Hedy. Jenny Lecoat
Estoy aquí por… —dudó, como si las palabras le hirieran la boca—, por el trabajo de traductora.
Kurt no podía dejar de mirar esos ojos. Eran del color del mar en la bahía de Rozel.
—El Bloque Siete es la siguiente barraca a la izquierda. Déjeme mostrarle.
—No, gracias. —Su voz tenía el frío de la cortesía obligatoria—. Puedo encontrarlo sola.
Kurt la miró alejarse por el terreno desparejo: su figura se balanceaba mientras se movía; no sacó los ojos de ella ni un segundo hasta que dio vuelta la esquina y desapareció.
Una hora después, con el estómago lleno de guiso de conejo, Kurt estaba pasando por la entrada del Bloque Siete con una pila de sumarios firmados, cuando volvió a ver a la muchacha. Esta vez se estaba yendo de la barraca y al hacerlo estrechó la mano de un hombrecillo rechoncho, que usaba gafas con montura de metal y que Kurt supuso que era Schulz. Era un apretón de manos extraño, superficial, como si ninguno de los dos quisiera formar parte de él y lo dos quisieran que terminara lo antes posible. Kurt observó a la muchacha mientras caminaba por el sendero hacia el límite de alambre de púa y la puerta de salida, entonces llamó a Schulz.
—¿Feldwebel? —El hombre asintió. Kurt lo miraba desde arriba—. Esa joven… ¿estaba aquí por el puesto de traductora, ¿verdad?
—Sí, teniente.
—¿La va a tomar?
Schulz se retorció un poco.
—No me queda otra opción, me temo, señor. Tiene fluidez en ambas lenguas. Hemos tenido muy pocos candidatos.
—No entiendo. ¿Hay algún problema?
Schultz parpadeó muy rápidamente como si alguien le hubiera tirado arena en la cara, y se rascó la punta de la nariz.
—En absoluto, señor. Estoy seguro de que demostrará que es totalmente aceptable.
Kurt percibió que Schulz estaba guardándose algo, pero no podía molestarse en averiguarlo. Su atención estaba todavía a medias en la figura de la joven que se iba, de modo que sonrió vagamente y le indicó a Schulz que podía irse. Luego, todavía con los sumarios en la mano, sintió una fuerte curiosidad que lo presionó a continuar. Al menos, eso fue lo que se dijo después.
Verificando que nadie estuviera mirando, bajó por el camino detrás de la muchacha, con cuidado de mantener la distancia. Al llegar a la puerta, ella giró a la izquierda hacia el estrecho camino rural. Haciendo un rápido saludo a los guardias, Kurt salió del complejo tras ella. Todavía quedándose bastante lejos –después de todo, si ella se daba vuelta a preguntarle, ¿qué le diría?–, siguió a la muchacha hasta el siguiente recodo. Allí, lo que vio lo hizo dar un paso atrás y meterse en el borde de pastizal del camino por miedo a interrumpir ese momento privado.
La joven estaba inclinada en un portón de hierro oxidado que llevaba a una granja vecina, con los antebrazos apoyados en la barra superior. Kurt no podía ver su expresión, pero la inclinación de sus delgados hombros sugería una intensa tristeza, incluso desesperación. Levantó una mano pálida, ligera, hasta la cara y se secó las mejillas. Con la otra mano, se quitó las hebillas de la nuca hasta que su pelo cayó en suaves rulos, luego sacudió la cabeza hacia atrás para soltarlos más, con cuidado de no perder ni una sola hebilla, que colocó en el bolsillo de su abrigo. Kurt la observaba, transfigurado, apenas respirando, temeroso de que ella pudiera darse vuelta y verlo, mientras, al mismo tiempo, deseaba que lo hiciera. Pero la muchacha no se dio vuelta; continuó de pie, totalmente quieta, apoyada en el portón y mirando hacia el campo que tenía delante, como aspirando los aromas y perfumes de la campiña que la rodeaba. La brisa la rodeó, redibujando su silueta, y Kurt imaginó que ella había cerrado los ojos. Luego, cuando una bandada de golondrinas cruzó el cielo por encima de ella, la joven se inclinó hacia adelante sobre el portón y vomitó hacia el lado del campo.
