Con la frente marchita. Dimas Prychyslyy
dejado, inflando el cuerpo de Lolita y amenazando con deshacer los nudos del nailon. Una voz rompió el rugido del viento. Lolita vio a un hombre desaliñado, de prominente barriga y camiseta sucia sin mangas, dirigirse hacia ella desde el otro lado del muelle. Gritaba.
§
No la pudieron bajar del columpio hasta que llegó Tarajano. Se aferraba a las blancas crines del caballo de plástico y parecía canturrearle algo. Repetía un nombre entre insultos. Tenía la mirada perdida. Lloraba. El betún de los ojos mezclado con la manteca carmín de los labios cuarteados goteaba por su barbilla. El envejecido rostro contrastaba con lo grotesco de la postura: abierta, galopante.
Tarajano no solía abandonar el puerto. Habían pasado ya algunos años desde la primera vez que se encontró a Lolita, hecha un adefesio, en el muelle del Refugio. Hacía días que no sabía de ella, habían discutido. Llevaba semanas hablando de Andrés el Ratón y la Mayuya. Según él, deliraba. Decía que salir del parque era una locura. Que el hijo de puta la estaba buscando. Que siempre la había estado buscando. Que quería hacerle un hijo para luego matarlo y dárselo de comer a los peces. Que era él el que había robado el dinero que su madre guardaba para pagar la tela de Nazario. Que sabía dónde encontrarla. Se lo contaban los gatos, repetía. Los gatos sí que sabían… Tarajano, el día de su primer encuentro, le dijo que aún no era fecha de carnavales, que todavía quedaba. Ella le contestó con un taco acompañado de un gesto que se hundió más allá del vientre. Tarajano la invitó a un trago. Lolita aceptó. ¿Por qué has estado llorando?, le preguntó. A ti qué coño te importa, cortó ella. Él se acercó y metió uno de sus gordos y ennegrecidos dedos por uno de los agujeros del vestido. Ella se sobresaltó, hacía demasiado que no la tocaba nadie. Tengo hambre, dijo ella. Y yo, dijo él. ¿Dónde vives? Aquí cerca. Ya no queda ron. Bebes como una hija de puta. Qué me vas a contar a mí, muchachito. Risas. ¿Dónde vives?, volvió a repetir ella. Tarajano señaló el mar. Aquella noche Tarajano y Lolita durmieron entre botellas, trozos de pescado seco, trapos y pan mohoso en un bote que él tenía como casa. Al día siguiente Lolita no apareció por el parque. La primera vez en muchos años.
Cuando Tarajano la cogió por la cintura, Lolita se quedó callada. Soltó las duras crines de plástico y se pasó una mano por la cara para secarse lágrimas y mocos. Tarajano le acarició el enmarañado pelo.
—¿Qué pasó, loquita?
—Mañana saldrá en la gaceta…
—¿En la gaceta? Tú te pasaste con el ron, cabrona.
—¡Que no, coño! —dijo elevando la voz, y Tarajano y los allí congregados sintieron alivio al oír de nuevo a la Lolita de siempre—. El hijo de puta estiró la pata. Mañana me compro la gaceta para guardar la esquela. —Y sonrió enseñando los escasos dientes.
Cuando se despertaron mecidos por las olas, Lolita no supo dónde estaba. Solo aquel olor dulzón que lo llenaba todo le trajo algún recuerdo de la noche anterior. Tarajano roncaba. Hacía un calor de justicia bajo aquella lona negra atravesada por diminutos puntitos dorados. Como mi vestido, pensó Lolita. Olía a pies y a alcohol mal digerido. A veces las personas son la única casa que tiene una, pensó Lolita. Olía a mar y se oían gritos de niños a lo lejos. Las lentejuelas de la lona bailaban sobre la sucia barriga de Tarajano. Lolita le acarició el ombligo lleno de roña que asomaba por debajo de la apretada camiseta. Así deben oler las personas felices, se dijo.
—Yo le perdono…
—Muerto el perro se acabó la rabia, Loli.
