emanar de las paredes. Lolita rezaba a esa mujer de cara triste que también se llamaba Pino y le pedía que, si algún día llegaba a casarse, su marido no fuese como su padre. Sin embargo, treinta años después, maldecía a aquella virgen y al hombre cuya cara y cuyo nombre llegó a confundir con el de Goyo Rivero, su padre. Ella lo quería, lo quería como no había querido a nadie, siempre había estado dispuesta a todo por él. Toleraba su mal humor, compartía borracheras y no hacía caso de las queridas. Pero aquella noche en la que sintió las patadas de su marido como una estampida en el vientre y vio un charco marrón sobre la tierra del patio nacer de entre sus piernas, decidió irse. Se llevó una botella de ron y un poco de comida en una malla. Metió como pudo su ropa en una maleta y se fue al diminuto apartamento que una tía soltera y sin hijos le había dejado por herencia. Su marido jamás lo supo, de haberlo sabido la hubiese obligado a malvenderlo para seguir con las juergas y las putas. Los vecinos creyeron durante décadas que ese bajo del centro de la ciudad que Lolita conservó toda su vida estaba abandonado. Lolita se iba antes del amanecer y volvía al alba. Siempre se cuidó de no hacer ruido. Los gatos jamás se atrevieron a cruzar el umbral de aquella casa.

      A cada instante se le aparecía el rostro del hombre que había matado su sueño de ser madre y por poco la mata a ella. Lolita no sabía a quién acudir, no tenía amigos. Y encima estaba aquella arpía, ¡esa suegra a la que, si hubiese podido, le habría hecho lo mismo que a los jureles! Por aquel entonces la podían haber denunciado por abandono del hogar. Ella prefería estar sola a seguir compartiendo el mismo techo con él. Nunca hubiese reconocido que en el fondo lo seguía queriendo. Odiaba de él todo lo que no había sido capaz de ser a su lado. Solo el alcohol y los lugares abarrotados de gente ahuyentaban esa sensación de amor frustrado, de abandono.

      Una mañana, mientras rebuscaba en los armarios de su tía, encontró una caja con un vestido color crema cuyas mangas y cintura estaban bordadas con delicados abalorios de cristal. Entonces recordó que, poco antes de morir, su madre le había hecho ese vestido para el baile del pueblo. Que su abuela estuvo pagándole la tela a Nazario hasta después del funeral. Recordó que el día que Nazario trajo la tela en su descapotable y su hijo se empeñó en que Lolita la viera fue el día en que su abuela la llevó por primera vez al Parque de Santa Catalina. Acarició el diminuto vestido y rebuscó a fondo en los armarios, las cómodas, los cajones y las consolas de su tía. Desempolvó turbantes y sedas pasadas de moda, guantes ajados y joyas de oscurecido cristal. Recurrió a aceitosas pinturas con las que de un modo descuidado pero llamativo comenzó a embadurnarse los labios y los párpados. Cortó cintas de colores y se las fue entretejiendo en la escasa cabellera. Optó por los tacones más altos y el vestido más corto y, unos instantes antes de emprender la marcha al que sería su hogar, se miró en el espejo, se dijo que estaba pasable y se propuso ser una gran señora, como su madre, como la Gilda de los cines, siempre arreglada, una modelo que lucía con inusual elegancia las maravillosas telas de Nazario.

      No solía contar los días, ni los meses, ni los años. Vendía chicles, repetía sus anécdotas y se hacía fotos con los turistas para sacarse cuatro perras con las que poder hacerse sus vestidos y comprar comida y bebida. Cuando los gatos comenzaron a seguirla tuvo que reestructurar su economía y decidió que robar algún vestido en los nuevos comercios chinos no era ningún pecado capital, al fin y al cabo eran todos comunistas. Pese a los años sin práctica y la incipiente neblina que poco a poco se apoderaba de sus ojos, descubrió con asombro que aún era capaz de hacer unos patrones bastante dignos con los que dar cuerpo a sus fantasías. Una noche en la que volvía al atardecer a su casa con unos metros de tela de lentejuelas negras, lo vio. Era él. Al principio le costó reconocerlo, pero al mirar sus propias manos, llenas de arrugas y con los dedos algo torcidos, comprendió que el tiempo no solo se ensañaba con ella. Esa noche la pasó en uno de los muelles del puerto. Decidió que no volvería a pisar la casa de su tía. Él sabía dónde encontrarla, el muy hijo de puta. Mala pedrada le diesen. Decidió quedarse en el puerto. Y a la mañana siguiente se puso el vestido que se había pasado toda la noche haciendo. La fina tela negra estaba desgarrada y las lentejuelas, dobladas, iban cayendo como las escamas del pescado en los puestos de la Vegueta. Lolita, entre lágrimas, había estado toda la noche confeccionando aquel vestido con rabia y agujas de coser las redes.

      El viento soplaba con fuerza en aquella parte del Puerto de la Luz. Lolita iba de camino al parque, dando tumbos. Sus gatos la habían abandonado, los


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