La extraordinaria vida de la gente corriente. Iván Ojanguren Llanes

La extraordinaria vida de la gente corriente - Iván Ojanguren Llanes


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la felicidad tiene más que ver con ser, con estar, con sentir y con disfrutar. Cuando pensamos mucho a veces nos negamos el derecho a disfrutar y ser libres».

      David no entiende cada grupo de peregrinos como seres individuales, él los ve como su familia: «Cada día tengo una familia diferente; una familia con la que crecer, compartir, sentir y aprender. En definitiva, una familia a la que querer. Cada noche confirmo que en realidad somos todos lo mismo; he tenido en la misma mesa a musulmanes, ateos, cristianos y budistas y todos hemos compartido, reído y llorado. Las personas estamos todas hechas de lo mismo, de Amor». Me cuenta con una lucidez tremenda que tiene su propia verdad sobre un montón de cosas y al mismo tiempo sabe que cada uno tiene la suya: «Cuando te das cuenta de que cada uno tiene su manera particular de entender lo mismo y de que hay que respetarlo, entonces pasa algo mágico: dejas de enfadarte con el mundo pues dejas de intentar convencer a nadie con tu punto de vista».

      Durante la cena David explica los tremendos y maravillosos paralelismos que tiene el Camino de Santiago con la vida: «En realidad no necesitamos gran cosa para vivir –me dice–; para hacer el Camino solo necesitas una mochila y ponerte a andar». Hace hincapié en que lo importante tanto en el Camino como en la vida no es llegar a Santiago de Compostela: lo importante es andar el camino. «Me gusta recordar al peregrino que al día siguiente de llegar a Santiago tan solo será un turista más. Le invito a que no tenga prisa y a que sienta y disfrute de corazón cada paso que da».

      Tras la cena todos charlamos sobre nuestra vida, nuestros pensamientos, nuestras inquietudes y nuestras prioridades. Debatimos, y sobre todo nos escuchamos unos a otros. Es curioso cómo en el Camino no es importante a lo que te dedicas en la vida; no es relevante. A nadie le importa tu profesión ni tu estatus social o económico: todos somos lo mismo, nadie es mejor que nadie. Entre tanto, David nos cuenta la historia del Camino, de sus variantes y el origen del pueblo de Pola de Allande –creado para facilitar la peregrinación en invierno–; nos habla del origen de la flecha amarilla que guía al peregrino o del porqué de la palabra «hospitalero»; nos cuenta también que los antiguos peregrinos tenían dos bolsas, una con la comida para ellos y otra con comida para compartir. Como curiosidad, David guarda con cariño una bandera que un peregrino le regaló como recuerdo tras haber terminado el Camino en 1976: «Ese año solo terminaron el Camino 74 peregrinos» me contó orgulloso.

      Aquel frío día de febrero –aquel año el invierno fue especialmente duro en Asturias– éramos cinco peregrinos cenando juntos, además de David, el padre de David, que se encontraba de visita, y su compañera Celia, Marc –sudafricano–, Anthony –finlandés criado en Inglaterra–, Daniel –colombiano– y Catherina –alemana–. Hablamos de temas profundos como los objetivos en la vida, de cuestiones políticas como la independencia de territorios que dependen de un Estado mayor, de temas más banales como los estereotipos de las diferentes zonas de España, ¡incluso Marc y yo estuvimos tocando un rato la guitarra! Como curiosidad, Daniel y Catherina se conocieron en el Camino y llevaban veinte días caminando juntos y esa misma tarde, en el albergue, se besaron por primera vez. Al día siguiente se lo comenté a David; me miró con una sonrisa y dijo: «¿En serio? ¡Qué bueno! ¡Pensaba que eran pareja cuando llegaron!». David se queda un rato pensativo y termina diciéndome: «Es normal que pasen estas cosas en el Camino». Magia, amigos. Y eso solo sucede cuando todos nos sentimos acogidos, recibidos, respetados y en paz.

      Andrés Fernández, la persona que me envío el mensaje de Whatsapp con el que abrí esta historia, me trasladó una anécdota maravillosa que presenció la noche que pasó en el albergue de David: «Durante la cena había dos mujeres coreanas, madre e hija; todos contamos los motivos por los que decidimos hacer el Camino y cuando le tocó el turno a la madre, su hija hacía de intérprete traduciendo del coreano al inglés. Bien, en un momento dado la madre nos contó visiblemente emocionada que gracias al Camino estaba conociendo de verdad a su hija. Claro, su hija, que era la traductora, se emocionaba muchísimo al intentar traducir algo tan especial, bonito y personal. Acabamos todos con lágrimas de emoción y abrazándonos. Recuerdo que a la mañana siguiente y antes de continuar, David tuvo palabras en privado para todos nosotros; todavía recuerdo lo que me dijo: ‘Somos naranjas enteras, Andrés, no medias naranjas’. Es algo que todavía sigue resonando en mí».

