Hedy. Jenny Lecoat
modo, alterar el curso de su destino—. En todo caso, creo que esto es todo por hoy.
Había terminado. Hedy se puso de pie con dificultad, tratando de recalibrar su nueva posición. Su destino había sido sellado, su vida se había transformado por el trazo de una lapicera. Miró a su alrededor y notó otras cosas en la oficina: la lámpara de bronce ubicada a un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados, los estantes con archivos sobre la legislación de Jersey ordenados alfabéticamente. Y en el rincón más lejano, más oscuro, un globo terráqueo en su pie, con una fina capa de polvo por no haber sido rotado en muchos meses. Nunca había tenido una chance. Orange le extendió la mano para que se la estrechara.
—Buenos días, señorita Bercu.
Hedy miró la mano sin extender la suya, luego lo miró directamente a los ojos.
—Fick dich selbst.
Se dio media vuelta y se marchó.
Capítulo 2
1941
La bahía de St. Ouen, en la costa oeste, era el lugar más salvaje y dramático de la isla. Cinco millas de arena prístina, curvadas en un arco perfecto, formaban un cementerio abierto para las olas cubiertas de espuma que se deslizaban por el golfo desde el Atlántico, elevándose e hinchándose antes de estallar contra la arena con la fuerza de tanques que avanzaban, lanzando su rocío blanco al aire. La bahía solo se veía interrumpida por afloramientos rocosos en cada extremo y la torre La Rocco a media milla, un pequeño edificio obstinado de la época de Napoleón, que todavía hacía frente a las fuertes corrientes de la bahía. Hedy amaba esa pequeña torre. Era su lugar favorito para caminar, aunque el fuerte viento soplaba directamente a través del tejido casi desintegrado de su abrigo de lana. Y por falta de un pegamento adecuado, la suela de su zapato abotinado izquierdo, por el momento el único par que le quedaba, estaba tratando de separarse del cuero.
La primavera se había negado a aparecer este año. El sol, que para esta época debía estar calentando el suelo, mimando a las flores y los tomates para que se abrieran e inyectando su único sabor a nuez a las papas de la isla, brillaba pálido y aguado. Hedy caminaba por el sendero entre las duras hojas de los pastos marinos, sintiendo que la arena penetrante le raspaba los dedos. Detrás de la extensión abierta de la playa se filtraban dunas de arena ondulantes entre las suaves pendientes de las tierras de cultivo vecinas. Si se produjera algún contraataque aliado, seguramente sería allí. No era de extrañar que esta bahía fuera ahora el foco de la obsesión de Hitler con el acero y el cemento, apuntalando su amada pared atlántica contra una fuerza que estaba seguro de que venía en camino. Al sentir la vibración de los camiones distantes, Hedy se dio vuelta para ver una columna verde y caqui que se abría paso por el camino de las Cinco Millas, pesados por la carga de metal y cemento. Estaban plantando minas a lo largo de la costa y aparecían nuevas defensas desde La Pulente, en el sur, hasta Grosnez, en el norte, gruesas torres grises con rendijas sombrías para las armas, búnkeres chatos de cemento y algunos puestos de armas. St. Ouen nunca volvería a verse igual.
El autobús de regreso a la ciudad debía llegar en veinte minutos. Hedy consideró una última caminata por la pendiente de Le Braye, pero decidió que no; había un solo servicio ese día y si calculaba mal el tiempo para su regreso, sabía que no tendría la energía para correr a alcanzarlo ni para caminar los seis kilómetros hasta la ciudad. En los últimos meses, se había enterado del papel de las grasas en la dieta humana y lo que sucedía cuando se dejaban de ingerir. Temblando, metió las manos en los bolsillos, caminó arrastrando los pies hasta la parada del autobús, agradecida por el banco de piedra que había al lado, y se desplomó esperando que su respiración se normalizara. Fue entonces cuando vio un ejemplar del Evening Post del día anterior, tirado en el césped detrás del banco.
