Hedy. Jenny Lecoat
a lo Greer Garson, la hacía parecer más joven que sus treinta y tantos años, y un poco vulnerable. Anton y la mujer estaban tomados del brazo y riendo de algo que ella había dicho: una risa que Hedy no había escuchado en mucho tiempo. Sintió una ráfaga de curiosidad. A menudo había visto que Anton miraba ruborizándose muchachas bonitas en parques y cafés, pero nunca había tenido el valor de invitar a alguna a salir. Hedy se acercó lentamente hacia ellos y esperó. Anton sonrió y respiró profundo como hacía siempre antes de hablar en inglés.
—Hedy, ella es Dorothea. Nos conocimos la semana pasada cuando vino a la panadería.
Dorothea ignoró la mano extendida de Hedy y se acercó a su mejilla, con los labios ya preparados para un beso.
—¡Anton me habló tanto de ti! —dijo con entusiasmo—. Sé lo buenos amigos que son. Espero que podamos ser amigas también.
Hedy notó que las uñas de la mujer estaban carcomidas, y sus movimientos eran agitados como los de un pichón. Pero lo más asombroso era la fuerza de su acento de Jersey, una inflexión vibrante que Hedy había aprendido a reconocer. Miró a Anton, sorprendida por su elección de una muchacha local. Le sonrió a Dorothea.
—Me gusta tu corte de pelo.
Dorothea se ruborizó con obvio placer.
—Gracias, mi madre lo hizo. Es más fácil manejarlo así cuando no se puede comprar champú. —La mano de Hedy fue automáticamente a sus bucles desarmados y resecos—. ¿También eres de Viena?
—Soy de Rumania, originalmente.
—¿Y eres judía?
Hedy dio medio paso atrás. Sus ojos, brillantes por la acusación, fueron directamente a Anton, pero, para su molestia, la mirada de su amigo en ningún momento se apartó de Dorothea. Hedy observó la fila, no era una conversación para tener un lugar público. Finalmente respondió con tranquilidad.
—Estoy registrada como judía, sí.
Dorothea, ignorando el malestar de Hedy, sacudió la cabeza con simpatía.
—Creo que es horrible la forma en que los están tratando. No sé por qué Hitler odia tanto a los judíos. ¿Cómo se supone que se arreglen si no se les permite trabajar? —Hedy se sintió de pronto consciente de su abrigo destartalado y su zapato despegado. Pero luego una idea iluminó la cara de Dorothea—. Te cuento lo que vi el otro día… un pedido de traductores.
—¿Traductores? —Hedy la miró confundida.
—¿Sabes de ese nuevo complejo de transportes que los alemanes están construyendo en Millbrook? Aparentemente necesitan personas que puedan hablar inglés y alemán para trabajar en las oficinas. Deberías presentarte. ¡Tu inglés es maravilloso! —agregó con una amplia sonrisa.
Hedy abrió y cerró la boca, sin saber cómo responder. Buscó a Anton para ver su reacción, pero su amigo, consciente de la tormenta en ciernes, mantuvo la mirada baja. Un silencio doloroso se expandió en el espacio entre ellos, hasta que Hedy se aclaró la garganta y habló con deliberada lentitud.
—¿Estás sugiriendo que yo, una muchacha judía, me presente a un trabajo en una oficina alemana?
—Deben de estar desesperados —respondió Dorothea, como si le hiciera un cumplido—. No mucha gente de aquí habla alemán… Bueno, es una lengua tan difícil, ¿no? El anuncio decía que la paga era buena, también.
En ese momento, un muchacho en un uniforme marrón demasiado grande para él abrió las puertas del cine y Anton se adelantó.
—¿Dijiste que tenías que ir al baño de damas, Dory? Ve y yo consigo los boletos.
Dorothea le dio un sonoro beso en la mejilla y se fue apurada. Anton chequeó que ya no pudiera escucharlo antes de volverse a Hedy, mirándola como un niño que espera ser regañado.
—Por favor, no la juzgues, Hedy —murmuró en alemán—. Tiene un corazón de oro. Es solo que no tiene mucho mundo.
