Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay


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y mi cabra con nombre de español subnormal.

      —¡No es nombre de subnormal! —lo defendió Angelines, sin dejar de frotar la silla. Y claro que lo defendía, ya que ella había estado de acuerdo en la elección del nombre—. Anaelia, dime que no sabías nada de la rata nueva —casi me suplicó.

      La fulminé de un solo vistazo y ella volvió sus ojos a la silla, sabiendo el error que había cometido.

      Roberto levantó las orejas, enfocó a Ma e inclinó la cabeza hacia la izquierda. Era muy similar a Boli: blanquito y muy muy suave. La única diferencia era que tenía una mancha marrón en el ojo derecho.

      —Le ha dolido lo que has dicho, Ma —le reproché, acariciando su lomo—. No la escuches, Roberto. Está nerviosa por la boda. Y no. No sabía que venía otra co-ba-ya. ¿Te queda claro?

      Miré a Angelines y ella me ignoró, pero mi tonito no le pasó por alto.

      —¡La boda! Estamos todos aquí de guapos y…, y… ¡¿Dónde se supone que nos casamos?! —gritó de repente, llevándose las manos a la barriga como si el antiguo Benancio fuera a nacer. Por favor, no. Lo que nos faltaba.

      —Tranquila, Ma. Ya te hemos dicho esta mañana que es una sorpresa, que está arreglado y que vosotros hoy os casáis —sentenció Angelines sin dar más explicaciones.

      Juraría que Kenrick la miró con miedo.

      —¡Mucha boda hoy! Ma y amigou, Roberto y Boli y Vladimir con la Alacena.

      No me molesté en corregir al Linterna, ¿para qué? Tampoco lo hice cuando vi los ojos de Patrick y su gran silueta tambalearse hacia atrás mientras contemplaba a las dos cobayas.

      —¡Joder! —exclamé, recordando que tenía que avisar sobre el lugar definitivo de la boda al gaitero y al oficial del juzgado. Dejé de sobetear a las dos nuevas mascotas.

      Estaba buscando mi móvil con nerviosismo cuando el Pulga se colocó a mi lado y me enseñó la caja con las pajaritas fucsias de Roberto y Vladimir y los lazos de Azucena y Boli.

      —¿Gustar mi regalo, princesa? —me preguntó entusiasmado.

      ¿Quién era yo para robarle la alegría a un pobre hombre enamorado de la mujer equivocada?

      —Me gustaría mucho más que conjugaras verbos y aprendieras a hablar. Pero sí, también me ha gustado mucho tu regalo. Gracias.

      Le di un beso en la mejilla y se encendió ante mi contacto. Al girarme para comenzar a hacer las llamadas oportunas, Alejandro, apoyado en la pared, me miraba con rostro serio. Obvié que existía y me metí en la habitación que nos habían asignado para arreglarnos.

      —Eh, eh, ¿adónde vais todos? —preguntó Ma con nerviosismo al ver que nos dispersábamos—. Alguien tiene que quedarse con los bichos nuevos.

      —Llévalos a la cabaña con Boli y Azucena, que vayan conociéndose —le propuso Angelines.

      —¿Y si no se llevan bien? Algún adulto tendrá que vigilarlos, ¿no? —Ma ya se metía en la habitación y tenía la puerta medio cerrada.

      —¿Puedes encargarte, amor? —le preguntó Angelines al alemán mientras besaba su boca. Sin esperar respuesta, se giró y caminó hasta el dormitorio.

      Antes de cerrar, pude ver cómo Patrick miraba a su alrededor y tragaba saliva, probablemente con ganas de llorar.

      Vivan los kilts

      Ya estaba todo controlado. El gaitero sabía adónde tenía que acudir y los invitados se habían quedado conformes con la trola que Angelines y yo nos habíamos inventado sobre la marcha. Gracias a los conocimientos de mi amiga sobre Escocia, a Ma no se le adelantaría el parto por el disgusto. Básicamente, el problema —uno de los tantos— era que el convite de la boda tendría lugar dentro del espacio dispuesto para la celebración. Sin castillo no había cáterin, así que, muy resolutiva, Angelines envió un audio al grupo que habíamos creado para la nueva información de la boda y comentó que se celebraría a modo de picnic, y como era costumbre, para meternos más en el papel, se realizaría una Penny Wedding2. Consistía en que cada invitado llevaba comida y bebida y los novios se encargaban de la gran tarta nupcial.

