Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay


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al mío pequeño, encajando nuestras siluetas, y de nuevo me penetró.

      No me quejé de que me hubiera dejado al borde del orgasmo, pero sí me moví en busca de mi propio placer y me mantuve en silencio mientras sentía cómo me corría para no permitirle parar. Sin embargo, justo cuando el placer más exquisito experimentado llegaba a mí, salió de nuevo de mi interior, me despegó de su espalda y me puso a cuatro patas. Sabía que estaba a punto de explotar y se había detenido. Otra vez. Miré hacia atrás, furiosa.

      —Deja que me corra —le exigí.

      Como respuesta, recibí una sonrisa de medio lado. Sujetó mi pelo recogido con fuerza y me embistió de la misma manera.

      Mi cuerpo se acunaba acompasado por el ritmo que él marcaba mientras los mechones de mi pelo comenzaban a soltarse. Los notaba pegados a mi perlado rostro. El sol, a lo lejos, terminaba de esconderse y nos dejaba la intimidad de la oscuridad parcial. Seguí mirándolo con fijeza, al borde del abismo. No quería hacerlo, pero es que no podía despegarlos de su mandíbula marcada y sus labios exquisitos contraídos por la rabia y el placer. ¿Por qué me miraba con ese odio? ¿Por qué me follaba con esa fuerza? No lo sabía, pero me encantaba. Quería más, y más busqué, encolerizada. Me sentía a punto de caer por la cascada que tenía enfrente, y no había cosa que deseara más. Subir, subir del todo, y dejarme caer sin nada que me frenara.

      Pero, de nuevo, lo hizo. El muy cabrón bajó la intensidad y mi orgasmo desapareció.

      —Que me dejes correrme —volví a imponerle, presionando mi trasero contra él y buscando la profundidad que necesitaba.

      —Me encanta verte así: demandando lo que en realidad te encantaría suplicarme. A mi merced.

      Volví a restregarme, furiosa y excitada. Tenía razón: me encantaría suplicarle que siguiera follándome hasta correrme mil veces sobre él, que nunca saliera de mí, que al día siguiente no nos olvidáramos de todo. De nada, de hecho. Tocábamos nuestras ganas en cada movimiento, en cada embestida salvaje. Era una necesidad silenciosa que en ese momento gritaba.

      Me dio una estocada seca. Dos. Tres. Cuatro. Y, entonces sí, me vi caer por la cascada en un orgasmo delicioso, rico y animal que no cesaba porque él no variaba el ritmo ni la rudeza. Noté que se derramaba dentro de mí mientras todavía me contraía por el placer.

      Cuando todo acabó, me levanté con dificultad. Estaba jadeante, con la respiración descompasada, la cabeza me daba vueltas y las piernas y los brazos me temblaban. No me giré para mirarlo. Solo me puse el vestido, cerré la cremallera, cogí mis pertenencias del suelo y me marché sin mirar atrás.

      Solo una vez me obligué a girarme cuando lo escuché gritar:

      —¡Puta madre!

      Los motivos de su sobresalto eran Roberto y Boli, que aparecieron de la nada y se quedaron mirándolo mientras comían hierba fresca.

      Yo regresé con mis amigas e intenté olvidar lo que acababa de suceder.

      La barra de chorizo

      Hacía casi una semana que habíamos vuelto de Escocia y me encontraba estresada como nunca. Era la primera vez que tenía más de una corrección en mi poder, ¡y, Virgen santa, cómo me había llegado el manuscrito! No tenía por dónde cogerlo, y por más que tamborileara mi lápiz sobre el taco de papeles, no conseguía concentrarme. Ortotipográficamente, pasable, pero el estilo… El estilo como el de mi Azucena desde que vestía Kike.

      —¡Joder, Alejandro! —escuché el quejido que Angelines lanzó al aire.

      Estaba sentada en las escaleras laterales del porche, antes de acceder al jardín, y ellos se encontraban justo enfrente, peleando como becerros para la gran batalla, como llevaban haciendo desde el momento en el que sus pies pisaron tierra almeriense. Patrick se había marchado a Alemania, días atrás, tal y como dijo, pero no para quedarse allí, sino que regresó el mismo día de madrugada. Cuánta boca tenían a veces. Todo lo que había renegado para tragarse sus palabras.