—Anton, ¿a qué estás jugando? —La voz de Hedy salió como un siseo—. ¿Contándole mis asuntos a una total extraña?
—Simplemente salió el tema… Hemos compartido muchas cosas esta semana. No te preocupes, es confiable.
—¡Apenas la conoces! En todo caso, es una isleña… Si sale contigo va a ser considerada una Jerrybag, una mujer que anda con alemanes.
Anton se negó a cruzarse con su mirada.
—Sabe que no soy alemán.
—¡No tengamos esa discusión de nuevo! Dios mío, Anton, ¿escuchaste lo que me dijo? ¿No sabe siquiera de qué se trata esta guerra? ¡Es una shoyte!
Anton seguía observando a su alrededor, mirando cualquier cosa menos a ella.
—Mucha gente tiene que trabajar para los alemanes ahora, quieran o no. En tu posición, podría valer la pena considerarlo.
—¿Mi posición? —Hedy lo miró—. ¡Mi posición es que esos bastardos nos sacaron de nuestra patria y me consideran un animal! ¿Y estás diciendo que debería ayudarlos con su administración?
—Estoy diciendo que necesitas dinero. —La voz de Anton era baja pero sólida—. Hedy, eres mi amiga. Me preocupo por ti. Quiero ayudarte, pero cada semana se hace más difícil. Lo que Dorothea está sugiriendo podría ser una solución práctica… —Buscó su brazo. Ella alejó la mano con violencia.
—Entonces, ¿así es como nos comportamos ahora? ¿Aceptamos lo que ha pasado…, nos hacemos amigos de los alemanes? —Sacudió los brazos en el aire, exasperada—. No puedo creer que estés de su lado. O que, incluso, estés interesado en una mujer como ella. ¿Sabes qué? —Se ajustó un poco más el abrigo contra el cuerpo—. Me voy a casa. Ya no quiero ver el estúpido Mago de Oz.
Y dándose vuelta para que Anton no pudiera ver el dolor en sus ojos, se alejó. Cuando finalmente encontró valor para mirar hacia atrás, la fila había desaparecido dentro del cine.
Los escalones de cemento de la casa estaban muy cuarteados, y la puerta comunitaria debajo de un pórtico en otro tiempo adornado estaba tan hinchada por la lluvia y la falta de pintura que apenas cerraba. Hedy se escabulló dentro del edificio y comenzó el largo ascenso por la ancha escalera a oscuras hasta su apartamento. Oyó el crujido de la madera vieja y reseca cuando pisaba cada escalón, y sintió como si el sonido proviniera de dentro de ella. El resentimiento se mezclaba con el ácido en su estómago vacío. ¿Cómo llenaría su noche ahora? ¿Las noticias de la BBC a las nueve, con más informes deprimentes de las derrotas aliadas en el Norte de África? ¿Meterse en la cama con Hemingway y un libro de la biblioteca, cerrar la cortina pesada que separaba su área de “dormitorio”, y apagar el mundo por algunas horas? Su espíritu se hundió con la idea. Sabía que se había apresurado al irse de ese modo. Ese temperamento estúpido y petulante del lado de su padre. Pero ahora era demasiado tarde.
En el primer piso escuchó el chirrido habitual de la puerta de la señora Le Couteur que se abría unos centímetros, y vio un ojo que observaba desde la oscuridad. En sus primeras semanas aquí, Hedy solía saludar a su vecina para tranquilizarla, con la esperanza de que pudiera alejar las sospechas de la anciana viuda y, quizá, construir una cierta confianza entre ellas. Pero Hedy nunca había recibido más que un gruñido en respuesta y, después de que encontró a la pensionada en el hall de abajo, sosteniendo el correo de Hedy contra la luz para evaluar el contenido, se había dado por vencida. Ahora ignoraba a la vieja bruja cuando pasaba por su piso, y escuchaba el clic de la puerta de nuevo al cerrarse cuando ella seguía su ascenso hasta el piso superior.
El apartamento estaba sombrío; solo los últimos rastros grises del atardecer iluminaban apenas el linóleo. Estaba tremendamente frío. Hemingway se acercó saludarla, y Hedy lo alzó y lo abrazó, contenta de tener su cálida sedosidad sobre la