Hermanas. Natalia Rivera
Su plan para la humanidad. Tenemos la certeza de que eres crucial en el proceso de anunciar la venida del reino de Dios. Sin importar dónde inicies, queremos animarte a que reflexiones con curiosidad y franqueza la manera en que Dios podría transformarte en la persona que siempre deseó que fueras.
Dicho esto, adelante, hermana, y ten en cuenta al Espíritu Santo mientras lees. Esperamos que este libro revele tesoros en tu alma y nuevas posibilidades en que puedas ejercer tus dones para el beneficio del reino del Señor. La multitud de mujeres de Dios en este libro te animan a proseguir tu viaje.
ESTER
¿QUIÉN SOY? UNA MESTIZA EN LA MISIÓN DE DIOS
KRISTY GARZA ROBINSON
Una vez escuché un comentario que caló profundo en mi alma: «Es tan típico de esos trabajadores mexicanos holgazanes sentarse a la sombra en vez de trabajar duro». Escuché estas palabras de unos amigos cristianos mientras almorzaba con ellos a la mesa. Estas eran personas con las cuales me había encariñado desde que me convertí al evangelio, pero ahora se quejaban de unos jornaleros que habían visto ese fin de semana fuera de su casa almorzando a la sombra.
Recordé a mi primo que pasaba la mayor parte de la semana trabajando bajo el calor del sol y que debía calcular sus descansos para evitar desmayarse. Pensé en mi tío, que una vez sufrió un golpe de calor por estar bajo el sol a una temperatura de 105 °F (40 °C). Sobre todo, pensé en mis abuelos paternos y maternos, que eran granjeros y aparceros que cultivaban la tierra desde la mañana hasta el atardecer. Todos estos recuerdos se arremolinaban en mi cabeza. Me disculpé y dejé la mesa con un plato lleno de comida y un estómago revuelto. La experiencia fue dolorosa, aunque no era poco común.
Incluso cuando era adolescente y vivía en el sur de Texas, un sector del estado de mayoría latina, me vi en medio de una comunidad cristiana integrada principalmente por personas blancas. Lo mismo me sucedió durante el colegio, la universidad y después de cumplir los 20 años de edad. Aunque mis hermanos y hermanas blancos conocían que mi apellido era Garza, mi tez clara les hacía olvidar que hacían sus comentarios racistas frente a una mujer mexicana-estadounidense. No sabía cómo lidiar con aquellas situaciones, por lo que me limitaba a abandonar conversaciones incómodas, a evitar ciertos temas y a salir de reuniones donde aquellos que llamaba amigos revelaban sus prejuicios.
Sin embargo, era en esas comunidades donde aprendía más sobre el Dios de amor que envió a Su Hijo para borrar los pecados del mundo. Esa era la frase en español que venía a mi mente cuando la escuchaba en inglés. Era un vestigio de mi niñez, cuando a veces asistía a iglesias de mayoría latina. Sin embargo, no me atrevía a decir esa frase en voz alta. Durante esa etapa inicial de mi vida cristiana, yo solo deseaba encajar con quienes me rodeaban. No sabía cómo lidiar con las palabras hirientes que mis amigos blancos pronunciaban contra mi comunidad, de modo que soportaba sus comentarios y me alejaba lo más posible de lo que ellos consideraban «diferente». Jamás revelaba mis tradiciones familiares, evadía las preguntas sobre cultura y nunca les compartí mis historias.
Recuerdo una ocasión en que una amiga blanca visitó mi hogar por primera vez y vio las fotos de mi celebración de quinceañera enmarcadas en las paredes. Ella se sorprendió y me preguntó si estaba casada. Le respondí que no, las fotos eran de la fiesta de mis «dulces dieciséis». ¡Ah, pero yo sabía que era mucho más que eso! Sin embargo, no deseaba revelarle lo significativa que había sido aquella celebración para mí. No quería confesarle que durante la celebración me había sentido como una niñita, pero a la vez como una mujer joven rumbo a la adultez. Esos momentos eran hermosos y significativos, pero las personas que me rodeaban no los comprenderían ni los considerarían normales; y yo solo deseaba ser «normal». Entonces relegué mis historias culturales al pasado y me esforcé por alcanzar lo que estaba adelante, como afirmó el apóstol Pablo en la Biblia. Yo supuse que Pablo se refería también a mi cultura, pero a nadie en mi comunidad cristiana le pareció importante corregirme.
