Hedy. Jenny Lecoat

Hedy - Jenny Lecoat


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receptor tiene el mismo número de cupones cada semana?

      —No, las reservas de combustible son pocas, pueden recibir menos.

      —¿Y esa información figura en el formulario?

      —No se necesita una explicación. La diferencia les se­rá compensada la semana siguiente o cuando se recuperen las reservas.

      Hedy asintió y comenzó a llenar los formularios como le pedían, pero su mente se desvió hacia un pensamiento peligroso. Si los receptores no tenían idea de cuántos cupones esperar cada semana, ella podía, en teoría, asignarles la cantidad que decidiera y guardarse el resto. El corazón comenzó a martillarle en el pecho. Los cupones de gasolina valían una fortuna y podían cambiarse por cualquier cosa. Todas las semanas veía en el mercado negro carne, huevos y azúcar robados a hurtadillas en los puestos del mercado, a precios que ni siquiera su salario podía comprar. Esta podría ser la llave a ese reino mágico. Pero ¿y si los formularios eran chequeados antes de su envío? Grises formas irregulares aparecieron en sus papeles y se dio cuenta de que le transpiraban las manos.

      Trató de concentrarse, de pensar con claridad. Ser atrapada era impensable. El robo de propiedad alemana había enviado a muchos de los isleños a la cárcel; como judía, significaría la deportación. Pero, no obstante, su mente bailaba y se zambullía, imaginando no solo el precio, sino la satisfacción. Ganar en algo. Lograr una revancha. Respiró lenta y profundamente mientras observaba a los otros empleados.

      En la siguiente hora, observó a cada trabajador tomar sus papeles del escritorio del frente y colocar los cupones en las cajas para su recolección. Cada vez, las copias de los documentos eran selladas por un administrador y apiladas en el escritorio de Vogt como una capa de torta, pero nadie se molestaba en chequearlos. Hedy calculó que, mientras que la cantidad correcta de atados de cupones fuera contada en la sala de stock, nadie haría nada después. Y aun cuando algún conductor de entregas se quejara sobre una asignación reducida, no había forma de que alguien pudiera rastrear la variante hasta ella.

      Diez minutos antes de las seis no se había decidido todavía. En ese momento, luchaba por controlar sus dedos temblorosos. Luego, cuando la aguja grande del reloj casi llegaba a las doce, vio que Vogt se daba vuelta para encargarse de una pila de firmas. Hedy tomó el formulario para una empresa de construcción irlandesa con una asignación de treinta cupones, y los puso en la Adler. Con gotas de transpiración cosquilleándoles en las axilas, escribió el número veinticinco en el casillero y, al mismo tiempo, deslizó cinco cupones en el bolsillo interno de su abrigo que colgaba del respaldo de su silla. Nadie la había visto, estaba segura. Cuando el timbre del fin del turno chilló en la pared, se puso de pie, entregó el resto de los formularios y los sobres en el escritorio de Vogt y salió de la barraca con paso regular.

      La tarde era dorada, con el sol todavía alto en el cielo y una suave brisa en el aire. Apenas necesitaba el abrigo, pero no se atrevió a quitárselo ahora; de todos modos, ir con ropa de más en esta isla semihambreada era algo común esos días. Las partículas de polvo se le pegaban a los ojos y la garganta, y el corazón le latía con fuerza, pero miraba hacia adelante y seguía caminando. Se dijo que era el destino. La facilidad de esta oportunidad era como si el universo la estuviera obligando a tomar esa oportunidad para igualar el resultado. Se movía con el flujo de trabajadores por la pendiente hacia la puerta sur, su botín anidado con seguridad cerca de su corazón. Los cuerpos se apuraban y la pasaban en su deseo de llegar a casa. Hedy maniobraba a través de ellos, asegurándose de mantener su paso firme. Casi estaba en el portón. Casi estaba libre. Entonces, sintió una mano sobre el hombro.

      Al darse vuelta, vio la cara de él cerca de la suya. Duran­te un segundo, lo único que reconoció fue el uniforme y pensó que iba a desmayarse.

      —Hedy, ¿verdad? Soy Kurt Neumann, ¿se acuerda? Nos conocimos el día en que fue contratada. —Debe de haber visto que el color había abandonado su cara porque agregó rápidamente—. No se preocupe. No es por trabajo… Ni siquiera formo parte de la OT. Quería pedirle un favor.

      Ella lo miró, esperando a medias que los cupones cobraran vida, salieran de su abrigo y se dirigieran hacia la cara del teniente. Inspiró lentamente tratando de retomar el control.

      —¿Sí?

      —Sé que es una de nuestras traductoras. Tengo este artícu­lo del American Journal of Science, sobre el futuro del au­tomóvil, y me preguntaba si usted podría traducírmelo. —Hedy abrió la boca, pero no salió ningún sonido—. Yo hablo inglés, ¡pero sé que el suyo es mucho mejor que el mío! Me encantaría pagarle, o podría agradecerle comprándole un trago alguna vez. ¿Quizás una cena? —Sonrió, y era una sonrisa auténtica, cálida, llena de optimismo e ideas. Sus dientes eran blancos y parejos. Hedy percibió que el ácido que daba vueltas en su estómago estaba subiendo.

      —¿Cena?

      —Mire, comprendo si no quiere ser vista en público con un oficial alemán. Pero tenemos acceso a nuestras propias tiendas. Podría llevar la comida a su casa. ¿Le gusta el queso?

      —¿Queso? —Hedy se maldijo. Este tipo de reacción de pánico era exactamente la forma en que la iban a atrapar.

      —O lo que quiera. Nada raro, le prometo. Estuve en la Deutsche Jungenschaft, sabe. Modales perfectos. —Lanzó una pequeña risa, invitándola a unirse a ella. Hedy estiró sus músculos faciales hacia la posición de risa—. Entonces, ¿qué dice?

      —Por supuesto. —Sintió que el espacio a su alrededor se movía y desaparecía. Su único pensamiento consciente era que, claramente, este hombre no sabía que era judía. Cada partícula de su cuerpo le gritaba que se fuera. En su visión periférica estaba buscando las salidas.

      —Perfecto. Bien, pondré el artículo en su escritorio y usted me hará saber qué noche le viene bien, ¿de acuerdo? Nos vemos.

      Otra brillante sonrisa y se había ido. Hedy se dio vuelta y continuó andando por el camino para salir del complejo. Sus piernas parecían moverse sin peso debajo de ella, y el sendero pasaba sin ser visto delante de sus ojos. Apenas exhalaba hasta que llegó al camino principal y, durante el resto de su viaje a casa, tuvo que detenerse para recuperar el aliento a la vera del camino. Recién cuando estuvo de nuevo en su apartamento pudo darse cuenta de lo que había ocurrido. Allí comenzó a reír, unas aterradoras carcajadas de histeria que hicieron que Hemingway se escondiera debajo de la cama, y la forzaron a sentarse junto a la mesa. Durante varios minutos se preguntó si pararía alguna vez.

      Con mano temblorosa, sacó los cupones del bolsillo interior y los miró. Se había salido con la suya. Y, aparte de su propio miedo, no había razón por la que no debiera salirse con la suya de nuevo. Quizá todas las semanas. Sintió orgullo. Había engañado a los amos, se había anotado una victoria. Ya no era una colaboradora, sino una luchadora de la resistencia. Escondiéndose a plena vista dentro del pozo de la serpiente, inoculando veneno en su nido, lanzando una señal de victoria a toda la nación alemana.

      Solo había un problema. Parecía que había invitado a un oficial alemán a su casa para cenar.

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