BCN Vampire. Juan C. Rojas
y no dejes que nadie se acerque.
Yo alucinaba.
―¿Qué? ¿Te has vuelto loco?
Y en ese instante vi a una sombra salir corriendo por el arco de la plaza en dirección a la catedral, y comencé a dar zancadas sin parar tras el desconocido, imitándome mi nuevo compañero mientras volvía a ordenar.
―Yo me ocupo de él. Busca a la mujer.
Ellos fueron en dirección al hotel Colón y yo cogí la de la Plaza Sant Jaume, hasta que fui interceptado poco antes de llegar al Puente del Bisbe por cuatro hombres altos y fuertes totalmente vestidos de negro. Sus rostros eran diabólicos y no dejaban dudas de sus intenciones. La voz de uno de ellos era gutural, casi como un gruñido.
―No dejaremos que pases. Date la vuelta.
Siempre tuve problemas con la autoridad, así que hice todo lo contrario y me lancé contra ellos. Cuando peleo pierdo toda noción de humanidad, por eso nunca lo hago, salvo en casos excepcionales… como este. La lucha era mortal, pero silenciosa, golpes y luxaciones casi mudas, y en unos minutos había cuatro hombres en el suelo, tres aturdidos y uno muerto con el cuello roto. Seguí mi camino y vislumbré a una mujer en la plaza, su abultado vientre me dio a entender que la había encontrado a tiempo y, sin saber por qué, me puse las gafas de sol y fui hacia ella, pero al llegar a la plaza vi dos coches, uno era de policía y el otro civil, así que me escondí en las sombras, pero un hombre vestido de paisano me vio, y comenzó a andar hacia mí, por lo que di media vuelta y comencé a desandar lo andado hasta que oí su voz tras de mí.
―¡Alto, policía!
Instintivamente me di la vuelta y nuestras miradas se cruzaron durante unos eternos instantes. Luego eché a correr. Él lo hizo tras de mí acompañado por dos mossos d’esquadra, pero no eran rivales para mi velocidad, y puse distancia entre ellos y yo, pero me encontré con otra patrulla al otro lado de la calle, y mientras decidía si atacar o volar, cosa que era imposible, alguien me cogió de la mano y casi me arrastró por la calle de La Pietat. Cuando ya estábamos a salvo, abrió las puertas de un deportivo y el corazón se me disparó al ver quien era. Su belleza, de cerca, era turbadora; su voz, una cascada de agua dulce que encantaba los sentidos.
―Sube. Y nada de preguntas.
―¿No me tienes miedo?
Me miró divertida.
―Quizá deberías tenerlo tú de mí.
Arrancó el coche y salió chirriando ruedas. Al poco sonó una sirena tras nosotros, pero el coche zeta de la policía no era rival para aquel deportivo.
―Habrán cogido la matrícula.
Ella contestó sin dejar de mirar al frente.
―Da igual. Es robado.
La situación se ponía interesante. Yo no podía dejar de mirarla de reojo.
―No sé tú nombre.
Hizo una mueca.
―Yo el tuyo sí.
Hubo un silencio; preferí no preguntar. Su voz sonó como una delicia.
―Lilithú. Aunque mis amigos me llaman Lilit.
Aceleró y nos perdimos en la noche por la Ronda del Litoral.
CAPÍTULO XIV
Aquello era un castillo ruinoso, pero se podía habitar, y de hecho la mujer llamada Lilithú o Lilit lo tenía bien acomodado, por lo menos en la parte de los sótanos, lo que quizá en un tiempo pasado fueran las mazmorras. Cuando observaba aquellos ojos verdes como una selva, una oleada de deseo me envolvía por completo. Pero mi sorpresa fue al ver como se quitaba la ropa y se quedaba en tanga, dejando ver una de las maravillas de este mundo: su cuerpo escultural. Ella parecía ignorarme mientras me sirvió un vaso con whisky.
