NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella. Mark Baker

NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella - Mark  Baker


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caigo bien, ¿verdad, recluta?

      —¡Sí, señor!

      —¿Te gusto, recluta? ¿Eres marica?

      —¡No, señor!

      —Entonces, ¿no te caigo bien, recluta?

      —¡Sí, señor! ¡No, señor!

      —Muy bien, señoritas. Tenéis una pinta de mierda, así que vamos a entrenar un poco. ¡Todo el mundo al suelo, a hacer flexiones! ¡Sin parar! ¡Empezamos! Un, dos; un, dos; un, dos; un, dos; un, dos; un, dos.

      —¡Saltos! ¡Arriba y abajo! Arriba, abajo; arriba y abajo. ¡La espalda contra el suelo! ¡Media vuelta! ¡Arriba, abajo!

      —¡Cambio! ¡Flexiones sobre los nudillos! ¡Ya! Un, dos; un dos; un, dos; un, dos. ¡Saltos de tijera! ¡Preparados, listos…!

      Después nos hacían marchar alrededor de las barracas. Tras alejarnos unos ciento cincuenta metros, nos gritaban: «¡Todo el mundo en formación al lado del catre!». Entonces, se arremolinaban todos alrededor de la puerta y se abrían paso a codazos para entrar al barracón y formar donde les habían ordenado.

      Los días que no nos hacían pasar por aquello, nos plantaban delante de las narices el reglamento de los marines para que memorizáramos la lista de las once órdenes generales. Era una auténtica tortura mental.

      Un chaval se bebió una lata entera de limpiametales. Después de hacerle un lavado de estómago, lo mandaron directo a la unidad de psiquiatría. Otros dos no lo soportaron y se derrumbaron. Pero, si llegabas al final de la instrucción, te sentías el tío más duro que había sobre la faz de la tierra. Cuando te nombran marine, durante la ceremonia de graduación tienes lágrimas en los ojos. Estás completamente adoctrinado.

      ~

      Me alisté en el Ejército pensando, inocente de mí: «Bueno, con un par de años universitarios aprobados, no me mandarán al cuerpo de infantería». No veía nada malo en ir a Vietnam. Lo único malo era el miedo que le tenía a la muerte. Pensaba que, de algún modo, ese miedo no debía estar ahí. Tampoco me veía matando a nadie. En mi imaginación, veía escenas de películas de John Wayne en las que el héroe era yo, aunque ya entonces tenía la madurez suficiente para darme cuenta de que no era una imagen muy realista.

      En el campo de entrenamiento no conocí a muchos patriotas. Algunos estaban allí por orden del juez: «O te alistas en el Ejército o cumples dos años de condena por robo de vehículo». Otros, como yo, eran idiotas a los que se les había pasado el plazo para solicitar la prórroga. Pero también había chavales que de verdad creían que, a largo plazo, en el Ejército les iría bien.

      Para que no desertásemos o nos ausentásemos sin permiso, nos dijeron que solo el diecisiete por ciento de los nuevos reclutas serían destinados a Vietnam. Y, de ese porcentaje tan bajo, solo el once por ciento formaría parte de alguna tropa de combate. Eso me tranquilizó. Me pareció que los números estaban de mi parte y que todavía existía la posibilidad de que no me destinaran a Vietnam y me reventaran en mil pedazos. Genial.

      Cuando terminamos la instrucción, salvo tres excepciones —un loco que pidió el traslado a las Fuerzas Aerotransportadas, otro que se desmayaba cada dos por tres y otro al que se le perforó un tímpano—, todos los demás fuimos destinados a Vietnam. Doscientos tíos en total.

      ~

      Cuando llegamos al campo de entrenamiento, nos pidieron que escribiéramos en un formulario por qué nos habíamos unido a los Marines. Yo puse: «Para matar», porque, joder, eso era básicamente lo que quería hacer. Pero tampoco es que quisiera matar a todo el mundo, yo solo quería cargarme a los malos.

      En la tele y en las pelis están los buenos y los malos, ¿no? Pues yo quería cargarme a los malos. No era un patriota, no me uní a los Marines por mi país. A ver, sí, amo este país, pero en aquel entonces me importaba una mierda. Lo que yo quería era matar a los malos.

