Macarras interseculares. Iñaki Domínguez

Macarras interseculares - Iñaki Domínguez


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fricción, y el coche arrancaba». Más adelante, los bancos eran solo atracados los días 1, o 30, o el 15. Estos días era cuando las empresas pagaban la nómina a sus empleados, en muchos casos, en efectivo.

      En 1978, Domi entra en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, pero no dura mucho en sus aulas. Por entonces, gracias a la influencia de su hermano mayor, se hacía con discos de la Creedence Clearwater Revival, de los Rolling Stones, de Pink Floyd y Deep Purple, una música que se hallaba intrínsecamente unida a una filosofía de vida en la que la cultura de las drogas jugaba un papel fundamental.

      Una mañana de 1978, Domi vuelve de la facultad y se encuentra en su casa con su hermano Rober, con el Lenteja y con Floro, sus compinches. Estaban preparando un atraco. Por lo visto, faltaba el Norberto, que era uno de sus compañeros habituales. Hacían falta dos tíos que entraran en el banco, además de uno en la puerta y otro al volante del coche. En un arrebato Domi se compromete a ayudarles. Se dirigen, poco después, a una entidad bancaria de San Sebastián de los Reyes. Rober y el Lenteja entran en el banco, Domi se queda en la puerta, y el Floro hace de conductor. Sin embargo, el atraco tarda más de lo previsto. De acuerdo «con la ley de los maleantes», un atraco de este tipo no ha de llevar más de unos sesenta segundos. No obstante, en este caso algo fue mal. Llegó la policía. Domi y Floro escaparon en el coche, mientras Rober y el Lenteja fueron arrestados.

      Domi logró llegar a su casa, pero con tan mala suerte que su padre le sorprendió en la puerta con la bolsa que contenía las armas y con Floro. Su padre abrió la bolsa, vio «todo el percal» y le exigió que le contase lo ocurrido. A las veinticuatro horas del suceso el atracador novato estaba ya en París. Ahí fue acogido por una de sus tías, junto con su abuelo, exiliado político. Allí permaneció durante tres años. Si volvía a Madrid, corría el riesgo de ser hecho preso para luego ser internado en una cárcel española.

      En 1981, se vio en la necesidad de volver para hacer el servicio militar obligatorio y comprobó que, por lo visto, no estaba en busca y captura. Vivió por entonces un par de años en los Apartamentos Tribunal, de Malasaña, todavía abiertos en la actualidad.

      Sus asociados en el atraco no habían cantado. Una técnica empleada entre delincuentes de la época cuando eran arrestados y trasladados a la Dirección General de Seguridad consistía en estamparse contra la pared ellos mismos, puesto que «un solo golpe no es lo mismo que cuatrocientos golpes». Una vez se habían «abierto la cabeza» eran llevados al hospital y de ahí al juzgado o a la cárcel. Así uno se salvaba «del palizón, de las torturas tan impresionantes y tan degradantes que te hacía esta policía fascista e hija de puta con total impunidad».

      Tras su exilio, Domi se decide a abandonar el mundo de la delincuencia y se pasa cinco años «haciendo la noche en Torremolinos». De 1981 a 1985 trabaja los veranos en una discoteca de un conocido playboy venezolano, con quien establece una estrecha relación. Había llegado junto a otros heavies hasta ahí para trabajar en temporada alta. Para ellos la cosa era, en sus propias palabras, «como una película de Alfredo Landa».

      Según Domi, una vez allí, se dan cuenta de que el playboy venezolano se metía mucha coca. Además, se percatan de que pueden vender mucha droga. Según sus cálculos, en un día podían deshacerse de unos 140 gramos de cocaína. Miembros de la aristocracia, pijos, guiris, y los propios nativos, eran asiduos consumidores. Al poco tiempo de llegar, Domi y sus amigos eran responsables de seguridad de la discoteca y manejaban «todo el cotarro». Vivían en unos bungalós en la Playa Sofico, al lado del hotel Tío Pepe; un auténtico paraíso kitsch. Cuando volvía de trabajar a las seis y media de la mañana, su bungaló estaba siempre lleno de gente. Cada año llegaban a principios de mayo y se marchaban a Madrid en octubre, y subían a la capital con «dos millones de pelas de la época». Gastaban el dinero alegremente, y si faltaba, trabajaban con sus motos de mensajeros, en una década, la de los ochenta, en la que ser mensajero daba mucho más dinero que ahora.

      Sin embargo, los malos tiempos llegarían para la familia de Domi. En 1987 su padre tuvo un terrible accidente de tráfico. Su hijo mayor le había regalado un anillo de oro y diamantes. Mientras conducía en la carretera, con su brazo izquierdo reposando en el exterior de la ventanilla del coche, se quedó dormido, chocó contra algo y perdió el brazo, que salió disparado con anillo de brillantes incluido. Mientras ambos progenitores se recuperaban en el hospital, preguntaron por el brazo, a lo que la Guardia Civil contestó que no habían dado con él. «Ni apareció el brazo, ni apareció el anillo». El pobre señor venía de hacerse unas pruebas tras haber sido diagnosticado de un enfisema pulmonar, «la antesala de un cáncer de pulmón. En esas condiciones te falta el aire, te falta riego a la cabeza. Algo que había sido provocado por décadas de tabaquismo, en las que fumaba al menos un paquete de tabaco al día y diez porros». Llevaba tan solo cuatro meses jubilado. El trauma de ese accidente le hundió completamente. Por otra parte, habiendo sido mecánico, el uso de las manos era para él de primordial importancia.

      No contento con esto, el destino le iba a jugar todavía otra mala pasada. Tres meses después de su accidente, su hijo Rober fue diagnosticado de sida. En la recta final de su vida, Domi se hizo cargo de él, llevándoselo a su casa, donde pasó sus últimos años. Dice Domi que, una vez su hermano fue ingresado en el hospital ya en estado crítico, ciertos médicos experimentaron con él, como le ocurrió a muchos enfermos de sida de la época. Pasó cuatro meses en el Hospital Clínico San Carlos, donde este tipo de enfermos ocupaban la planta norte, aislados del resto de pacientes. Para Domi los yonquis son gente que «vive con permiso del enterrador», nada más. «La vida del heroinómano severo, sencillamente, no es vida».

      A finales de los setenta y principios de los ochenta, las discotecas de Madrid eran lugares en los que la violencia podía estallar en cualquier momento. Una discoteca madrileña mítica de aquella época fue El Consulado, en la calle Atocha: «Era una discoteca donde iban los martes las chachas, las criadas, a ligar… entonces [mi hermano y sus amigos] iban a ligar con las chachas porque eran unas paletillas, eran muy cortadillas, y eso les daba morbo, ¿sabes cómo te digo?». «De hecho, mi hermano se casó con una criadilla, Marijose... Claro, luego arrastró toda la vida aquello». En esa época las discotecas estaban integradas en los cines: cine Consulado, discoteca Consulado; cines Canciller, discoteca Canciller; y un largo etcétera. La sala del cine solía contar con una entrada amplia, y a un lado había una puerta pequeña que daba acceso a la «sala de fiestas». Eso era una herencia del Pasapoga de la Gran Vía.

      Antiguo cine y discoteca Canciller.


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