El último tren. Abel Gustavo Maciel
del cuerpo esbelto y delicado. Ante los ojos sorprendidos del joven la mujer comenzó a desnudarse con rápidos movimientos. Acompañaban la ceremonia el murmullo perpetuo de las olas, el crepúsculo apaciguando los colores y un velero perdiéndose en el horizonte. Instintivamente tomó los binoculares y comenzó a contemplar la escena desde su privilegiada visión.
La mujer, desnuda ya, permaneció unos instantes parada sobre las rocas más altas. La brisa jugueteaba con alma de niño entre sus largos cabellos claros. Las gaviotas dejaron de revolotear y el mar apenas parecía respirar. Todo era quietud. El joven la contempló con ojos de anciano, como si hubieran visto mucho de la vida. El paisaje le parecía una fotografía, un gracioso mural que habría deseado llevar a casa y colgarlo en una de las paredes de su habitación. Lo observaría largamente durante la siesta. También por las noches, mientras la respiración de su madre acompasaba el silencio penetrando a través de la ventana. La presencia de los fantasmas del barco anclado flotaba en ese rítmico susurro. Le costaba mantener en firme la posición de los binoculares. La mujer observó el cielo durante algunos instantes. Parecía en cierta manera distraída. Luego penetró lentamente en el agua hasta desaparecer. En la orilla quedó, como prueba de su existencia, la ropa, flameando al mismo ritmo del viento.
Esa tarde el muchacho permaneció durante mucho tiempo en la bahía. Dentro de sí sentía que algo había cambiado para siempre. Un cristal interior se desmoronaba en mil pedazos. La inmensa soledad con sabor a desdicha impregnaba su boca. Ya nada podría ser igual. El balde, apenas lleno de almejas, perdía la importancia que el verano le asignaba. Tal vez la inexistencia lo reducía a la nada. Caminó sin tener noción de tiempo y espacio. Sin embargo en su interior también pulsaba el deseo ancestral pidiendo a gritos ser atendido. Cuando divisó la cabaña observó la ventana de la habitación iluminada. Pudo representarse la escena. Comprendió de repente que el encanto de todos aquellos relatos orientales se había marchado para siempre. Entonces, lloró…
—¡Bruno, qué bueno verte aquí! —la voz de su madre lo recibió. Se sentía desprotegido, con la mirada perdida.
La inocencia infantil había desaparecido. Ahora la suplía la urgencia del deseo. Después de todo, sería un hermoso y desdichado recuerdo haber contemplado a su madre desnuda en la playa…
2
—¿Y eso quien lo hizo…? —La voz del comisario Adrián Ballesteros se dejó escuchar calma, casi afectivamente.
Susana conocía esos modales en el policía. Normalmente, presagiaba la tempestad consecuente de su machismo exacerbado. La prostituta posó la mano sobre su ojo derecho, tumefacto desde hacía unas cuarenta y ocho horas pero en vías de sanación. Recordó fugazmente el rostro del irlandés montado en cólera. Las habitaciones del Olimpo eran estancas. El pistolero jadeaba fuera de sí. En realidad, ninguno de ellos recordaba cual había sido la causa de la violencia desatada. Eso no importaba. Presentada la grieta, la energía fluía sola.
—No hay problema. Ya no duele —respondió—. Es tan solo un mal recuerdo.
—Las heridas sanan. De todas formas, no resulta buen deporte acostumbrarse a recibirlas.
Susana sonrió.
—No es por deporte que estoy en esto, comisario. Eso lo sabés muy bien.
—En fin… Supongo que tenés razón. Cuando la profesión de ustedes aparezca en los juegos olímpicos seguramente el mundo será menos hipócrita. Pero cambiemos el tema. Hablemos de tu jefecito. Contame algo sobre él.
Sabía ella que la conversación tomaría ese camino en algún momento. Ballesteros no dejaba pasar oportunidad para interrogarla sobre don Alexis y sus negocios. El tema lo obsesionaba. A veces debía extremar su imaginación para revestir de credibilidad sus historias. A Susana le divertía ese juego. También conocía lo peligrosa de la situación. Si el policía se enteraba de sus mentiras podría volverse más violento que el propio irlandés.
