NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker


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pasarme el día pelando patatas. No quiero ser un soldado raso cualquiera. Soy un antisocial y no soporto la autoridad. Si llegó allí con el rango más bajo seguro que me meto en líos y acabo en la cárcel. Es mejor empezar con un poco de autonomía, sin llamar la atención.» Quería que me dejaran en paz e ir a la mía. Así que dediqué mi último año de universidad a prepararme para ser oficial en el ROTC.

      Pero era un puto desastre. Siempre tenía el pelo demasiado largo y mi uniforme siempre estaba sucio. No es que me rebelara a propósito, simplemente no era capaz de tomármelo en serio. No podía sentarme en clase y hablar sobre la guerra como hacían los demás. Y no es que yo fuera un intelectual o que me interesara la política, pero había recibido una educación católica y me habían inculcado una serie de valores. La vida de los santos había hecho mella en mí, y también Jesucristo y su ejemplo, quizá más de lo que estoy dispuesto a admitir. De algún modo, me lo creía. Hablaba de las Convenciones de Ginebra y de lo absurdo que era discutir sobre la legalidad de la guerra. Reducir algo que era básicamente inmoral a una cuestión legislativa me parecía una estupidez.

      Recuerdo que tenía que salir a correr al campo de atletismo con un uniforme que me quedaba grande y que me sentía como un auténtico gilipollas. Era mayor que los demás chavales, no me lo tomaba en serio y sabía muy bien que estaba allí porque me convenía. Me daba miedo ser un soldado raso cualquiera. Estaba haciendo lo mismo que había hecho toda la vida: avanzar a base de ingenio. Despreciaba a los demás por querer hacer carrera militar, por aspirar al poder y al liderazgo, por querer mangonear a otros chavales como si fueran piezas sobre un tablero de ajedrez.

      Un día vi por el rabillo del ojo a una pequeña delegación de la SDS26 en la puerta de la pista de atletismo. Sentí por ellos una afinidad tremenda. Ese día —tengo grabada en la mente mi imagen, arrastrando literalmente los pies por la pista— me pesaba el culo; seguía el paso, pero me identificaba en secreto con ese grupo de manifestantes. Sin embargo, ellos pertenecían a un mundo completamente distinto al mío. Para bien o para mal, yo estaba viviendo la experiencia americana y me parecía imposible saltar el abismo que nos separaba. Supongo que pensé que no me aceptarían, que yo era de otra especie.

      Después de graduarme, me fui al entrenamiento de verano del ROTC. Intenté pasar desapercibido. Fallé las pruebas obligatorias de tiro. Odiaba las armas de fuego. Me juré que, fuera cual fuese la situación, jamás utilizaría un arma, jamás mataría a nadie. No fallaba a propósito; simplemente, no me interesaba acertar.

      Mis compañeros de la compañía eran estudiantes de tercero. Al terminar el verano, volverían a la universidad para terminar la carrera y les concederían el rango militar durante la ceremonia de graduación. Yo conseguiría el mío nada más terminar el campamento. Además, tuve el privilegio especial de que me lo concedieran en el club privado de oficiales. Cuando terminaba la jornada de entrenamiento, un colega de la universidad que ya era teniente en el Cuerpo de Transmisiones venía a recogerme en su Oldsmobile descapotable, un coche de lujo, una preciosidad. Yo me hinchaba como un pavo. Los demás estaban ahí abrillantando el suelo y haciendo mierdas por el estilo, pero yo me ponía mi americana de madrás, mis tejanos y mis mocasines de cuero sin calcetines, mi amigo el teniente pasaba a buscarme y nadie se atrevía a decirme ni pío.

      Pero en realidad la cosa estaba jodida, muy jodida. Hasta hace poco, no me he dado cuenta de lo solo que estaba, de lo desconectado que estaba de mi vida. Estaba apartado de todo el mundo, de la sociedad, de la comunidad. Era una especie de jesuita excéntrico.

      ~

      Terminé la universidad tres días después de que dispararan a Robert Kennedy y dos meses y tres días después de que asesinaran a Martin Luther King, un palo detrás de otro. La guerra pendía como una espada sobre nuestras cabezas. A mediados de mi último año universitario, me cambiaron de la categoría II-S a la I-A27 y me pasé seis meses reflexionando acerca de la guerra. Principalmente, lo que hice fue leer mucho sobre pacifismo para decidir si era o no objetor de conciencia. Al final llegué a la conclusión de que no, aunque sigo sin estar seguro de por qué.

