Un amor de juventud. Heidi Rice

Un amor de juventud - Heidi Rice


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vestíbulo.

      «Dale el anillo y esta pesadilla acabará».

      Bajó la cabeza para hurgar en la bolsa de reparto y deseó no haberse quitado el casco; por suerte, él no parecía haberla mirado, porque la había llamado chico.

      El ruido de las gotas de agua cayendo en el suelo del vestíbulo le resultó ensordecedor.

      –Ah, eres una chica –murmuró él después de cerrar la puerta.

      –Soy una mujer –le corrigió ella–. ¿Es eso un problema?

      –No –casi jadeó al verle esbozar esa sonrisa ladeada que tan bien recordaba–. Tu cara me resulta familiar.

      –No –negó Ally presa del pánico.

      «Por favor, que no me reconozca. Eso solo empeoraría las cosas».

      Precipitadamente, Ally consiguió sacar la pequeña caja de la bolsa y se la dio. Desgraciadamente, sus dedos entraron en contacto con los de Dominic y fue como si una corriente eléctrica le subiera por el brazo.

      –Estás temblando. Quédate hasta que te seques un poco –dijo él, más como una orden que como una sugerencia.

      –No, gracias, estoy bien. Y ahora, por favor, firme aquí –dijo Ally, ofreciéndole la pequeña maquina digital.

      Dominic agarró la máquina y, al hacerlo, volvió a rozarle los dedos.

      –Estás helada –dijo él en tono de enfado e impaciente–. Deberías quedarte aquí hasta que pase la tormenta.

      Dominic firmó, le devolvió la máquina y añadió:

      –Es lo menos que puedo ofrecerte después de haberte hecho venir con este tiempo para nada.

      –¿Para nada? ¿Y eso? –nada más hacer esas preguntas, Ally deseó haberse mordido la lengua.

      «Cállate, Ally. ¿Por qué le has preguntado eso?»

      El corazón le golpeaba las costillas con fuerza, le sorprendía no haberse desmayado. Pero más aún le sorprendió la respuesta de él.

      –Para nada porque he roto mi compromiso matrimonial hace diez minutos.

      Ahora comprendía la cólera de la tal Mira. Dominic la había dejado.

      Dominic abrió el paquete, sacó la pequeña caja de terciopelo y la abrió.

      A Ally le dio un vuelco el corazón. Era un sencillo, pero exquisito anillo, de oro y platino.

      Era el anillo que su madre le había dicho que el padre de Dominic le había ofrecido aquel verano. Un sueño que había muerto la terrible noche que Pierre LeGrand las había echado de su casa, una pérdida que había torturado a su madre el resto de sus días.

      –Pierre ha sido el único hombre que me ha querido de verdad y yo lo he estropeado todo, cielo –le había confesado su madre, culpándose de lo ocurrido. Pero… ¿qué era lo que había hecho para encolerizar a Pierre hasta ese punto?

      Dominic cerró la caja de terciopelo ruidosamente y Ally volvió al presente.

      –Lo siento –murmuró ella.

      –No lo sientas –contestó él–. Este noviazgo ha sido un error. Y las ochenta mil libras que he pagado por el anillo digamos que es un daño colateral.

      Ally guardó el aparato digital en la bolsa con manos temblorosas. No podía controlar las emociones que la embargaban.

      –En fin, será mejor que me vaya y siga con mi trabajo –dijo Ally.

      Quería irse. Quería olvidar. Los recuerdos eran demasiado dolorosos.

      –Vamos, pasa y tómate una copa, necesitas entrar en calor –le ordenó él.

      ¿Estaba flirteando con ella? No era posible. Ese hombre salía con supermodelos y ricas herederas, mujeres con estilo y sex appeal, algo que ella nunca poseería.

      –Y, además, hay que curarte esa herida –añadió Dominic.

      –¿Qué?

      –La pierna –los ojos oscuros de Dominic se clavaron en su pierna–. Te está sangrando.

      Ally bajó la mirada. Las mallas se le habían desgarrado y la pantorrilla le sangraba. Todo ello debido a su altercado con la novia, la exnovia, de Dominic.

      –No es nada. Tengo que irme.

      Pero al volverse para marcharse, las palabras de Dominic la detuvieron.

      –Arrêtes. Claro que es algo, estás sangrando. Se te puede infectar. No vas a salir de aquí hasta que esa herida esté limpia.

      La emoción que la embargó estuvo a punto de ahogarla. No podía permanecer allí, no podía aceptar la brusca e imperativa amabilidad de él.

      –Tengo que hacer otro reparto –añadió ella con premura–. No puedo quedarme.

      –Si es por dinero, pagaré por tu tiempo. No quiero que me remuerda la conciencia por no prestar atención a una mensajera herida.

      Dominic estaba demasiado cerca. El pulso se le aceleró. Y entonces, inesperadamente, Dominic le puso un dedo bajo la barbilla y se la alzó.

      –Eh, un momento… Yo te conozco –Dominic empequeñeció los ojos mientras la miraba fijamente. La intensidad de esa mirada la hizo temblar de pies a cabeza.

      Ally fue a ponerse el casco para evitar que él la reconociera, pero ya era demasiado tarde.

      –¿Monique? –murmuró él.

      –No, yo no soy Monica. Monica está muerta. Soy su hija.

      –¿Allycat? –Dominic parecía igual de confuso que como se sentía ella.

      Allycat.

      El apodo se abrió paso en su memoria. El apodo que él le había puesto todos esos años atrás. Un apodo del que, por aquel entonces, se había sentido orgullosa.

      De súbito, inesperadamente, la adrenalina que la había mantenido hasta ese momento la abandonó y solo sintió vergüenza y angustia. Y un sofoco inapropiado.

      Ally respiró hondo varias veces en una lucha por contener un sollozo.

      –Respira, respira, Allycat –murmuró Dominic.

      Ally se llenó los pulmones de aire y, con ello, una buena dosis del aroma de él, una mezcla de especias, pino y jabón.

      –¿Mal día?

      –De lo peor –contestó Ally, aún haciendo un ímprobo esfuerzo para no echarse a llorar.

      «¿Por qué estás tan disgustada? Dar pena a Dominic LeGrand no es lo peor que puede pasarte».

      –Te entiendo perfectamente –dijo él con una irónica sonrisa, lo que le hizo mucho más atractivo y totalmente inalcanzable.

      Ally forzó una sonrisa y agarró con fuerza el casco.

      –Ha sido un placer volverte a ver, Dominic. Y ahora… en fin, tengo que marcharme ya.

      Pero cuando echó a andar hacia la puerta, Dominic le salió al paso.

      –No te vayas, Allycat. Vamos, quédate un rato. Así te secarás y te curaremos esa herida.

      Ally alzó la cabeza y lo miró a los ojos. Y lo que vio en ellos no fue pena ni impaciencia, sino una intensidad pragmática, como si Dominic estuviera tratando de penetrarle el alma. Y vio otra cosa, algo que no pudo interpretar ni comprender, porque parecía… deseo. Pero no, eso no podía ser.

      –No puedo quedarme –repitió ella con voz temblorosa.

      –Sí, claro que puedes. Y como he dicho, pagaré por tu tiempo.

      –No, no es necesario que lo hagas. Además, estoy agotada. Voy a agarrar la bicicleta y me voy a ir directamente


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