      Como lo de la tarta no era problema y estaba controlado por Patrick, nos quedó superbien eso del banquete tradicional, que no dejaba de ser como las antiguas barbacoas de amigos en las que cada uno llevaba su bebida. Rateros total.

      Los invitados que llegaron de España no podrían traer la comida, pero todo eso ya lo teníamos controlado y lo habíamos hablado con los padres de Kenrick, supermajos, a los que sí les explicamos el verdadero motivo de que no se casasen en el castillo. Se pusieron manos a la obra con los preparativos, y entre toda la familia y nosotras, que llevábamos dando tumbos desde las cinco de la mañana sin que Ma y Kenrick nos escuchasen, estuvimos yendo y viniendo de casa del escocés a la de sus padres, que se encontraba solo dos calles atrás.

      Nos escocían los ojos y estábamos agotados. Todos. Incluso Alejandro, quien también aportó su granito de arena cocinando. Pero era nuestra Ma, y no podíamos fallarle. El Pulga y el Linterna se habían encargado de todo lo relacionado con los utensilios para comer, como los manteles para el picnic, las bebidas, etcétera. No sabía ni cuánto dinero le debíamos a unos y a otros ya.

      Lo de casarse en mitad del campo, en plan bohemio y silvestre, era una idea preciosa. O lo fue hasta el momento en el que bajamos de los coches y los tacones se nos enterraron en la tierra húmeda. Me miré los pies y di por sentado que los taconazos amarillos, hechos expresamente para mi vestido, los usaría una sola vez. A tomar por culo los doscientos pavos que me habían costado en su día.

      Habíamos aguantado como unas campeonas todo el camino sin responder a un solo mensaje por parte de Ma, que nos llamó durante todas las horas que duró nuestro viaje. Ma se montó con su padre en el coche de Patrick, y nosotros —Angelines al volante, Kenrick, su madre y yo—, en otro y delante para que nos siguieran hasta llegar a los acantilados. El trayecto había sido insufrible; la distancia era enorme y habíamos tenido que salir con mucha antelación de casa.

      Me recogí el vestido largo con una sola mano para que no arrastrara y miré a Ma, que en ese momento salía del coche con ayuda de su padre. Preciosa no era la palabra adecuada para describirla. Iba radiante, feliz, entusiasmada. Ella, que se veía soltera y criando sola a un hijo, ahora estaba embarazada y vestida de blanco, con su pelo corto y rosa perfectamente peinado hacia arriba y los taconazos a conjunto.

      Angelines, a mi lado, aguantaba la respiración. No la culpaba. Era imposible ver a la novia sin emocionarse. Ma nos contempló conmovida mientras terminaba de adecuarse el vestido y su padre cerraba la puerta del coche. Se encaminaron hacia la vallita que separaba la tierra de la carretera, antes de llegar al acantilado.

      —¿Cómo sabíais que este sitio era tan especial para mí? —murmuró con lágrimas en los ojos.

      Angelines y yo nos miramos y alzamos una ceja a la vez.

      —No… No lo sabíamos. ¿Por qué es tan especial, si puede saberse?

      Arrugó su entrecejo como si le hubiese molestado que no lo supiésemos.

      —Aquí fue donde le lancé a mi Kenrick el bocadillo de salchichón a la cara. —Sonrió, y su padre la miró con extrañeza por su tono melancólico—. Aquí hice un picnic por primera vez con tu futuro yerno, papá. Y no me lo cepillé en el césped porque no me dio la oportunidad, las cosas como son. Hay que ver… Y pensar que me dio solo dos meses para casarnos y llevamos media vida preparando esta boda…

      Su padre rio por su comentario y Angelines y yo negamos con la cabeza.

      —El destino… —susurré, y aprecié una breve sonrisa en los labios de Angelines.

      Ma elevó un poquito el tacón para pasar por encima y abrió mucho los ojos. Mucho. Vale que estuviera conteniendo las ganas de llorar para que el


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