—¿Y qué querés saber sobre el colombiano?
—Todo, pequeña. Pero iremos despacio. El hombre es una persona distinguida dentro de la nobleza del delito… Por ejemplo, me resulta interesante su vida privada pues se conoce poco y nada sobre ella.
Susana se encogió de hombros. Compartían la cama de un hotel de bajo presupuesto. A Ballesteros no le gustaba derrochar su dinero. Tenía amigos dentro de los propietarios de alojamientos populares y le daba lo mismo lo áspero de las sábanas. El hombre era un amante de trámite rápido. Esto beneficiaba en cierta medida la misión de la mujer. Sin embargo, era bueno haciendo el amor. En esos encuentros, cuando el policía se escapaba de la comisaría y la levantaba en alguna esquina del barrio de Palermo, pasaban más tiempo platicando que ejercitando actividad sexual.
—Dicen que a tu jefe no le gustan las mujeres, ¿es eso cierto...?
—Sobre gustos personales no puedo informarte demasiado, pero don Alexis es tan varón como cualquier otro. Además, tiene una novia.
—También me han hablado de ella. Es una de las tuyas, ¿no es así?
—No exactamente… Es una persona muy… especial.
El comisario encendió un cigarrillo. Fumaba tabaco negro. Impregnaba el ambiente con un perfume bastante fuerte. Este detalle le molestaba a Susana pero no se atrevía a realizar comentario alguno.
—Le dicen en el club “la figurita difícil”, ¿no es así?
—Parece que estás bien informado.
Ballesteros adquirió un aire de fingida superioridad. Le gustaba mostrarse orgulloso con sus logros en la profesión. Principalmente frente a las prostitutas, a quienes buscaba impresionar contando historias sangrientas donde resguardaba para sí el papel de héroe.
—En la comisaría tenemos también nuestros informantes, linda. Entonces, afirmás que don Alexis no es afeminado. Ningún corderito disfrazado de tigre…
—Solo cuento lo que ven mis ojos.
—¿Y cómo se lleva con la mujer a la que todos temen? Creo que Alicia es su nombre.
—Se los ve bien. Ella es una mujer… independiente. Maneja sus cosas con un criterio personal.
—Eso significa que mucho caso no le hace al colombiano. Digamos, toma sus propias decisiones sin necesidad de consultarlo.
Susana comenzó a sentirse nerviosa. Aquella insistencia parecía tener algún objetivo desconocido para ella. Ballesteros era persona frontal. Le faltaba sutileza en los planteos. La relación de don Alexis con Alicia parecía interesarle sobremanera. El policía acarició el cuerpo desnudo de la mujer. Sus manos eran ásperas pero el contacto resultaba placentero.
—¿Cómo andan las cosas en el Olimpo?
—Como siempre. Es un ámbito selecto. La vida allí no presenta demasiados sobresaltos.
—Me gustaría asistir alguna noche, linda. Hay ciertos… personajes que quisiera conocer.
—Sabés que eso es imposible. Don Alexis tiene reglas estrictas sobre la asistencia de los clientes. Realiza nóminas semanales. Además, los concurrentes habituales no estarían alegres con tu presencia.
Ballesteros continuaba con sus caricias. Sonrió con aire de superioridad. Le gustaba imponer presencia en el ambiente delictivo. Especialmente sobre los narcos, a quienes les seguía de cerca los respectivos prontuarios. Ellos representaban su debilidad.
—Precisamente, pequeña, de eso se trata. Poner nerviosos a cierta gente… A propósito de esto, ¿no observaste ningún movimiento sospechoso en el local durante las últimas noches?
Susana se sobresaltó con la pregunta.
—¿Movimiento sospechoso? ¿A qué te referís, concretamente?
El comisario fumaba su cigarrillo negro. Exhalaba el humo lentamente, disfrutando el momento. Parecía estar eligiendo mentalmente las palabras.
—Hay un par de estos… personajes que