Hedy miró a su alrededor sorprendida, en parte esperando que apareciera alguien y lo reclamara. El diario podía usarse para encender fuego, para detener las corrientes de aire o para limpiar las ventanas, descartar toda una edición era impensable, y el dueño del diario debía de haber estado furioso al descubrir su pérdida. Entusiasmada con su tesoro, Hedy hojeó las ocho páginas en dos idiomas, llenas de órdenes y propaganda disfrazadas de noticias. Más tarde podría divertirse hurgando en las columnas errores de traducción, dejados deliberadamente por los editores de Jersey para que sus lectores supieran qué artículos habían sido dictados. Y leería las columnas de trueque y comercio, aunque Hedy hacía mucho que no intercambiaba ninguna posesión de algún valor que pudiera darse el lujo de descartar.
Sus ojos se fijaron en el titular de la página tres: “Tercera orden relacionada con medidas contra los judíos”. La misma proclama había sido impresa la semana anterior. Hedy no tenía deseos de leerla de nuevo y trató de dar vuelta la página, pero se encontró inmersa en ella con una macabra fascinación.
… estará prohibido que desempeñen las siguientes actividades económicas:
(a) comercio mayorista y minorista;
(b) hotelería y restaurantes;
(c) seguros;
(d) navegación;
(e) despacho y almacenamiento;
(f) agencias de viajes, organización de recorridos turísticos;
(g) guías;
(h) empresas de transporte de toda índole, incluyendo la contratación de vehículos de motor u otro tipo;
(i) banca y cambio de divisas;
…
La lista iba hasta el final de la página, pero Hedy dobló el diario y lo metió en el bolsillo interno de su abrigo. Por deprimente que fuera, en última instancia, esta última orden no le hacía ninguna diferencia. De todas formas nadie emplearía a una judía, por miedo a molestar a los alemanes. Incluso su último trabajo en la limpieza de una escuela fue considerado demasiado arriesgado por el director, que le dio el salario de una semana y una excusa sobre el estado insatisfactorio de los baños. Hacía tres meses que vivía nada más que de sus magros ahorros y la caridad de Anton, que guardaba cada costra quemada de la panadería y a menudo le deslizaba algunos peniques para comprar raciones. Pero esta mañana, mientras se preparaba para su caminata, se había dado cuenta de cómo le colgaba la ropa sobre el cuerpo y que su piel, en otro tiempo sedosa y luminosa, se había vuelto seca y cetrina. Así, pensaba a veces, es como terminaría. Los alemanes no iban a fusilarla después de todo. Solo iban a dejarla morir de inanición.
El autobús llegó lleno, y Hedy, después de contar la tarifa en cambio pequeño, se retorció para pasar y encontró un asiento bien al fondo. Allí podía disfrutar del paisaje sin ser arrastrada a una conversación. Con mucha frecuencia había visto a la gente retroceder ante su acento, tomándola por una secretaria alemana o incluso una espía. Invisibilidad y silencio constituían una opción más simple. El autobús subió la colina y Hedy contempló cómo la torre La Rocco desparecía en la ventanilla de atrás, y el agua se arremolinaba y sorbía las rocas que había debajo.
Al menos esta noche tenía algo que esperar con ansias. Anton le había ofrecido pagarle el boleto del cine West para ver El mago de Oz y, aunque ella la había visto seis veces desde que el cine se había quedado atascado con ella, era un cambio bienvenido respecto de pasar la noche sola en su apartamento. En los primeros tiempos, el cine vendía jarros de chocolate durante el intervalo, pero ahora ya no había disponible nada tan lujoso. El estómago de Hedy hizo ruido y la boca se le hizo agua con el recuerdo, y durante el resto del viaje se obligó a contar camiones de soldados que iban en el sentido contrario. Pensar en comida solo la deprimía.
Se bajó del autobús en Weighbridge y caminó hasta el cine, donde la cola ya rodeaba el edificio y se extendía calle abajo. Siempre había gente de Jersey allí; los alemanes preferían películas en su propia lengua en el cine Forum, aunque la policía de campo enviaba ocasionales espías para mantener la vigilancia en estos eventos.