Es interesante que haya escuchado por primera vez la historia de Ester durante la preparación de mi quinceañera en la iglesia de mi familia, varios meses antes de mi conversión a Cristo. Yo tenía una madrina llamada Ester, ¡pero no tenía idea de que también había una mujer de la Biblia con ese nombre! En ese entonces no podría haber imaginado cómo Dios utilizaría la vida de Ester para orientar mi vida, pero Él sí lo sabía.
UNA IDENTIDAD OCULTA Y LAS PUERTAS ABIERTAS: LA HISTORIA DE ESTER Y LA MÍA
Ester era una mujer judía que se crio con su primo Mardoqueo. Los judíos eran una minoría desalojada y dispersa por las provincias del rey Jerjes de Persia. La historia inicia describiendo cómo era la vida de una reina ante los caprichos de un rey ególatra. La trama dio un giro desafortunado cuando la reina Vasti se negó a exhibirse frente a un grupo de hombres posiblemente borrachos por petición del rey. Entonces el rey Jerjes la destituyó y procuró reemplazarla con otra mujer. Ella era la reina de Persia, pero seguía siendo una mujer prescindible y reemplazable dentro de una sociedad patriarcal. Aunque la destitución de la reina Vasti fue injusta, su acto de resistencia permitió que Ester llegara al palacio del rey.
Al principio, Mardoqueo le pidió a Ester que ocultara su identidad étnica de los demás. De esto colegimos que ella podía adaptarse bien a las costumbres persas. Ester era una mujer mestiza en medio de dos mundos.1 Ella calzaba en la cultura dominante de la época y Dios le otorgó Su favor en una situación compleja y opresiva.
El hecho de que no me hacía escuchar cuando la mayoría cultural de mi comunidad atacaba mi grupo étnico, era una señal de que me había adaptado a la cultura dominante a mi alrededor. Como mujer mestiza y bicultural que vivía en dos mundos diferentes, yo también entendía cómo adaptarme a la cultura mayoritaria mientras crecía en una familia mexicana-estadounidense. Las personas no se daban cuenta de inmediato que yo pertenecía a una minoría, como también sucedía con Ester. Si yo no revelaba la información pertinente, mi piel clara y mi español pobre hacían que las personas asumieran mi identidad y mi situación de vida.
Por otro lado, en mi familia latina, mi complexión clara y mi español deficiente me enajenaban. Cuando visitaba a mis parientes en México, me veían como una extranjera. Sin embargo, en Estados Unidos tampoco encajaba del todo, aunque superficialmente pareciera que me acoplaba a la cultura general de este país. A pesar de que estaba cómoda y me identificaba con ambos contextos, no me sentía como en casa en ninguno de los dos. Vivir en ese punto intermedio puede ser difícil. Sin embargo, así como Ester, yo descubrí que me abrió nuevas puertas.
Al ser una recién convertida en una comunidad cristiana de mayoría blanca, me solían preguntar: «¿Y tú eres mexicana, blanca o ambos?». Aunque yo lucía como ellos físicamente, podían notar que mi apellido era distinto. Con el propósito de categorizarme, me sometían a preguntas incómodas como esa. Sin embargo, la respuesta era sencilla: sí, soy latina, pues mis padres son latinos.
Es probable que haya heredado el color de mi piel de mi familia materna. Ya de adulta, le pregunté a mi madre en una ocasión por qué su piel era más clara que las de sus hermanos. Ella respondió que mi abuela le decía que su piel era más clara porque cuando la tenía en el vientre consumió muchas sales de Epsom. Si bien esta historia parecía un relato inofensivo de una mujer anciana, fue devastador descubrir que ese era el método que les recomendaban a las mujeres latinas pobres para que abortaran a un hijo no deseado. Fue por historias como esta que mi madre no conoció mucho sobre su propio linaje, excepto que mis abuelos trabajaban en una granja