Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay
al ver que no se movía, aunque sí miraba a su padre con cara de espanto.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—El vestido acaba de crujir —respondió su padre por ella.
—No, por favor… —susurré, implorándole a quien fuera que pudiera ayudarnos.
Angelines dio la vuelta alrededor de ella, me miró con angustia y giró el cuerpo de nuestra amiga poco a poco. La braga-faja premamá de color blanco se veía en la zona de la cintura, que era donde se había rajado el vestido.
—¡Me cago en todo lo que se menea ya! —gritó furiosa Angelines, mirando hacia el cielo gris. También le recé al dios de la lluvia para que no hiciera tronar esas nubes cargadas que teníamos sobre la cabeza—. ¿Qué hicimos tan malo en otra vida?
—Se ha roto, ¿verdad? —nos preguntó Ma en tono bajo y al borde del llanto, como si ya hubiera aceptado que todo tenía que salir mal.
—Nada que no pueda arreglarse. Tú te casas hecha una reina, por mis muertos.
Miré alrededor en busca de algo que nos ayudara, y lo vi claro. Con furia, arranqué uno de los lazos fucsias que adornaban las manetas del coche que habían llevado a la novia hasta allí.
Angelines, leyéndome el pensamiento, asintió con una sonrisa y se dispuso a cerrar el vestido por detrás mientras yo la rodeaba con el lazo, con cuidado de no apresar la gran panza. No nos habíamos currado tanto la nueva celebración para que se estropeara por un simple altercado.
—Ahora solo hay que saltar la valla de madera sin que se raje más ni coma tierra —dije, mirando la vallita a media altura. Pasarla por debajo con el vestido de novia era imposible sin salir hecha un cristo, y menos en las condiciones en las que iba.
—Aunque tengamos que cogerte en brazos —concluyó Angelines, haciéndose un nudo lateral en el vestido para poder caminar con los tacones.
—¡Eso, eso! —exclamó el padre con mucho entusiasmo, dejándose llevar por el nuestro. La cogió de un solo movimiento y pasó al otro lado con algo de dificultad debido a la barriga.
Pocos minutos después, con la melodía de una gaita que llenaba el ambiente, la novia llegaba al altar improvisado, compuesto de un tablado tapizado por nosotras mismas y un arco de flores que la familia de Kenrick nos ayudó a construir. Como estaba saliendo con forma de M en vez de U invertida, el alemán se cayó la boca, cogió el coche y, con el GPS, fue a buscar uno en condiciones. Sabiendo que nos negaríamos a aceptarlo, se plantó en el lugar un poco antes de la celebración y lo cambió por nuestra chapuza de arco, al que le pusimos mucho cariño pero que no dejaba de ser una mierda pinchada en un palo.
Ma avanzaba despacio, con su gran vestido blanco, un fajín del mismo color que su pelo y sus zapatos, con un gran lazo en la parte posterior que cubría el incidente y el ramo de rosas. Estaba, si cabía, más guapa que antes. Al frente, Kenrick la esperaba bajo el arco de flores con las manos entrelazadas por delante del cuerpo. No se movía, solo miraba el final de la alfombra rosa a la espera de que su futura mujer apareciera. Estaba guapísimo con el kilt verde y azul, ese con el que le pidió matrimonio, aquel que le hacía honor al trapo que sacó Ma en ese mismo lugar y encima del que comieron juntos por primera vez, y con la Wedding Sark3 blanca cubierta parcialmente por una chaqueta. A la izquierda de Kenrick, los hombres, idénticos. No pude evitar detener durante unos segundos mis ojos sobre el gran cuerpo de Alejandro. No pude evitar tampoco que viajaran hasta sus piernas desnudas, fuertes e interminables, cubiertas únicamente por la falda. Ni subir hasta su torso enorme y su cara de rasgos masculinos y perfectos. Por suerte, salí de mi embobamiento cuando mis amigas me reclamaron. Él no se percató de mi escrutinio. Al lado de ellos, la madre de Kenrick lloraba como una magdalena al ver a su nuera aparecer y la cara de su hijo al contemplarla.