―¡Knockando!
No contestó, solo me miró con aquellos ojos y se dio la vuelta para vestirse de nuevo, no sin antes fijarme en cada detalle de su cuerpo, cada tatuaje. En cada hombro, por su parte delantera, una lechuza blanca, flanqueando un león bicéfalo en el pecho; en la espalda dos enormes alas, y al levantarse la melena, para ponerse una blusa de color negro, dejó ver, saliendo de la nuca, cuatro serpientes superpuestas con sus cabezas erguidas formando un cono. En los pies llevaba dibujado unas especies de garras en cada uno. Una maravilla.
―Me vas a desgastar de tanto mirar.
Me acerqué a ella en un intento de seducirla.
―Ni se te ocurra. Sobre mí no tienes poder. Ni me vas a atraer ni me vas a morder.
Frené en seco y mi voz sonó suave, pero tajante.
―Parece que me conoces bien. ¿Quién eres en realidad y por qué me ayudas?
Ya se había vestido y vertió un perfume en su cuello que a punto estuvo de enloquecerme, pero me contuve, aunque no pude evitar soltar una especie de gruñido mientras mostré los pequeños colmillos. En ese momento apareció otra mujer de pelo rubio, también muy espectacular. Iba vestida solo con un pantaloncito muy corto y un pequeño corazón atravesado por una estaca tatuado en el cuello. Se acercó a Lilit y esta la cogió por la barbilla y la besó con frenesí en la boca enlazando sus lenguas lentamente mientras me lanzaba una mirada lasciva. Estaba a punto de unirme a ellas cuando la soltó repentinamente.
―Nos vamos… Salomón.
Volví a enseñar los colmillos mientras solté un leve rugido.
―¿A dónde diablos vamos ahora?
―A Antigua.
―¿Antigua? ¿Qué es?
―Debajo de la Catedral de Barcelona está la ciudad romana, y debajo de esta se encuentra Antigua. La morada de Lucifer. Debemos ir allí e intentar entrar.
―¿Intentarlo?
―Sí. Los nocturnos acólitos del diablo tratarán de impedírnoslo, pues esperan su vuelta pronto. Algunos dicen que ya está aquí.
―¿El diablo? ¿En Barcelona? ¿Esperas que me lo crea?
―No sé. Mírate al espejo, sonríe y luego me lo cuentas.
Y salió de la estancia. Yo hice lo que me dijo, me miré en el espejo que había allí y sonreí forzadamente, y me di cuenta de dos cosas: de que las leyendas mienten acerca del reflejo de los vampiros en los espejos… y de que me estaba volviendo loco.
No tardamos mucho tiempo en robar otro coche y plantarnos de nuevo en el Barrio Gótico. Lilit parecía saber lo que hacía y hacia donde se dirigía. Dio cuatro golpes y luego dos más en la puerta de hierro que da al claustro de la Catedral por la parte de la calle del Bisbe y al rato alguien nos abrió. Yo me quedé sorprendido al ver que era un monje, aunque su rostro no pareciera el de un hombre de Dios. Lilit me sacó de dudas.
―Este es el hermano Jacob, un jesuita que está con nosotros.
Me miró de arriba abajo.
―Hola.
Hice una mueca y no le contesté. Me limité a seguirles. Entramos dentro de la Catedral sigilosamente, luego lo hicimos por una puertecita que daba a unas escaleras de caracol por las que fuimos bajando hasta llegar a un habitáculo sin salida. Yo me sentí fastidiado.
―¿Qué hacemos aquí?
Jacob se puso el índice de la mano derecha en los labios en señal de silencio. Giró una piedra que sobresalía de la pared y una abertura de poco más de un metro se abrió ante nuestras narices. Se agachó y entró por ella, siguiéndole Lilit, para acabar haciéndolo yo. Al otro lado me sorprendí al ver una estancia enorme llena de ruinas.
―¿Dónde estamos?