La ciudad estaba más ajetreada que lo habitual, quizá debido a los rumores de quesos franceses en oferta en el mercado cubierto. Hedy se paró en la esquina a observar a las amas de casa que pasaban apuradas con bolsas de compra medio vacías, y ciclistas con tubos de goma como neumáticos que se desviaban para evitar los baches. Miró a su alrededor, tratando de decidirse. El apartamento de Anton estaba a una corta caminata hacia su derecha, pero si giraba a la izquierda hacia la calle New estaría en su casa en ocho minutos. Tenía un gran deseo de correr y sentir el consuelo de Hemingway ronroneando sobre su estómago. Pero sabía que esta frialdad entre ella y Anton se había prolongado por demasiado tiempo y era hora de terminarla. Hoy, especialmente, extrañaba la compañía cómoda de Anton y su seguridad optimista. Giró a la derecha y sintió que sus pasos se apuraban a medida que se acercaba a la tienda. Sin golpear, abrió la puerta del costado hacia el apartamento y comenzó a subir la escalera. Pero lo que oyó luego la hizo congelarse en el lugar.
—Adentro por la nariz, afuera por la boca… Ahora lento. —La voz, masculina, llena de autoridad, flotó hacia ella por el aire estancado que olía a moho y harina. El estómago de Hedy se hizo un nudo mientras continuaba subiendo de puntillas, tratando de identificar la voz. Ciertamente, no eran Anton ni su jefe, el señor Reis. Trató de no emitir sonido, dudando al llegar arriba.
—¿Anton? —La puerta estaba entreabierta y ella la empujó hasta que se abrió lo suficiente para poder ver adentro. Sentada erguida en el centro de la habitación en una silla de madera estaba Dorothea, con los ojos cerrados en actitud de concentración, su respiración era rápida y superficial, su pelo oscuro se le pegaba en la frente. Tenía las manos juntas delante de ella como en una plegaria, y el pecho le saltaba con una tos persistente. A su derecha, con la mano apoyada en su hombro para darle seguridad, se encontraba Anton, y a su izquierda había un caballero de edad mediana con mechones grises alrededor de las sienes y gafas redondas con montura de pasta. El hombre se dio vuelta e hizo un gesto con la cabeza a Hedy antes de volver a su tarea. Hedy miró a uno y a otro confundida, hasta que divisó el gran maletín de cuero, en parte abierto, y el estetoscopio que sobresalía debajo de la chaqueta de franela del caballero. Los ojos de Anton se dirigieron a ella.
—Dory tiene un ataque de asma. —Una vergonzosa explosión de irritación estalló de inmediato. ¿Qué estaba haciendo esta mujer aquí si estaba enferma? ¿Y por qué se estaba apoyando en Anton, cuando seguramente tenía familia? Pero al ver el color arcilloso de su piel y las gotas de sudor en su frente, Hedy dejó de lado sus otros sentimientos. Un estómago vacío, dijo una vez Albert Einstein, no era un buen consejero político—. Afortunadamente —estaba diciendo Anton—, el doctor Maine estuvo dispuesto a venir aquí desde el hospital.
—¿Estás bien? —preguntó Hedy. Dorothea abrió los ojos por un momento y reconoció la pregunta de Hedy con un movimiento inconexo de los dedos—. ¿Cuál fue la causa?
—Estaba molesta. —Anton le hizo un leve gesto con la cabeza, advirtiéndole que no siguiera preguntando. Hedy, con dudas, colocó su bolso sobre la mesa, insegura de si debía quedarse, mientras el médico seguía escuchando los pulmones de Dorothea a través de su estetoscopio. Finalmente, se enderezó.
—Debe tratar de evitar situaciones que la pongan ansiosa, señorita Le Brocq. La prevención es mejor que la cura, ¿sí? —Su voz, que tenía acento de Jersey, era dulce y gentil, aunque entrecortada por el cansancio. Las bolsas debajo de los ojos le recordaron a Hedy a su tío Otto, y cuando se dio vuelta para incluirla en su sonrisa, se encontró devolviéndosela—. El stock de epinefrina es escaso, como todo lo demás —continuó—. Quizás no podamos conseguirla hasta dentro de unos meses. Hay algunos tratamientos caseros que pueden ayudar, como aceite de mostaza o el jengibre, pero dudo que los encuentre en las tiendas en estos días. Trate de llevarla al hospital si sucede de nuevo. Las visitas a domicilio se están limitando a absolutas emergencias.
—Pensaba que a los médicos les permitían usar automóviles privados —expresó Anton.
—Sí, pero nuestra asignación de combustible es menos de dos galones por semana.