Angelines y yo nos colocamos en el lado contrario, junto a la hermana de Ma y el padrino. Todas íbamos con el mismo vestido pero de colores diferentes. Eran
largos, con forma de sirena, de palabra de honor, ajustados al cuerpo y con un simple adorno de pedrería que cruzaba desde el escote hasta la cintura. Costaban, más o menos, como todos los riñones de los presentes juntos. El mío era amarillo y el de Angelines, azul.
A cada lado del pasillo, telas cuadradas, rojas y verdes se extendían en el suelo, donde los invitados se sentarían a comer y beber. Cuando paseé la mirada alrededor del prado verde, irrumpido únicamente por nuestra presencia, vislumbré a unos personajes que caminaban jirochos por la alfombra. Azucena y Vladimir —pajarita él y lacito en el cuello ella— iban delante de Boli y Roberto, de la misma guisa. A su lado, el Pulga y el Linterna, controlando que Roberto no se volviera loco y comenzara a topar sin miramientos. Nunca se sabía, y todavía no lo conocíamos lo suficiente como para tener confianza plena en él. Entre los invitados, familiares de ambos y amigos de Kenrick. También mis padres y los de Angelines.
El oficial comenzó a hablar, pero yo no lo escuché durante toda la ceremonia. Me gustaba observar otra cosa de las bodas. Por ejemplo, la manera de mirarse de los novios, como si no se explicaran todavía el maravilloso motivo que los había llevado hasta allí. Me intrigaba imaginar en qué pensarían: ¿En lo que les esperaba después?, ¿en la vez que se vieron por primera vez?, ¿en el día en el que se pidieron matrimonio?, ¿en que tenían al lado a la persona más maravillosa del mundo? No lo sabía, pero daba igual, porque se contemplaban con amor. Y eso, de por sí, era más maravilloso que todo lo que había alrededor.
Me encantaban las bodas tanto como los niños, pero siempre que no fueran míos. Era antiglesias, compromisos y obligaciones que te ataran de por vida, pero me gustaba el hecho de que no todo el mundo pensara como yo y se decantaran por unir sus vidas a otra persona y entregarse a sus hijos. Yo, en principio, me entregaba a mí, a mi futuro y a cumplir mis propias expectativas. Algunos me llamaban egoísta. En mi opinión, egoístas eran esas personas que tenían las cosas tan claras como yo y, aun así, traían niños al mundo a los que no atenderían ni educarían como deberían, o se unían a una persona sin la seguridad de querer hacerlo.
A mi derecha, Angelines sujetaba la mano de Patrick, y ambos no perdían detalle de las palabras que en ese instante los novios se decían. Pude apreciar cómo el alemán ponía una cara extraña y mi amiga negaba sin oportunidad de replicar. Sonreí. Era cabezota como una mula, y Patrick ya había estado hablando conmigo un par de veces sobre cómo pedirle matrimonio. Que ella no aceptaría ni muerta, como había dicho siempre, estaba por ver.
El oficial —que después me enteré de que nos había salido tan barato como para que viniese deprisa y corriendo porque era tío del Linterna— terminó de hablar. Ambos se dieron el sí quiero con un brillo especial en los ojos. Entonces, Kenrick se acercó a la novia y besó su boca mientras —y eso lo vimos con claridad toda la parte izquierda— Ma metía la mano por debajo del kilt y él se echaba hacia atrás para reprenderla con la mirada.
—¡No lleva calzoncillos! —gritó, regalándole la información a los invitados.
Todo el mundo lanzó un chillido de emoción al aire, alzaron las manos y comenzaron a dar palmas al grito de «¡Que vivan los novios y los kilts!».
Nosotras corrimos en corro, junto con la madre y la hermana de Ma, para abrazarla con fuerza.
Nuestra pelirrosa se había casado.
Después corrimos hacia Kenrick, que nos arropó entre sus grandes brazos, nos alzó a la vez y nos dio las gracias por haber llevado a Ma hasta él y haberle permitido entrar en nuestra mafia de tres.
Miré por encima de su hombro. Ya no éramos tres; la mafia crecía.
Yo, en voz baja, también le di las gracias por haber llegado a nosotras, y Angelines, más de gestos que de palabras, asintió emocionada.
—Zorras, quitad ahora mismo vuestras manazas de mi marido —nos exigió Ma, recalcando mucho las dos últimas palabras—. Ha sido decir que lleva la polla al aire y ya estáis arrimadas. Poneos con las mujeres, que voy a lanzar el ramo.
—Ma, eso