      Al llegar la hora de acostarse y para asegurar el descanso, David nos invita a que nadie se ponga la alarma, en lugar de eso, consensuamos una hora en la que él nos despertaría: en nuestro caso decidimos que a las 8:00 h. Total, nos fuimos a dormir y adivinad qué sucedió a las ocho de la mañana: despertamos escuchando el Ave María de Schubert al tiempo que un fantástico olor a café con especias inundaba la habitación. Al bajar a la cocina me encontré café recién hecho, tostadas y todo lo necesario para alimentar el cuerpo y el espíritu antes de la siguiente etapa del Camino.

      David no tiene tarifas en su albergue, cobra la voluntad: «Es la filosofía original del Camino –me dice–; así todo el mundo sin excepción puede tener la posibilidad de disfrutar de este fantástico viaje de descubrimiento personal».

      Cuando le pregunto acerca de su anterior trabajo se deshace en palabras de agradecimiento: «Gracias a aquel trabajo aprendí a tirar para adelante en la vida y pude ahorrar para comprarme esta casita en Bodenaya; además, todo lo que aprendí sobre reparaciones lo estoy aplicando en mi día a día para mantener el albergue en perfecto estado».

      David ama lo que hace. Tiene un don especial para escuchar a la gente y para hacer que todos los que llegamos a su albergue nos sintamos como en casa. Le hablé de la persona que me recomendó conocerle y me dijo inmediatamente: «Ah, Andrés; sí, ya me acuerdo; te podría decir incluso dónde se sentó en la cena». Increíble: hacía casi un año desde la última vez que se habían visto. Solo alojándote una noche ahí entenderás por qué a las 17:00 h eres un peregrino rodeado de desconocidos, pero a las 23:00 h ya eres parte de la familia de ese día.

      «¿Sabes otra cosa que he aprendido? –me dice animado–, vivir es mucho más sencillo de lo que durante muchos años había creído; me he dado cuenta de que me había creado necesidades, necesidades que ya he dejado atrás. Estoy convencido de que todos podemos vivir con muchísimo menos de lo que creemos que necesitamos». Gran lección; me viene a la mente Francine, otra protagonista de este libro a la que enseguida conocerás y que tan solo necesita un pueblecito abandonado y tesón para disponer de lo necesario, para vivir plenamente y feliz.

      En un momento dado quise hacerle una pregunta retadora a David: «David, ¿no te cansas de dar abrazos a tantos desconocidos todos los días?, ¿no hay días en los que no te apetece abrazar a nadie?» le pregunté. Mientras se le ilumina la cara me contesta: «Mira, en realidad, ¡los hospitaleros tradicionales somos vampiros! Nos alimentamos de la energía de los peregrinos, de vuestras historias, de vuestro amor. Yo lo único que hago es devolverle al mundo ese amor en forma de abrazos». Abrazos que, dicho sea de paso, también le cargan las pilas a él. Brillante. David no se plantea aburrirse de dar abrazos a sus peregrinos, justamente porque esa es la razón última de su albergue; recibe y luego redistribuye el amor del que se guarda una parte para seguir adelante.

      Cuando le pregunto acerca de su habilidad para escuchar y para que los demás se sientan escuchados y entendidos me dice: «Pues no sé, la verdad. Lo cierto es que en el grupo de amigos de Aranjuez yo siempre hacía de pegamento… Me sentía cómodo logrando hacer piña en el grupo». Una habilidad innata que había pasado desapercibida durante muchos años –¡aunque nunca dejó de ponerla en práctica!– se convertiría a posteriori en una de las piezas angulares de la actividad de David: ponerse en la piel de la otra persona y escucharla con el corazón. Consigue que la escucha no sea algo liviano o banal; al contrario: logra que sea una experiencia reparadora, sobre todo para el peregrino.

      David cuenta con más habilidades: «A veces solo con ver al peregrino entrar por la puerta ya sé si tiene algo que contar, un lastre que soltar o un problema que resolver». Qué duda cabe que David ha ido limando y desarrollando ese talento con el paso del tiempo, recibiendo en su albergue a una media de catorce personas diarias. Cien personas a la semana con las que poner en práctica estas habilidades hacen que las haya pulido –tal vez de forma natural e involuntaria– hasta la excelencia. Tengo la firme creencia de que todos tenemos talento en algo; es más, seguramente ya


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