      En 1968, la única decisión firme que tomé sobre la guerra fue que, si quería evitarla, lo haría legalmente. No pensaba engañar al sistema para derrotarlo. Huir del país no era una opción, porque las probabilidades de volver parecían muy remotas. No estaba dispuesto a renunciar a mi hogar. Pasar dos años entre rejas era una estupidez tan grande como ir a la guerra, e incluso menos productiva. Y tampoco me iba a pegar un tiro en el pie. Tenía amigos que se estaban matando de hambre para no pasar el reconocimiento médico, pero yo no pensaba hacerlo, supongo que porque suponía demasiado esfuerzo. No es solo que estuviese empeñado en hacer lo correcto; en parte, también era pereza. Me resultaba muy difícil tomar una decisión, fuera la que fuese; quería que se decidiera por mí. Pero no tomar ninguna decisión fue, en realidad, tomarla.

      Aunque alistarme en el Ejército me daba pánico —creía que, de todas las personas que conocía, yo era quien menos posibilidades tenía de sobrevivir—, también había algo de seductor en ello. Me sedujeron la Segunda Guerra Mundial y las películas de John Wayne. Cuando iba al instituto, soñaba con visitar Annapolis28. Parece una tontería, pero me afectó mucho que retiraran del servicio al último buque acorazado. De pequeño, fantaseaba con estar al mando de uno así durante una épica batalla naval, con el sable del siglo xviii de mi tío abuelo Arthur guardado en un cofre.

      De una forma u otra, en cada generación de mi familia por parte de padre, siempre había habido alguien que había ido a la guerra. No es que a mí me hubieran dado mucho la lata con el tema, pero en casa se le daba mucha importancia al pasado, y no de forma sutil. «Es lo que un hombre debe hacer», oía a menudo. Yo, igual que todos los demás, también fui víctima de una visión romántica y totalmente desinformada de la guerra.

      Me llamaron a filas a finales del verano. Estuve aterrorizado durante días enteros. «¿Qué cojones voy a hacer?» Fui corriendo a hablar con los reclutadores para ver si podía alistarme en la Marina, los guardacostas o en las Fuerzas Aéreas, pero no hubo manera.

      Podría haber movido algunos hilos para intentar salvarme. Ahora, cuando lo recuerdo, lo que me resulta curioso es que tenía la misma información, educación y oportunidades para librarme de la guerra que cualquier otra persona de clase media con educación universitaria… Pero no tomé ninguna decisión que no me condujera a lo inevitable. Pese a la vorágine de pánico que sentí cuando me llegó la orden de reclutamiento, había una parte de mí que, por la noche, en la cama, fantaseaba sobre cómo sería.

      En resumidas cuentas, al menos la mitad de las emociones que sentía me animaban a ir. Como no tuve la opción de unirme a ninguna otra rama de las Fuerzas Armadas, no me quedó más remedio que alistarme en el Ejército. Pero era posible aplazar mi alistamiento. Me llamaron a filas en agosto y pensé: «Joder, pues yo no quiero ir hasta octubre», así que elegí esa opción. Pasé ese tiempo en una casita de campo en Maine disfrutando del buen tiempo. Leí un montón y escribí dramáticas cartas de despedida.

      ~

      Nací en Bakersfield, una ciudad de paletos. Aunque, en realidad, en Estados Unidos hay paletos en muchos sitios. Nací y crecí allí, y de allí me fui al Ejército.

      Cuando iba al instituto, ya sabía que no iría a la universidad. Era una opción que no estuvo nunca sobre la mesa. Graduarme en el instituto ya fue todo un acontecimiento en una familia como la mía. Somos de origen mexicano. Mi padre, que trabajaba como peón, dejó de estudiar cuando estaba en tercero, si mal no recuerdo. Murió cuando yo tenía cinco años y mi madre tuvo que hacerse cargo de nosotros. Nos crio a los seis ella sola: a mis dos hermanos, a mis tres hermanas y a mí.

      Me alisté un par de años después de terminar el instituto. Por aquel entonces era un chico joven e inocente y pensaba que alistarme era el deber de todo buen americano.

      ~

      Crecí en una pequeña ciudad. De pequeño jugaba al fútbol americano y al béisbol, como todo el mundo. Siempre fui un estudiante problemático. Ahora creo que no sabía lo bien que vivía entonces. Hice alguna que otra chapuza y gané suficiente dinero como para comprarme una guitarra eléctrica y un amplificador. Así fue como empecé a tocar en un grupo.


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