      Kenrick apareció a mi lado. Se sentó con su cerveza en la mano y un sobre.

      —¿Es un regalo para mí?

      Lo miré a través de mis gafas y él sonrió, encogiéndose de hombros.

      —Es el viaje de novios que Marisa no espera. Ojalá haya acertado, porque si no…

      —Si no, montará un drama —añadió Angelines, esquivando un derechazo directo que iba a sus dientes.

      —Ya verás como viniendo de ti le encanta. No puede tener un marido mejor que tú.

      Le sonreí con afecto y Ma apareció, pillándome.

      —¿Qué haces poniéndole carita de putona a mi marido? —recalcó mucho ese «mi», y yo puse los ojos en blanco.

      —De verdad que estás paranoica perdida y no hay quien te aguante. Qué hostia más grande tienes —objetó Angelines, pendiente de la conversación.

      —Tú cállate y sigue peleando con Hulk, que contigo no estaba hablando.

      Angelines soltó un improperio de los suyos y alentó a Alejandro para que le atestara el siguiente golpe, el cual frenó con maestría. Me embobé mirándolos. Más a él que a ella, como era normal, y me encontré recordando aquel polvo en los acantilados el día de la boda.

      Como lo había hecho cada puto día desde que ocurrió.

      Me prometí a mí misma borrarlo de mi mente como si nunca hubiese ocurrido, pero también tenía claro que era de chocho enamoradizo, y siempre lo había dicho. Alejandro me gustaba. Me gustaba en exceso y sentía unas mariposas ya olvidadas cada vez que pasaba por mi lado. Me gustó cuando llegó, cuando se integró, cuando me enteré de que fue él a quien me tiré en el cuarto oscuro y cuando me lo hizo de aquella manera tan necesitada en mitad de un prado verde. No me gustaba engañarme a mí misma, y la mejor manera de gestionar los sentimientos era aceptándolos para poder analizarlos. ¿El problema? Que tal y como habíamos acordado, era indiferente para él. No existía, y eso él lo llevaba al pie de la letra.

      —¡Pelea como Dios manda! —le voceó mi amiga.

      —Eres una vacilona de mierda —le respondió él, con una sonrisa en los labios.

      Y qué sonrisa más bonita y deslumbrante tenía. ¿Cómo era posible que aquellos dientes tan perfectos y alineados causaran tanto en mí?

      Unos dedos chasqueándose delante de mi cara me sacaron de mis pensamientos.

      —¡Eh, tú! ¡Nena! ¡Eh, eh!

      Aparté la mano de Ma con un suave manotazo y fruncí el ceño, mirándola.

      —Que ya te he visto. Y, no, no estoy ligando con tu marido, Ma. No seas pesada.

      —Entonces, ¿qué coño hacéis?

      —¿Hablando? —le contestó Kenrick, poniendo los ojos en el cielo y soltando un soplido.

      Ma, al ver la cara de su marido, asintió y levantó las manos en son de paz.

      —De verdad, necesito que se me vayan ya estos cambios de humor. Es cierto que estoy insoportable. —Se sentó en medio de los dos, por si acaso, y se llevó las manos al rostro. De fondo, los gruñidos de Angelines y Alejandro me despistaban. Traté de ponerme a corregir de nuevo, pero Ma me interrumpió con dramatismo—: Aaay, Anaelia, ¡qué cansada estoy! Tengo que soltar esta panza y…

      Y dejé de oírla al centrarme en la corrección. Sin embargo, solo me dio tiempo a un párrafo de dos líneas antes de que el torrente de voz de Ma me desviase del trabajo otra vez:

      —No estás haciéndome caso. De verdad que no sé para qué hablo contigo.

      Solté el lápiz con hastío sobre el bloque de papel y la miré con mala cara. Kenrick sonrió y le dio otro trago a su cerveza. Ma alzó una ceja.

      —Necesito


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