—Me dijo Amalia que se murió pidiéndome perdón, el muy joputa… ¡Yo le perdono!
—¿Quién es Amalia? Que ya me hice un lío…
—¡Su hermana, penco!
—¿La que vino ayer a verte?
—¿Fue ayer?
—¡Coño, antes de que yo te bajara del caballo, boba!
—Me parece que hace días de eso.
—Pues no, fue ayer, Loli.
—¿Compraste el periódico?
—Sí, aquí lo tienes.
—¿Y el ron?
—No me llegó para las dos cosas. Tú es que lo quieres todo… —dijo indignado Tarajano mientras Lolita buscaba entre las páginas del final y con mucho cuidado arrancaba un rectángulo de papel de la penúltima hoja.
—Ahora vas y le dices a don Carlos que te devuelva las perras y me traes el ron.
—Pero si…
—Si te dice que no, le dices que es mejor que no asome yo por allí estos jocicos, que se va a enterar el ratamierda ese…
Tarajano se hizo con otro bote que amarró al suyo. Le pintó en el lado izquierdo de la proa una L del revés. Le puso una lona verde, que era menos calurosa. Y en uno de los lados, donde iba el tolete, sobre dos tablones robustos, colocó una tapa de váter que sobresalía del bote pero que la lona conseguía cubrir. Para que lo hagas como una reina, que ya no tenemos edad, le dijo a la sorprendida Lolita. Tarajano le traía telas y agujas para que se hiciera los vestidos. Para que vayas como una princesa por el Catalina Park y no hecha un zepelín agujereado como el día que nos conocimos. Lolita le compraba pescado seco y robaba camisetas limpias en la tienda de los comunistas. La gente los miraba con desaprobación, a ellos les daba igual. Aquellos días fueron felices. Hasta que se apareció Andrés el Ratón con la Mayuya y los gatos comenzaron a susurrar cosas extrañas.
Al día siguiente de que saliera la esquela, Lolita no quiso pisar las barcas de Tarajano. Le ordenó que le sacase todas las bolsas con la ropa y el bolsito de cuero que estaba colgado de un gancho en la parte de arriba de la lona. Tarajano obedeció. Cuando Lolita sacó unas llaves de aquel bolso, Tarajano sintió ganas de llorar. Tosió, hizo como que se atragantaba con algo y su barriga se sacudió con fuerza. No le salían las palabras.
—Me voy a mi casa, Tara.
—Pero si… —Hizo un esfuerzo por seguir—. Pero si el Ratón te dijo que no salieras del parque…, que conmigo estaba segura.
—Andrés ya está muerto —sentenció Lolita.
—¿Y los gatos qué dicen? —preguntó Tarajano aún esperanzado.
—Fueron ellos los que me lo recomendaron.
Fue la última vez que Tarajano vio a Lolita, lo encontraron pocos meses después en su barca, dormido como un animal recién nacido, acunado por las olas. Su cuerpo comenzaba a oler con el aroma de las personas verdaderamente felices. Lolita lo lloró en silencio aquel día, recordó su cara triste mientras ella abandonaba el muelle del Guincho arrastrando las bolsas llenas de telas de los más disparatados colores. Hizo la ronda con sus postales y sus chicles decidida a gastarse el dinero que se sacara aquel día en comprarle flores al pobre Tarajano. Flores que tiraría junto a las barcas, para que el mar las engullera y se las comieran los peces. Flores para el hombre que le ofreció una casa nueva e hizo que recuperase la vieja. Aquel día la luz del Catalina Park atravesaba las hojas de los árboles y jugaba sobre el asfalto de la plaza, como las lentejuelas de la lona sobre la sucia camiseta de Tarajano. Lolita caminaba entre las mesas del Guanche ofreciéndose a los turistas, con sus postales y sus chicles Adam’s, enfundada en una larga túnica azul y la cara pintada a la manera de los hombres en carnaval. Las ráfagas de flashes la inmortalizaban.
Notas
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