      En el campamento militar me molieron a palos. «¿Dónde está ese capullo que tantas ganas tiene de matar?», decían, y luego iban a por mí. Me llevaron a ver a dos loqueros. El segundo me hizo un montón de preguntas como: «Cuando eras pequeño, ¿mataste alguna vez?». Le conté que tenía una pistola de aire comprimido y me había cargado a un par de pájaros. ¿Qué coño importaba eso?

      Era acoso y punto. ¿Para qué se une nadie a las Fuerzas Armadas si no es para defender a su país, cosa que, en la mayoría de casos, implica matar?

      De todos los lugares a los que me podían destinar, acabé en el Astillero Naval de Filadelfia, donde me aburría como una ostra. Solicité varias veces el traslado a Vietnam, pero siempre me rechazaban. Al final, como no paraba de insistir con que quería ir al extranjero, me autorizaron.

      Sin embargo, antes de irme tuve un par de accidentes. En un bar de negros me apuñalaron en el pecho y tuvieron que ingresarme en el Hospital de la Marina de Filadelfia. La puñalada me atravesó el pericardio y me alcanzó el pulmón. Allí veía llegar a los mutilados que volvían de Nam, pero ni siquiera eso me disuadió. Quería ir de todos modos.

      ~

      Me educaron en el catolicismo. Cuando tenía dieciséis años me hice seguidor de Elijah Mohammed, el líder de la Nación del Islam, un negro musulmán. Cuando me llamaron a filas, intenté explicarle al Ejército que no creía en el Gobierno como tal, ni tampoco en el sistema. Los míos seguían jodidos por su culpa, seguían teniendo mentalidad de esclavos. ¿Por qué iba a luchar por un sistema así?

      Me llevaron ante un teniente coronel. En aquel entonces, se estaba juzgando el caso de Muhammad Ali31 en el Tribunal Supremo. El teniente coronel fue tajante:

      —O juras proteger a tu país o vas a prisión. Una de dos. Elige.

      Jamás podré olvidarme de su cara; ni siquiera fue capaz de sonreír.

      —No quiero que me metan en la cárcel —respondí—. No he pisado una en la vida.

      —No te preocupes. Una vez te hayas alistado y digas que eres musulmán, no creo que te envíen al extranjero. Te quedarás en los Estados Unidos.

      Así que levanté la mano derecha y juré.

      De allí fui a Fort Jackson, en Carolina del Sur, donde empezó toda la mierda. Muchos de los oficiales y suboficiales eran sureños, así que no entendían qué pintaba un negro musulmán en el Ejército de los Estados Unidos, por mucho que lo hubieran reclutado.

      Me acosaban y me insultaban: «Aquí no debería haber gente como tú». Cada vez que pisaba el campo de tiro temía por mi vida. «Los tíos como tú deberían estar muertos», me decían los sargentos. Te lo soltaban con tanta naturalidad que acababas por preguntarte: «Pero ¿este tío me está hablando en serio?». Estaba sometido a mucha presión.

      Los musulmanes no podemos comer carne de cerdo, ni siquiera podemos tocarla o manipularla. Me asignaron la tarea de limpiar el colector de grasa de la parrilla de la cocina. Allí se acumulaba ternera, cordero, pescado y todo tipo de fritos y, por supuesto, también cerdo. Les dije que no me importaba ser ayudante de cocina y que estaría encantado de pelar patatas para todo el Ejército de los Estados Unidos si era necesario, pero que no quería tocar el cerdo. Lo habían hecho a propósito: si me negaba a obedecer órdenes por mis creencias religiosas podían acusarme de desacato.

      Por suerte, encontré un capellán protestante que comprendió mi situación y decidió intervenir. «Que sea ayudante de cocina, pero no tiene por qué tocar el cerdo —dijo—. Es su derecho como individuo.» Nadie en toda la compañía era capaz de entenderlo.

      Cuando terminé el entrenamiento básico, se suponía que me quedaría en los Estados Unidos para servir como mozo de almacén, o algo parecido. Pero, cuando llegó la orden, mi destino era el Cuerpo de Infantería. Allí fue donde terminamos todos.

      Para continuar con el entrenamiento especializado de infantería nos enviaron a Fort Polk, Luisiana, donde tuve que aguantar más de lo mismo: «Ah, ya veo, eres musulmán…».


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